Hay que tomarle la palabra a Carlos Salinas quien en reciente debate que ha entablado públicamente sobre su gestión presidencial, pide discutir los temas esenciales para el país. Uno de ellos es, sin duda, el funcionamiento de la economía. Desde hace 18 años, cuando el actual equipo se hizo cargo de la administración, ha habido, sin duda, cambios significativos en el modo en que operan los mercados y que se aprecian, por ejemplo, en la gestión del déficit fiscal, la liberalización comercial y financiera, y en los derechos de propiedad.
Pero en ese mismo periodo, y conviene no olvidarlo si se quiere rebasar la mera atención en las condiciones más inmediatas y tener una visión de largo del desenvolvimiento de esta sociedad, la producción ha crecido en promedio anual a una tasa de apenas 2 por ciento y en un marco de grandes fluctuaciones y de inflación recurrente. En ese mismo lapso, también, han nacido 40 millones de personas, con lo que el aumento de la población es igual o incluso mayor que el del producto. En ese periodo no se ha podido incrementar sostenidamente el empleo ni el ingreso real y, en cambio, se ha concentrado más el ingreso y la riqueza y sigue creciendo el número de pobres. Todo ello se sabe, aunque parece relegarse a un segundo plano, o incluso olvidarse en los pronunciamientos oficiales y en buena parte de los análisis más convencionales de lo que ocurre y que constituye ya un fenómeno de índole intergeneracional y es, además, una condición que, como gusta decirse a veces, es transexenal.
La inestabilidad monetaria y financiera es la característica más sobresaliente del funcionamiento de la economía mexicana desde la crisis de 1976, cuando el peso se devaluó por primera vez después de 22 años (de 12.50 pesos por dólar en ese momento, se ha llegado ya a 9700 actualmente). Esa inestabilidad no ha logrado abatirse y, en cambio, sus efectos son cada vez más costosos y desquiciantes para el crecimiento y la equidad. Esto se pone de manifiesto con la crisis de 1995, la abrupta caída del PIB, la nueva fase inflacionaria y de altas tasas de interés y, especialmente, la quiebra efectiva del sistema bancario.
La economía mexicana ha estado en un constante proceso de ajuste, especialmente desde 1982, y no se han creado las bases para superarlo. Sólo la consecuencia de un perverso achatamiento del horizonte del comportamiento de los agentes económicos, provocada por la misma crisis y por el contenido de las políticas económicas que se han instrumentado, puede argüir que se ha avanzado realmente en el camino de la estabilización. Pero en lugar de buscar las bases de esta falla en el modo mismo en que opera la economía y, por ello, en su estructura, se recurre cada vez más a fórmulas que parecen mágicas, como son las de crear un consejo monetario o hasta de dolarizar la economía.
Durante la administración salinista la estabilidad se buscó en la paridad cuasi fija del peso frente al dólar. Durante un periodo la producción tuvo una modesta recuperación y la inflación se redujo, pero el esfuerzo terminó en la crisis de 1995. Y si la legitimidad de la elección de Salinas es, como se ha dicho, su pecado original, aquella crisis lo es para el gobierno de Zedillo. Es casi ofensivo seguir el juego de una discusión entre facciones del poder sobre la responsabilidad de la crisis de 1995. Ahora la paridad es flexible y con ella se ha intentado promover un nuevo escenario de estabilidad, pero que sigue siendo sumamente resistente. Esta economía depende para su financiamiento de las corrientes de capitales, y su efecto sobre una base productiva débil y desarticulada son constantemente fuente de inestabilidad. No sólo los sectores productivos padecen de una fuerte debilidad sino que el sistema bancario y de crédito, más allá de los tratamientos cosméticos, sigue sin ser funcional. El manejo de la crisis bancaria no sólo fue laxo, sino muy cuestionable técnica y políticamente, primero al transferir a la sociedad el enorme costo que representa y luego por la displicencia con la que el gobierno y el Congreso actuaron para enfrentarla. A mediados de 1999 aún no se inicia la administración efectiva de los recursos en manos del Fobaproa, primero, y ahora del IPAB.
En las últimas semanas los mercados financieros tuvieron un periodo de calma relativa y se creó una nueva ronda de discursos sobre las virtudes de la estabilización. El tipo de cambio se apreció, las tasas de interés se redujeron, aunque no rebasaron el piso de 19 por ciento, y la inflación ha venido a la baja. Pero la política económica no puede ofrecer y mucho menos asegurar la estabilidad. Esta depende de factores ajenos por completo al control de Hacienda y del Banco de México y apenas se empezó a mover de nuevo el real en Brasil y el peso en Argentina rebotó el tipo de cambio.
No hay bases para la estabilidad duradera en la economía mexicana y ella no se puede imponer con fórmulas eminentemente monetarias, pregunten si no es así al presidente Menem. Esas bases sólo se crean con posibilidades efectivas de producción, con un aumento real de la capacidad de consumo de la población, con exportaciones con mayores insumos locales y con corrientes de crédito que permitan invertir más. Con ello se puede preparar efectivamente el terreno para crecer de modo estable y si se quiere hasta para buscar acuerdos de integración monetaria, que no sirva sólo para demostrar que se ha perdido la confianza en el banco central, como insiste el señor Hanke, sino para elevar el nivel de bienestar general.