La Jornada jueves 27 de mayo de 1999

Sergio Zermeño
Los radicales

Los veinte años de vida partidista y parlamentaria que arrancaron con la Reforma Política de Jesús Reyes Heroles, en 1977, y con el eurocomunismo en el plano internacional, parecen llegar a su fin, rendidos ante la desigualdad social irrefrenable y el cinismo de los grandes poderes de nuestra época. Increíblemente, las luchas sociales de este fin de siglo comienzan a desarrollarse en un esquema que en mucho recuerda al periodo de confrontación y radicalismo prohijado por la revolución cubana, el antiimperialismo, la amargura de Tlatelolco, y que remató sangrientamente en la guerrilla de los setenta y en el marxismo clasista, sin intermediaciones.

Sería injusto decir que todos los actores del conflicto de la UNAM ejemplifican esto con nitidez, pero no sería impreciso afirmar que entre muchos estudiantes y docentes, y entre algunas autoridades, ha renacido un pensamiento radical, no muy proclive al diálogo y a la negociación. Esas corrientes, que en el conflicto universitario de hace 12 años eran francamente minoritarias, hoy no resultan nada débiles y su argumentación tiene bastante coherencia.

A diferencia de lo que acontecía a mediados de los ochenta (con una vigorosa vida pública producto del terremoto y un neoliberalismo apenas incipiente), el panorama mexicano hoy ha alcanzado una grosera simplificación y sabemos que el radicalismo se abre paso cuando son borradas las intermediaciones y cuando desaparece, en la realidad o en el imaginario, la multidiversidad de posiciones que componen la vida social. En efecto, hoy es de elemental consenso el que un poder exterior (FMI, BM, OCDE, OTAN...) impone las orientaciones de nuestra vida nacional; que un gobierno interior ha acatado esas directrices sumiso y sin rubor; que esos poderes, en perfecto acuerdo con el gobierno interior, han ordenado el desmantelamiento de las instituciones y empresas públicas y el apoyo incondicional a las grandes empresas privadas; que entre las instituciones a desmantelar se encuentran las de educación superior (y para que no quepa duda el FMI ordena, al mismo tiempo, recortes a la educación superior en Argentina, Chile y México logrando imágenes entre policías y estudiantes casi idénticas en la televisión latinoamericana); que las autoridades universitarias, con excepción de algunos rectores argentinos, acatan a su vez y sin chistar las indicaciones de los cónsules del imperio en que parecen haberse convertido nuestros gobernantes; que hay una gran parte del sector académico de nuestras universidades que actúa en las filas del ``colaboracionismo'' con la esperanza de ser recompensada con mejores puestos en el futuro inmediato (tache usted las aseveraciones que le parezcan exageradas, pero recuerde: la ideología está construida con estereotipos).

Ahora bien, las posiciones radicales necesitan, al lado de un objeto negativo, una imagen positiva, una pureza, una utopía por la que valga la pena luchar. Hace doce años no existía este ingrediente: hoy las luchas sociales son inimaginables sin el zapatismo con toda su legitimidad. La verdad es que muchos hábitos de quienes hacen guardia defendiendo el territorio de sus escuelas, así como los discursos más aplaudidos, están asociados al zapatismo. El pasamontañas, la defensa de la educación gratuita, la refundación de la Universidad Nacional, el fin del neoliberalismo.

Pero la ruta radical requiere un tercer elemento: la desaparición de los actores, espacios y organizaciones intermedias. Aquí sobran ejemplos: el sector académico que intenta organizarse como puede para intervenir en el conflicto es ignorado radicalmente por las autoridades, y en su lugar se nombra a burócratas incondicionales o se le pide a los directores escoger académicos de confianza para acompañar al rector cuando aparece frente a los medios. La idea de constituir colegios académicos en cada dependencia para hacer frente a la reforma inminente de universidad es rechazada por grupos académicos de excelencia que la consideran, horrorizados, como un nuevo corporativismo y en su lugar proponen las redes comunicativas de internet, cooperando así a la pulverización del cuerpo académico. El rector dice que sí al diálogo pero refuerza las clases extramuros, realiza gastos millonarios en los medios y en el alquiler de locales, y amenaza con llevarlas al estado de México para protegerlas con la policía. Desde el otro radicalismo, el estudiantil, aparecen listas negras de maestros proscritos de los territorios en huelga por haberse ofrecido como intermediarios en el conflicto; los líderes estudiantiles que destacan, y debieran fortalecer el diálogo, son criticados por protagónicos y devueltos a una reeducación en el seno del Consejo General de Huelga, y los medios de comunicación son repudiados; los partidos políticos y sus miembros destacados son impugnados por oportunistas, por querer establecer alianzas a tontas y a locas con tal de llegar al poder. El año electoral y los medios de comunicación nos saturan con imágenes de la transición pactada, pero en la vida cotidiana y en los conflictos sociales un viejo fantasma, los radicalismos, parece erosionar ese optimismo.