La Jornada Semanal, 30 de mayo de 1999



Ana García Bergua

novela (fragmento)

Púrpura

Ana García es autora de El umbral (novela) y de El fabulador (cuentos). En Púrpura, de inminente aparición en Era, la fina ironía y el absurdo que caracterizan su narrativa se conjugan para hacer la crítica de la exquisitez fallida y del deleite aprendido en los manuales de buenas costumbres. A través de sus guiños chestertonianos socava los usos y amaneramientos del mexicano cosmopolita, ése que confunde la tauromaquia con la elegancia, la salud con el Sidral Mundet y va por la colonia Narvarte sintiéndose ciudadano del mundo.

El domingo me levanté a las seis de la mañana, lleno de ilusiones. En la penumbra pedí que me trajeran el desayuno al cuarto, para tomarlo ahí en pijama y no manchar así de huevo o de café mi nuevo traje claro. Quería estar impecable a las diez, cuando pasara a recogerme el chofer de Alejandra, y sobre todo después, al irla yo a buscar. No me terminaba de gustar que mandara por mí; pensé que lo más caballeroso era que la llevara yo en un auto de mi propiedad, pero para hacer un gasto así necesitaría el permiso de Mauro. Quizá después tendría que consultarlo sobre la conveniencia de tener un medio de transporte, omitiendo, claro, la verdadera causa de esta necesidad.

Dieron las nueve y ya me había yo desayunado, bañado, lavado los dientes y perfumado el cabello con la brillantina Clavel de Holanda que compré en la perfumería Isis, propiedad del primo de mi sastre. Lo había hecho todo con mucha dedicación, aunque hubiera agradecido el sabio consejo de Willie que el día del concierto en el Palacio de las Bellas Artes me había dejado realmente impecable. No me animaba a vestirme, pues quería hacerlo hasta el último minuto y evitar cualquier mancha o arruga accidental. Mientras tanto, me desesperaba en calzones, leía el periódico, miraba el reloj o seguía por la ventana el paso lento de un trabajador que jalaba una carretilla llena de telas hacia Correo Mayor, como una hormiga en el Zócalo soleado. Estaba cansado de tanta espera, y después de todos esos días de pensar en Alejandra, de escuchar adentro de mí su voz emplumada, de estar invadido por una excitación perpetua, ahora que por fin iba a verla, a hablar con ella, me agotaba el miedo. No sabía ya qué desear: ¿quería tener ese mismo día, esa misma noche en mis brazos a Alejandra Ledesma y besar su boca de corazón?

Cuando por fin me calcé el traje y el sombrero claro maniáticamente al cuarto para las diez, sentía los miembros desguanzados y la frente oscurecida de desánimo. Me vi inclusive feo en el espejo. Sonó entonces el teléfono; de la recepción me avisaron que un carro me esperaba afuera. Saliendo del elevador, me golpeó la visión de un Packard café con leche, con una elegante franja de color vino, estacionado a la puerta del hotel: Mauro no me iba a pagar un auto así para que me encontrara en condiciones de invitar a Alejandra; quizá lo haría, en todo caso, para que yo lo llevara a él de manera anónima y servil como Tilo, su chofer de Tonalato. Respiré, sin embargo, al darme cuenta de que aquel automóvil no venía a buscarme a mí sino a unos turistas que salieron muy rubios por el portal. En realidad, lo que me esperaba para ir por mi pianista era un taxi. Entonces hasta risa me dio. Qué bohemia era esta mujer, y a la vez qué encantadora. ¿Por qué no me había dicho que tomara un taxi y llegara a su casa? Quizá Willie me lo podría explicar después.

Llegamos al edificio de Sonora 6 y me bajé a tocar el timbre. La criada me gritó desde el balcón que esperara un momentito. Yo tenía ganas de orinar, una ansiedad espantosa y otra vez llegaba a casa de la diva sin flores, ni siquiera una en el ojal: ¿descuido?, ¿falta de mundo? No. Distracción y atolondramiento. ¿Cómo quería prosperar si olvidaba que el mundo de los elegantes está hecho de detalles? Se mandan cartas, se envían gardenias y bombones; así, cuando recuerdan a alguien tienen a mano un mechón de cabello, una flor prensada en un libro, un papel garabateado con lágrimas y tinta violeta o azul... Nunca había leído que un rico, alguien de la sociedad, no se ayudara de algún objeto para recordar al ser amado; y eso era porque antes, al encontrarse con éste, habían intercambiado aunque fuera un lazo de seda los lujuriosos, un misal bendito los más católicos, o una mísera rama fragante los románticos, por no contar los coches, las casas o las tiaras de diamantes que entre ellos serían moneda de lo más corriente. Si yo perdiera a Alejandra ese mismo día, ¿con qué me convencería a mí mismo de que una mujer de su estatura se había interesado en mí? Era absolutamente necesario darle un testimonio de mi rendición y obtener a mi vez un trofeo de amor: ese pensamiento me encendió el deseo tan adormecido por el cansancio.

