La Jornada lunes 31 de mayo de 1999

Eulalio Ferrer Rodríguez
El exilio español en México

Ante el 60 aniversario del exilio español, cabría preguntarse: ¿éste ha dejado de existir, sea como cronología temporal, sea por desaparición física, sea por arraigo en el transtierro o por la sucesión democrática operada en España tras el agotamiento del régimen franquista? Al margen de la respuesta, en sus matices y opciones, en lo que no cabría duda alguna es en que el exilio español es historia de México y de España. Una historia singular, pródiga en júbilos de gratitud, en esperanzas de vida, en cantos de libertad. Historia de nostalgias, de fidelidades, de aportaciones y ausencias.

¿Dónde comienza esta historia insólita? En lo que pudiera ser anticipo o testimonio augural: en la llegada a México, el 7 de junio de 1937, de los llamados Niños españoles de Morelia. Su número, 442; de ellos, 157 niñas y 285 niños, entre los 14 y los 15 años, acompañados por una docena de profesoras y profesores, procedentes todos de diversas provincias españolas, algunos de Madrid, muchos de Cataluña y Valencia. Los niños españoles quedaron instalados en Morelia, en la escuela que llevaría su nombre, bajo la tutela fraterna de doña Amalia Solórzano, esposa del presidente Cárdenas. Valgan dos referencias mínimas: una, la fecha de arribo a México, cuando en aquel junio de 1937 todavía no era segura la pérdida republicana de la guerra, y otra, el decreto firmado por el general Lázaro Cárdenas, disponiendo que los gastos de estancia, incluida la franquicia postal, correrían por cuenta del gobierno mexicano. Añadido, un registro de la hidalguía mexicana: el presidente Cárdenas escribió al presidente Azaña para agradecerle que le hubiera confiado el cuidado de estos niños para que algún día puedan defender el ideal de su patria.

La historia alcanza inusitado esplendor, unida la gratitud a la visión de un hombre de Estado, cuando por acuerdo presidencial se creó la Casa de España en México, el primero de junio de 1938, conforme a una idea originada por el historiador Daniel Cosío Villegas y con el consentimiento del gobierno republicano español. Se trataba de brindar un centro de estudios e investigación a un grupo de grandes intelectuales y científicos españoles, que ya estaban en el punto de mira de algunas universidades extranjeras, especialmente las estadunidenses. Por hallarse en México, los primeros en ingresar a la Casa de España serían Luis Recaséns Siches, José Moreno Villa y León Felipe. Según la valiosa historia de Clara E. Lida, el filósofo José Gaos sería el primer miembro de la Casa de España, procedente del extranjero (París). A partir de agosto de 1938, llegarían otras relevantes figuras, como Enrique Díez-Canedo, Agustín Millares Carlo, Isaac Costero, Juan de la Encina, Gonzalo R. Lafora, Adolfo Salazar, Jesús Bal y Gay, hasta completar medio centenar. A nombre de los intelectuales mexicanos, el insigne poeta Enrique González Martínez les dijo, en su discurso de bienvenida: Volver los ojos a España es encontrar tristezas y destrozos sangrientos, mas quienes están entre nosotros no pueden ni deben sentirse desterrados, pues en cada jirón de América encontrarán una evocación de la buena tierra que creó el Nuevo Mundo. Bienvenidos, amigos, a ésta, nuestra casa, que es la vuestra. Presidida por Alfonso Reyes, la Casa de España, pasaría a ser El Colegio de México el 16 de octubre de 1940, abierto a los nuevos catedráticos y maestros del exilio español, llegados a México desde junio de 1939, meses después del término de la guerra civil.

Desde el primer momento, el presidente Lázaro Cárdenas dispuso que México recibiera fraternalmente a los exiliados españoles. Y cuando el ejército alemán se lanzó contra Francia, instruyó al embajador Luis I. Rodríguez para que, con carácter de urgencia, informara al gobierno francés que: México está dispuesto a acoger a todos los refugiados españoles de ambos sexos residentes en Francia... Si el gobierno francés acepta en principio nuestra idea, expresará usted que, desde el momento de su aceptación, todos los refugiados españoles quedarán bajo la protección de la bandera de México. Esta angustiada y humanitaria gestión daría origen al tratado franco-mexicano del 23 de agosto de 1940. Muchas veces nos hemos preguntado: ¿hay, en la historia de la solidaridad humana, un ejemplo similar de tanta grandeza generosa?

