Olga Harmony
Contigo, pan y cebollas

Dentro del ciclo La comedia mexicana. Siglos VII al XX que el ISSSTE produce a iniciativa de Germán Castillo, este mismo director estrena la segunda obra Contigo, pan y cebollas, de Manuel Eduardo de Gorostiza, el singular y versátil hombre ilustrado que resume en su conducta lo mejor del siglo XIX mexicano, cuando el patriotismo y la austeridad, aunque se viviera dentro del presupuesto, eran no sólo posibles, sino timbres de orgullo para quienes los ostentaran. Mexicano criado en España, muy al revés de Juan Ruiz de Alarcón, se decidió por la nacionalidad nuestra tras su destierro en Londres (en donde, por cierto, escribió la comedia que nos ocupa). Diplomático, pedagogo, hombre de armas -que tomó a los 60 años para defender al país en la invasión estadunidense (mal) administrador del Teatro Principal, filántropo, a él se atribuye la introducción en México de la litografía y resulta uno de esos autores cuya vida es más prodigiosa que su obra. No obstante, Contigo, pan y cebolla -mal acogida en su estreno en México, en 1833 tras su estreno madrileño- es una comedia que ha perdurado en muchas escenificaciones.

He de confesar que cuando la leí muy joven me molestó cierta misoginia que se advierte en ella, sobre todo cuando uno de los personajes afirma que las mujeres se han echado a perder desde que leen el periódico y abandonaron los bordados y lo que les es inherente dada su femenina condición. Ya para finalizar este siglo teñido, entre otras cosas, por los movimientos feministas a los que todas las mujeres les debemos tanto, el molieresco ribete misógino sigue molestando un tanto, sobre todo porque se conoce que la propia madre del autor, doña María del Rosario Cepeda, tuvo sus aires de bachillera. A lo mejor, el afán de ilustrar a una de sus hijas, para prevenirla de la ``inconveniencia'' de contraer matrimonio con un hombre pobre pudo más en su ánimo que la herencia materna.

Hay que ubicar la comedia no sólo en su época, sino en lo que fue Gorostiza. A pesar de su austeridad y sus dignas hazañas, en él privaba el buen sentido burgués y el pensamiento racionalista que lo llevó a colaborar en la reforma educativa de Andrés Quintana Roo y que, por supuesto, se oponía a cualquier exceso romántico. Como buen filántropo, que procuró de su peculio hogar e instrucción a lo que hoy llamaríamos niños de la calle, veía en el pobre al otro, al que sin duda se debía ayudar, aunque no se tolerara convivir con él. La escena del horror de doña Matilde, ante la vulgaridad de sus nuevos vecinos y a que la marquesa la tome por una costurera, pueden verse bajo estas luces. Por lo demás, la comedia se sigue sosteniendo y el público ríe con sus gracejadas. Sólo habría que agregar que con ella Gorostiza se sacude la tutela de las tres unidades que los neoclásicos imponían a los autores.

En algunas escenificaciones anteriores de Germán Castillo, con actores poco avezados, se ha podido ver un excelente diseño escénico con actuaciones poco afortunadas. Ahora, Castillo parece darse a la tarea de formar actores y actrices muy jóvenes, cuidándolos en todo sentido. Ya lo hizo con su anterior montaje alarconiano en que actores muy profesionales compartieron escena con otros muy jóvenes y noveles, logrando homogeneidad en su elenco. Ahora casi todo el reparto está constituido por gente muy joven que cumple muy bien su cometido, si bien cierta falta de encanto -en personaje y actor- de Edgar Chías encarnando a don Eduardo de Contreras hace difícil suponer que la romántica Matilde, interpretada por la linda Laura Aréchiga, vea en él al hombre de sus sueños.

En una eficaz escenografía de Arturo Nava y con el muy adecuado vestuario de Cristina Sauza, el director aprovecha las dotes de pianista de Fernando Becerril como el criado Bruno, para dar cabida a los entreactos y a un muy buen gag antes del último acto. Matilde siempre esta en ``pose'' de heroína romántica, mientras que los sólidos burgueses que son su padre -Rafael Pimentel- y su pretendiente transitan de la actitud natural a la heroica cuando se ven impelidos a fingir para preparar su trampa, con muy buen efecto. Porque, cabría puntualizar, por gracioso que sea el texto, si el director no acierta con el humor de la comedia, el público sencillo a que está dedicada la temporada no reacciona. Y aquí ríe con ganas, lo que también hay que abonarle a Castillo y a su elenco.