Cuando Alejandra salió del portal, ataviada con un vestido de lunares rojos, muy a la española, y la boca pintada, me dije que sí, que sí quería poseerla esta misma tarde, si era posible, y obtener la prenda definitiva de su entrega. Era toda ella un cuadro alegre. Me extendió la mano para que se la besara y sentí de su parte una especie de displicencia, de lejanía, cuando ni siquiera me dijo buenos días y subió al taxi.

-Es usted un malvado, Arte, ni siquiera un mensaje, ni una tarjeta en toda la semana.

-Alejandra -le contesté-, no tengo excusa más que mi falta de mundo, e inclusive de costumbre.

Y añadí, viendo que el tono suplicante de mi voz la ablandaba:

-Quizá prefiera deshacerse de mí y echarme a un lado como a una hoja seca.

Noté lo bien que me empezaba a salir una lágrima. Ella pareció conmoverse, pensé incluso que iba a sucumbir y a besarme ahí mismo, pues su pecho palpitó. Pero rápidamente se recompuso.

-Nada, nada; yo lo voy a educar, Arte. Vamos a hacer que surja con toda luminosidad su verdadero ser; tengo mucha confianza en su futuro.

Me dio unas cuantas palmaditas en la mano con una sonrisa y se puso a darle indicaciones al chofer. Me quedé un poco desconcertado conforme el taxi avanzaba de nuevo hacia el centro de la ciudad y después al norte por unos llanos de pasto amarillento.

Ya en el coso, como le llamó la señorita Ledesma a aquel coliseo monumental con sus estatuas de toros y toreros circundándolo, no pude evitar que viniera San Gil McEnroy a mi recuerdo: no teníamos, como era obvio, una plaza de toros, pero en el mes de julio se soltaban en las afueras, en unos terrenos aledaños a la fábrica, donde por lo común se jugaba futbol, algunas vaquillas para que los valientes las torearan. Los niños se entretenían tirándoles latas desde un entarimado. Así, en mi infancia campeaban las vaquillas atacando a los hombres inexpertos, las ambulancias y el inevitable traslado de los heridos al hospital de Tonalato, porque en el pueblo sólo había una pequeña clínica. La idea del toro, sin embargo, atrajo a mí el olor de aquellos campos y el de los antojitos que en esas fechas preparaba mi madre. Todo ello me puso triste, distraído; casi olvido comprar los cojines para que nos sentáramos y un refresco para Alejandra, en atención a su paciencia.

Cuando por fin tomamos nuestros lugares entre la multitud, quedé atolondrado: qué plaza tan enorme, cuántos anuncios de Mundet, cuánta gente. Nos encontrábamos muy cerca de la arena, al parecer entre celebridades que Alejandra saludaba discretamente agitando los dedos. Pude distinguir, unas filas adelante de nosotros -la mantilla blanca extendida en el balcón-, a Blanca y su familia. Su peinado me dejaba verle la nuca y el nacimiento del cabello: tenía el cuello largo, largo, blanco como el de una estatua. Era ésta una visión de lo más perturbadora, perfumada por la cercanía de Alejandra, y el paseíllo de los toreros al dar la vuelta al ruedo terminó por sumergirme en una muda voluptuosidad. Sabía cómo eran los toreros porque había visto en el orfeón de San Gil unos grabados de la ópera de Bizet, pero nunca había imaginado ni remotamente las sedas, los brocados, el encaje, su pierna torneada y musculosa contenida por la media blanca o rosada, el vientre liso y la cadera firme.

A la mitad de la vuelta se hizo el silencio que siempre precedía la entrada del general Caso a los actos de sociedad, y los pasodobles de la orquesta se convirtieron en aires marciales. En esta ocasión iba acompañado de su señora esposa. La pareja presidencial ocupó el palco de honor; la señora Caso extendió su mantón negro y florido frente a sí, y la estrella de la temporada, el torero andaluz Silvino, avanzó solo arrastrando con garbo el capote. Después, tras quitarse el bonete, se arrodilló a sus pies. Todos aplaudimos. La señorita Ledesma me apretó el brazo y me dijo:

-No crea que lo invité a cualquier corrida, Arte, ya verá usted qué artista es este hombre.

Entonces salió al ruedo el primer torero, Valerio -Silvino era la estrella principal-, y un toro pardo medio menso que tardaba eternidades en tirarse al capote. Yo me empecé a aburrir y a mirar hacia todos lados. Entonces vi cómo la señora Caso lanzaba a Blanca una mirada furiosa, y cómo ésta y un joven sentado al lado de ella se levantaban abruptamente para salir. El general Caso no movió una sola pestaña mientras su amada desertó del ruedo, y siguió viendo con indiferencia cómo Valerio lanzaba al toro una estocada torpe que hizo sufrir al animal antes de derrumbarse. De salida, Blanca pasó muy cerca de nosotros y su vestido de tafetán amarillo casi rozó mi butaca. Así de cerca era como una muñeca inmaculada, casi tuberculosa de tan delgada, a la que uno no sabía si proteger o venerar, tan profunda era la impresión que causaba. Miraba hacia arriba con indiferencia divina, imagino que para evitar el morbo que corroía las entrañas de toda la concurrencia. Alejandra, sin embargo, no parecía enterada de estos chismes, emocionada como estaba arrojando claveles. Yo pensé en el papá de Blanca, el industrial panadero: mientras el general siguiera encandilado con su hija, el negocio prosperaría; pero en el momento en que aquello terminara, el destino de Blanca y de la panadería iban a quedar en manos de la señora Caso y de su sed de venganza. Ahí estaba el pobre señor sentado, haciendo como que no se daba cuenta de lo que había motivado la salida de la muchacha. Aunque, evidentemente, la señora Caso iba a pagar por el desplante que había tenido junto a su esposo; a saber qué escenas escabrosas se ocultaban tras la fachada adusta del matrimonio presidencial.