Un 13 de junio de 1939, hace 60 años, a bordo del Sinaia, nombre que se ha hecho histórico, arribaría a Veracruz, procedente de Francia, la primera expedición de mil 600 refugiados españoles. La recibió, a nombre del presidente Cárdenas, su secretario de Gobernación, licenciado Ignacio García Téllez. Suyas fueron estas palabras: El gobierno y pueblo de México os reciben como a exponentes de la causa imperecedera de las libertades del hombre. Vuestras madres, esposas e hijos encontrarán en nuestro suelo un regazo cariñoso y hospitalario. Al Sinaia seguirían otros barcos, en el mismo año de 1939 y en 1940-1941, incluyendo a refugiados que se encontraban en el norte de Africa, hasta completar una cifra aproximada de 30 mil. Si no llegaron más expediciones fue porque el SERE y la JARE, los organismos del exilio que disponían de fondos económicos para sufragarlas, no supieron o no pudieron hacerlo, acaso por negligencia. Las puertas de México, como consta, estaban bien abiertas.

Aunque falta una estadística fiel, se ha estimado que entre los exiliados que llegaron a México figuraban unos 5 mil profesionistas calificados, incluidos actores y diversos géneros de artistas; 2 mil 700 catedráticos y profesores de varias categorías; unos 500 magistrados, abogados y estudiantes de derecho; unos 500 escritores, poetas, pintores y periodistas; unos 250 ingenieros y arquitectos. También, unos 250 militares de distintas armas, predominantemente de la de aviación. En el caso de los médicos -500 aproximadamente-, se constituyó en 1939 un Ateneo Ramón y Cajal, presidido por el doctor Manuel Márquez, quien fuera uno de los discípulos del gran sabio español. Tuvo por objeto principal el de certificar los títulos de los médicos recién llegados para que éstos pudieran ejercer legalmente, y de inmediato, su actividad profesional. A la vez, con un carácter sucesorio, funcionó en México, presidida originalmente por el inminente científico Ignacio Bolívar, la Unión de Profesores Universitarios Españoles en el Extranjero, creada en Francia, en 1939.

En este clima de libertad, el exilio español fue construyendo su historia. Testimonios de ella serían revistas memorables como España peregrina, Las Españas, Romance, Litoral, Diálogo de las Españas, La nostra revista, Ultramar, Ciencia, Los sesenta, Pont Blau, Quaderns de l'exili, Mundo, Los cuatro gatos. Hazaña personal de Max Aub fue la edición de El correo de Euclides, revista de contenido irónico y fabuloso, que obsequiaba a sus amigos a fin de año. Hubo publicaciones esporádicas, intentos malogrados y numerosos boletines. De manera colateral, los escritores del exilio animaron, con sus colaboraciones, revistas nacionales como Letras de México, Taller, El hijo pródigo y Cuadernos americanos, así como los suplementos culturales de El Nacional y México en la cultura. Toda una larga contribución al esplendor de la letra impresa, a la cual pertenece la creación e impulso de editoriales, asociadas a nombres como José Bergamin, Juan Larrea, Eugenio Imaz, Juan Grijalbo, Joaquín Díez-Canedo, etcétera. Y una impresionante suma bibliográfica que puede haber rebasado ya los 6 mil títulos.

México, en definitiva, nos enseñaría que no habíamos perdido una patria, sino recuperado otra, la de la hermandad histórica. Desde el cruce simbólico de la X mexicana, aprenderíamos su hermosa lección de paciencia y convivencia. La nostalgia convertida en un vuelo de ida y vuelta. Así hemos caminado a lo largo de estos 60 años de exilio. Cicatrizadas las heridas, acrecentadas las esperanzas; la paz como signo, la gratitud como compromiso. Todos, cada uno en su circunstancia y con su talante, hemos procurado honrar la deuda contraída con México, deuda también de la España recuperada.