Horacio Labastida
Dos políticas: dos futuros

En el gran escenario histórico del siglo XX, sobre todo el que se perfila luego de la eclosión revolucionaria, aparecen dos concepciones del país y por tanto dos maneras distintas de ejercer el poder político. La primera se trazó a través de las grandes ideologías del movimiento revolucionario: la maderista de 1910 izó la democracia del sufragio efectivo, no reelección; el Zapata de 1911 --Tierra y Libertad-- proclamó la imposibilidad de la liberación sin entregar la riqueza a quienes la producen; la ideología carrancista de 1913 reconoce una radical contradicción entre la tiranía y el bien nacional; y al fin, en la Constitución de 1917, que recogió las anteriores aportaciones ideológicas, se redistribuyó el patrimonio del país en un área pública responsable del desarrollo general y el ejercicio autónomo de la soberanía ante el resto del mundo, medida trascendental conjuntada con la propiedad social como fundamento de las reivindicaciones campesinas y laborales, y una propiedad empresarial comprometida con la no infracción de los intereses generales, asentado todo esto en el derecho eminente del pueblo sobre su territorio y de la facultad de modificar la propiedad en función del beneficio común. Tal visión del Constituyente incubó una política de fomento de la producción en todas sus ramas sobre la base de organizar las energías de la población paralelamente con un reparto equitativo de riqueza y cultura, sin descuidarse la educación en todos sus niveles: el universitario para cultivar y perfeccionar los valores mexicanos y universales, aspecto que muestra a la ideología revolucionaria ajena a la edificación de un país cerrado al resto del mundo; por el contrario, las relaciones con éste serían abiertas, mutuamente convenientes y acordadas inter pares y no por imposición del poderoso sobre el débil. En resumen, la Revolución buscó ser una teoría y una práctica de la liberación de un México encadenado por élites internas y por el capitalismo industrial comandado por Washington.

De los 17 gobiernos que hemos tenido entre 1917 y 1999, sólo uno, el de Lázaro Cárdenas, puso el poder público al servicio de la población al intentar cumplir los mandamientos constitucionales. Los otros trece que van de Venustiano Carranza a López Portillo, evadieron de una u otra forma la puesta en marcha de la ley suprema, aunque hicieron gala de una fe revolucionaria no reflejada en los hechos concretos. Pero lo importante es acentuar que en esta larga etapa de 65 años hubo una idea revolucionaria liberadora, la Constitución, y una acción también liberadora, el gobierno de Lázaro Cárdenas.

En los 17 años maduró la otra manera de usar el poder político. Con la tesis de un México que no podía marginarse a la globalización y sí incluirse en ella, se remodeló su estructura económica nacional al subordinarla a la transnacional; al efecto, con la nueva ideología neoliberal del capitalismo metropolitano, nos vimos comprendidos en el libre mercado estadunidense que la Casa Blanca opera en el Nuevo Continente, violando la Carta Magna e ingresando lentamente en la contabilidad internacional como un insumo manipulado; al efecto, se han rematado recursos nacionales vía privatización para concentrarlos en manos acaudaladas nacionales dependientes de acaudalados no nacionales, o bien sencillamente entrando en los bolsillos de estos últimos. En buena parte, hoy México es una gran maquiladora de empresas transnacionales, a las que no importa la suerte de los mexicanos. En reciente artículo René Drucker Colín (La Jornada, núm. 5296) muestra cómo este segundo proceso político propicia igualmente la maquilación de la inteligencia universitaria.

Dos políticas: dos futuros; la constitucional y cardenista contempla un México próspero, virtuoso y sabio. La política globalizadora exhibe un México maquilado, sin destino propio y culturalmente perdido entre las atlántidas de la historia olvidada.