n Además de Lolita, existen otros libros de él igual de sublimes


Nabokov, el seductor, el prohibido, aún vigente

César Güemes n Insomne, viajero, especialista en lepidópteros, traductor, sanpetesburgués, Vladimir Nabokov, a cien años de su nacimiento y trece de que muriera, sigue tan campante. Esto es, con libros frescos en la mesa de novedades.

Escribió lo suficiente y tuvo la fortuna de ser vetado, al menos durante un tiempo, luego de que hiciera su legendaria Lolita. Otras obras suyas han merecido menos atención quizá, pero las hay igualmente sublimes como Ada o el ardor, Pnin, Una belleza rusa o Pálido fuego. Eficaces, como La defensa. Agudas como Valet o Dama o Rey. Explicativas con amplio sentido del humor propio, para muestra su Habla memoria. Y delicadas, como La dádiva.

Tres son las que por ahora nos ocupan. Se trata de las versiones de bolsillo publicadas por Anagrama de El ojo, La verdadera vida de Sebastián Knight y Desesperación.

Vale recuperar algunas de las imágenes de Nabokov, siempre muy suyo, incluso cuando infante.

Por ejemplo, de El ojo: "Es tonto buscar una ley básica; todavía más tonto encontrarla. Un hombrecillo mezquino decide que todo el curso de la humanidad puede explicarse en términos de los signos del zodiaco, que giran insidiosamente, o como una lucha entre una barriga vacía y otra llena; contrata a un filisteo puntilloso para que actúe como secretario de Clío, e inicia un comercio al por mayor de épocas y masas; y, entonces, ay del individum particular, con dos pobres 'ues', que grita desesperadamente en medio de la vegetación de causas económicas. Por suerte tales leyes no existen: un dolor de muelas puede costar una batalla, una llovizna cancelar una insurrección".

O esto, de La verdadera vida...: "El instrumento estaba allí: había que usarlo. Mi primer deber después de la muerte de Sebastián era investigar entre sus objetos personales. Me lo había dejado todo y poseía una carta suya donde me indicaba que quemara algunos papeles. Estaba escrita tan oscuramente que al principio pensé que se refería a borradores o manuscritos descartados, pero no tardé en descubrir que, salvo unas cuantas páginas inconexas dispersas entre otros papeles, él mismo los había destruido mucho antes, pues pertenecía a ese curioso tipo de escritor que sólo concede validez a la realización perfecta, el libro impreso, y para quien la existencia real de éste nada tiene que ver con la de su espectro, el intrincado manuscrito que revela sus imperfecciones como un fantasma vindicador que lleva bajo el brazo su propia cabeza. Por tal motivo el desorden de su taller nunca debe exhibirse, sea cual fuere su valor comercial o sentimental".

Y este resquicio de nostalgia en Desesperación: "Por lo demás, mi felicidad conyugal era completa. Ella me amaba sin reservas, sin volver la vista atrás; su devoción parecía formar parte de su naturaleza misma. No tengo ni idea del motivo por el cual he vuelto a recaer en el tiempo pasado; pero, sea como fuere, mi pluma se siente más cómoda de ese modo. Sí, ella me amaba, me amaba fielmente. Le gustaba examinar mi rostro desde aquí y desde allí; con el índice y el pulgar formando una especie de compás, medía mis rasgos: la zona más bien espinosa que se extendía entre la base de la nariz y el labio superior, con su alargado surco central; la espaciosa frente, con sus relieves gemelos en las cejas; y la uña de su meñique seguía los pliegues que se formaban a ambos lados de mi boca, siempre cerrada e insensible a sus cosquilleos".

Nabokov, el viejo, el seductor, el prohibido.