L a propuesta del PRD para construir una alianza opositora ha sido tratada con frivolidad, suspicacia o incredulidad por algunos medios informativos y de opinión. El PRI, con evidente miedo, considera que no es viable y recurre a una frase sin sentido: ``no es posible juntar el agua y el aceite''.
El objeto de la alianza tendría que ser, principalmente, la abolición del régimen político priísta y la creación de las bases de uno nuevo, de carácter democrático.
No se trata, entonces, de un asunto menor y, ni siquiera, de algo tan importante como la disputa por el poder, solamente. La abolición de un régimen político es un acontecimiento de carácter histórico; es el inicio de una nueva época republicana.
En los últimos 30 años del siglo XX, numerosos países occidentales cambiaron de régimen político. Algunos de ellos lo hicieron con una fuerte presencia de las armas, mientras otros lograron evitar las acciones bélicas mediante acuerdos entre las fuerzas políticas.
México se ha rezagado en la gran tarea de superar el autoritarismo que dominó a casi toda Amércia Latina, bajo diversas formas, durante muchas décadas. El régimen político priísta incluyó siempre una articulación con sectores populares, al grado que la corrupción se hizo forma de ser de casi todo el Estado y de parte de la ciudadanía, desde la época de Miguel Alemán.
A juzgar por los resultados electorales de los últimos años, la mayoría de los votantes quiere un cambio de régimen político, busca la construcción de nuevas bases democráticas. Pero si la oposición es mayoritaria entre el pueblo, los políticos de este amplio y diversificado campo casi nunca emprenden acciones convergentes. Es evidente que el PAN ha realizado acuerdos con el gobierno en la medida en que coincide con éste, especialmente en política económica, pero no existe la suficiente explicación del porqué se rehusa a emprender acciones de gran trascendencia en contra del régimen político priísta.
El estrechamiento del campo de la oposición o su desarticulación es una ventaja real de los defensores del viejo régimen. Por ello, la propuesta de la alianza opositora busca, ante todo, ampliar ese campo, incorporar a las fuerzas capaces de sentar las bases de un nuevo régimen político democrático y, en tal dirección, convertir la elección presidencial del año 2000 en el momento de resolver este problema.
La forma en que gobernaría la alianza es un asunto importante, pero no de tal tamaño que pudiera convertirse en un obstáculo insalvable para la acción unida de toda la oposición. Es evidente que un presidente surgido de la alianza no ejercería el poder de la misma manera en como se ha hecho hasta hoy, y que el Congreso asumiría una función central en la definición de la política económica y social, así como en la creación de las nuevas instituciones democráticas.
Sin la Presidencia de la República, el PRI no sería lo que es ahora. Sin un jefe ubicado en la cúspide del poder, el partido oficial se desdoblaría en muchos grupos políticos, algunos de ellos solamente de carácter regional.
Las oposiciones no sólo se encuentran ante la oportunidad de lograr la abolición del viejo régimen, sino también en traducir su acción en la construción de uno nuevo en el marco de una concurrencia política muy diversificada, no únicamente con los grupos hoy opositores, sino también de aquellos que surgirían de la ruina del PRI.
No podría, ahora, afirmarse con total certeza lo que ocurriría a partir de la caída del PRI, pero se puede decir sin dudas que ésta es indispensable para construir un Estado democrático de derecho. Más aún, la superación del viejo régimen político no entraña el riesgo de una dictadura y ni siquiera de una desorganización del Estado o de la llamada ingobernabilidad. Es inadmisible la tesis de que ``después del PRI, el diluvio''.
En cambio, si el PRI se mantuviera en el poder, sería un peligro real la restauración de todo lo que ha perdido lentamente, aunque no ha sido tanto. En México no se ha demostrado que el poder vaya por convicción a un proceso de cambios democráticos. Todo lo que el PRI ha cedido carece de continuidad. Además, la transición iniciada en el 97, cuando el Presidente perdió por vez primera en la historia la mayoría de la Cámara de Diputados, está estancada y el riesgo consiste en que todo empiece a revertirse, aunque también tuviera que ser lentamente.
Quienes se nieguen a la alianza opositora lo harán con pretextos, tratando de levantar obstáculos menores, pero magnificados en el discurso. No hay en México contiendas electorales limpias, por más IFE que se haya logrado. Si las oposiciones actuaran como si la lucha por el poder fuera democrática, caerían en el autoengaño o en la complicidad con el PRI. Ninguna de estas dos conductas es admisible en el momento actual.