Pobrecilla del agua, ay, que no tiene nada.
(José Gorostiza, Muerte sin fin, 1938)

Alejandra Moreno Toscano

Algo quiere decir que, en un país ubicado en la latitud de los grandes desiertos del mundo, sean los poetas quienes piensen en el agua, más que los políticos. Esa indiferencia hacia el agua, los ríos y las lagunas y al uso que le damos a ese recurso precioso explica también que hoy carezcamos de una historia del agua en nuestro país.

Podría comenzar esa historia describiendo el notable dominio lacustre que alcanzaron los pueblos del Valle de México. O en los tiempos de Netzahualcoyotl, cuando se construyó el albarradón que separó las aguas dulces de las aguas saladas del lago de Texcoco; o siglos antes, cuando comenzaron a cultivarse las chinampas. Pero darle un comienzo antiguo y prestigioso al manejo del agua, terminaría por encubrir los errores y dispendios de ahora.

La historia del agua que aún no escribimos comenzó cuando la tradición indígena de vivir con el agua se confrontó con la manera española de conducirla por acueductos y canales. Los conocimientos mediterráneos, herencia de Damasco y de los moros constructores de jardines en Andalucía, se mezclaron con los saberes del Altiplano mexicano. Cuando se abrió el Tajo de Nochistongo (siglo XVII) para drenar la laguna de México, la idea de dominar el agua se impuso a la práctica de convivir con ella. La construcción de obras hidráulicas siguió la ruta de las minas hacia el norte, incorporó técnicas de riego del desierto desarrolladas por los indios Pueblo y más allá de las Misiones de California llegó al Lago Salado, donde los mormones desarrollaron técnicas para irrigar grandes extensiones de terreno.

Ahí comienza propiamente la historia del siglo XX: entre el New Deal y los años de la posguerra, cuando la construcción de grandes obras hidráulicas regresa a México, convertida en modelo de política de empleo masivo respaldada con financiamientos del Banco Mundial. No sólo México puso en práctica ese modelo: en 1950 se habían construido 5 mil presas de más de 30 metros de alto en el mundo; en 1988 esa cifra llegó a 18 mil (Bethemont).

En 1930 las obras colosales de ingeniería hidráulica que entonces se emprenden comparten una doble ideología: "el hombre nuevo" que ya no quería más guerras, dominaría y pondría a su servicio a las fuerzas de la naturaleza para hacer un mundo mejor. Los gobiernos demostrarían su poder movilizando energías gigantescas (capital y trabajo) para construir la "nueva sociedad". Lenin resumió la fórmula: "Revolución igual a electricidad y poder". Los proyectos gigantescos para dominar el Volga y el Danubio y la construcción de grandes complejos industriales en Siberia (electricidad, aluminio, papel), fueron contemporáneos de las grandes obras hidráulicas del Valle del Tennesse, de la Presa Hoover en el río Colorado y del canal navegable entre el San Lorenzo y los Grandes Lagos.

En México, el primer gran proyecto de obra hidráulica planificada fue el de la Cuenca del Río Papaloapan. El sistema de presas Cerro de Oro y Miguel Alemán (1947) fue construido para regular las crecientes del río, generar energía eléctrica y desecar tierras húmedas subtropicales para establecer nuevos centros de población que aliviarían la presión demográfica del Altiplano. La historia fue así: 20 mil indígenas mazatecos y chinantecos fueron reacomodados porque el agua inundó sus poblaciones. Les prometieron tierras. Muchos se resistieron a salir de sus pueblos hasta que el agua cubrió sus casas. Tuvo que crearse el Instituto Nacional Indigenista para que ayudara a entender y administrar el conflicto. El reacomodo duró seis años. Una comisión administrativa ejercía la autoridad, decidía las obras y los contratos, seleccionaba a los colonos y les entregaba compensaciones (animales, frutales, herramientas y préstamos en dinero para sembrar). En 1957 se acabó el presupuesto del plan. Los gobiernos de los estados no tuvieron recursos para mantener los créditos. Los campesinos afiliados a la Confederación Nacional Campesina (CNC) se negaron a pagar las deudas que les atribuía la comisión. El 30 por ciento de los colonos originales emigró. Las tierras se pusieron en venta y las compraron ganaderos de Veracruz (Ballesteros).

Nacieron entonces las poderosas comisiones administrativas encargadas de planificar y construir las obras en las cuencas de los ríos Tepalcatepec, Balsas y El Fuerte. En el río Grijalva se construyó la impresionante presa de Malpaso entre 1953 y 1964. Una historia regional común distinguió a estos proyectos: rectificación de cauces, generación de energía, localización de industrias, construcción de carreteras, reacomodo de pueblos indígenas, migración de desplazados a las ciudades. Las regiones se beneficiaron menos que la ciudad de México (Barkin). La mística de la gran obra hidráulica impulsó a generaciones de ingenieros, constructores y matemáticos calculistas. Había capacidad para hacer realidad cualquier proyecto imaginado, Ƒno éramos herederos de constructores de pirámides? El plan de recuperación de la Chontalpa, en la década de 1970-1980 ya no fue igual: la realidad de los presupuestos le impuso por primera vez límites a la imaginación de los planificadores-constructores.