Yo cavilaba sobre estas cosas, que me parecían interesantísimas en todas sus posibilidades y a la vez me conmovían profundamente, equiparándolas con la triste historia de Napoleón y la duquesa de Padua -publicada recientemente en El Clarinete Dominical-, cuando Alejandra me reprendió sacudiéndome el brazo:

-¿En qué piensas, Arte, no te interesa la corrida?

Le pedí perdón. Reparé entonces en que se retiraba por fin Valerio, que no había despertado ningún entusiasmo en el público: Miguelito, el toro pardo, ya muerto, suplicaba clemencia al cielo con los ojos fijos mientras lo arrastraban afuera de la arena. Después, por fin salió Silvino, el guapo, como le llamaban, de porte esbelto y a la vez recio, el traje azul y dorado. Era impresionante verlo arquearse, izar el cuerpo y levantar el capote al paso de una enorme bestia negra bien contraria a la anterior. Silvino resistía a sus embates de fuego con una serenidad y una elegancia que, de haber sido aquella una historia de amor, sería el toro el ser más desgraciado del universo. Tanta voluptuosidad y la historia oculta tras la salida de Blanca, habían despertado en mí una especie de exaltación que se encendía al ver enroscarse a aquel hombre lleno de galones con una bestia tan primitiva. Aquel toro se llamaba el Esforzado, me confió Alejandra sonriendo, y empezó a explicarme el nombre de algunos pases: lo que eran las famosas verónicas, las tapatías, las chicuelinas y los molinetes, y ella misma empezó a perder el aliento y quedar muda, porque el toro se puso muy bravo. Silvino se arriesgaba, se acercaba demasiado para clavarle las banderillas. A mí me preocupaba el torero, pero también el hecho de que Alejandra respiraba tan fuerte que parecía que el vestido le iba ma estallar, y no podía evitar ponerme del lado del toro: también al animal lo llenaban de adornos de colores, parecidos a la educación de mis sentimientos que yo venía recibiendo desde que partí a Tonalato, y que se acompañaba de una tremenda ansiedad y un gran dolor, como el que sentiría la bestia con los pinchazos que le infligían. Pero el toro fue lidiado con mano magistral, y se portó tan bien que al final le perdonaron la vida. Alejandra me apretó las manos.

-¿No es maravilloso?, ¡Qué corrida!, ¡Sólo por esto valió la pena venir!, ¡No se esperaba ver algo así, Arte!, ¿verdad? Dígame la verdad.

No me dejaba hablar de lo excitada que estaba, y a mí me empezó a dar risa verla así; me contagió de su entusiasmo, y yo creo que por primera vez en mi vida sonreí de verdad, es decir que le sonreí a una mujer mirándola a los ojos, y hasta soltamos juntos un par de carcajadas. Y Alejandra hasta me dijo:

-Qué bonita sonrisa tiene usted, Arte.

Casi estaba yo por besar sus manos, o por cubrir con ellas mis ojos, cuando unos reporteros llegaron a pedirle una entrevista. Los monosabios barrían la sangre del ruedo, la gente bebía cerveza y vino en botas, comía toda clase de bocadillos, sonaban animosos los pasodobles otra vez: la exaltación reinaba en la plaza bajo el sol. Mientras la entrevistaban, ofrecí a Alejandra traerle un Orange Crush.

Aproveché para caminar y tranquilizarme, ver a la gente vestida de domingo. Tenía tentación de comer un sope, pero pensé en mi traje que nada pedía a los caballeros más elegantes, y por lo mismo me contuve. Por desgracia la multitud me empujó cuando llevaba el vaso con refresco, y me salpiqué la solapa. No sé por qué sentí que esa mancha me acarrearía mala suerte. Me limpié en los baños lo mejor que pude y llegué al lado de mi famosa.

-La música es el arte que los dioses nos legaron para cuando lo perdiéramos todo -decía. O bien: -Las sonatas de Prokofiev son uno de los mayores retos del ejecutante actual.

Cuando le extendí su refresco, los periodistas le preguntaron quién era su acompañante, y con un enorme desparpajo dijo que yo era su sobrino, llegado de Tonalato a estudiar a la capital.

-Artemio va a ser un gran escritor -añadió-, tienen que estar pendientes de él.

Los reporters se despidieron muy amables y yo me senté junto a Alejandra como si nada. Después le pregunté por qué había inventado que yo era su sobrino. Se turbó un poco y me dijo que la gente de aquí era muy mal pensada.

-Eres muy inocente, Arte, hay cosas que te costará trabajo entender.