Además, las consecuencias derivadas de estas obras comenzaron a registrarse y eran preocupantes: al acabar con los humedales se rompió el equilibrio bioclimático, había problemas de deslizamiento de tierras. Treinta años después de construidas las cortinas y diques tenían que reforzarse para evitar desastres; algunos vasos se habían asolvado y el agua estaba saturada de sales. ƑQué hacer? ƑProteger la función reguladora y equilibradora de los ríos o seguir explotando sus caudales para satisfacer la demanda de agua y energía de una población multiplicada?

Los casos anteriores pueden verse como modelo de eficacia si se comparan con lo que ocurrió con la Comisión del Lerma, el río más poblado del país y el más largo. La comisión creada para monitorear los fenómenos hidrológicos les pareció poco a los planificadores. Los propósitos iniciales del proyecto se renegociaron para abarcar cinco estados del centro-Pacífico, donde se concentraba la mayor actividad económica de entonces. En este caso los conflictos de autoridad se dieron a la inversa. Los gobiernos estatales y municipales veían con displicencia a los equipos de planificación. A principios de la década de 1970, la comisión reportó 600 estudios terminados. Ninguno se puso en práctica. Hoy el 60 por ciento de las descargas de aguas residuales al río Lerma sigue sin control.

El peor ejemplo de esta historia trágica del manejo del agua es el de la ciudad de México. Aquí no se trata de transferencia de agua entre cuencas, sino entre vertientes. Es una historia distinta a la de fines del siglo XIX, cuando se trajo el agua desde Nativitas y la Noria en Xochimilco hasta las bombas de la Condesa, para distribuirla en las nuevas colonias de la capital. Las obras concluyeron en 1912, pero el crecimiento urbano que desató la Revolución, demandó más agua.

En 1942 se inició "la obra portentosa" que llevaría el agua del río Lerma a la ciudad de México. Las aguas del Lerma dejaron de correr hacia el Pacífico. Conducidas a la ciudad de México, una vez usadas serían drenadas por el Tula-Moctezuma-Pánuco hacia el Golfo de México. Un enorme tubo de concreto subterráneo de 62 kilómetros atravesó la Sierra de las Cruces. Al llegar a Atarasquillo el agua bajaba por pendiente 300 metros hasta la segunda sección del Bosque de Chapultepec. La obra tardó diez años en concluirse. La llegada del agua a la ciudad de México (1951) fue conmemorada con una hermosa fuente de mosaicos azules dedicada a Tláloc, una de las últimas obras de Diego Rivera.

ƑPor qué se decidió tomar una opción de tan alto costo y riesgo? No se sabe bien, pero hubo un debate enconado sobre las alternativas que dividió a dos grupos de ingenieros, ambos prestigiosos, con proyectos radicalmente opuestos sobre la forma de solucionar el problema del agua en el Valle de México. Unos plantearon la necesidad de construir un sistema de lagos artificiales que rodearan a la ciudad, para compensar los efectos de la extracción de agua del subsuelo que aceleraba el hundimiento urbano. Otros propusieron traer el agua de fuentes externas y distantes. Fue esta propuesta técnica la que ganó. Cuando llegó el agua del Lerma la ciudad tenía 2 millones de habitantes y 11 millones cuando terminó la segunda etapa del proyecto (1975). Después el sistema se amplió al Cutzamala (1981). Hoy, 20 metros cúbicos de agua suben desde unos mil 100 metros de altura sobre el nivel del mar hasta los 2 mil 700 de las cajas almacenadoras en Valle de Bravo y desde ahí bajan por gravedad a la ciudad de México. El gasto de energía que esta operación consume es enorme.

Esta solución ha causado efectos tremendos en las actividades y modos de vida de las poblaciones que perdieron el agua. Los manantiales de Almoloya se agotaron; los 30 kilómetros de ciénega del río Lerma se secaron. Los pobladores ribereños pasaron, en una generación, de ser pescadores y chinamperos a sembrar maíz de temporal y vender barbacoa. Fueron tantos los conflictos sociales que provocó el uso del agua en la zona que el sistema de conducción se mantuvo bajo la protección del ejército durante 30 años. En 1965 se decretó una veda de pozos en el Valle de Toluca.

La otra cara de esta historia de extracciones, acuaféricos y drenajes es el comportamiento irregular del suelo de la ciudad de México. La columna de la Independencia y el Templo Mayor suben de nivel; la Catedral, apuntalada, baja. En 1900 el Zócalo de la ciudad de México estaba cinco metros arriba del Canal del Desagüe, en 1996 estaba siete metros abajo. El agua que salía por gravedad, ahora, por gravedad, regresa. Para evitar el desastre, 200 plantas bombean día y noche las aguas negras. Otro gasto enorme de energía.

Hace algunas semanas 200 campesinos de Temascaltepec marcharon a pie desde sus pueblos al Zócalo para protestar por el inicio de las obras de una nueva etapa del Sistema Cutzamala. Su argumento: los cinco metros cúbicos adicionales de agua que se trasladarán a la ciudad con estas obras, podían obtenerse disminuyendo el desperdicio, controlando las fugas, usando más agua tratada y aprovechando los escurrimientos del Ajusco y del Río Magdalena que se van directamente al drenaje. La ciudad de México consume más agua por habitante que París o Nueva York. Entre tantas protestas, la suya se perdió. El tamaño pequeñito de la nota publicada en los periódicos anticipa la respuesta. El agua se seguirá trayendo, cada vez de más lejos, sin importar los desastres que provoque en el campo esa decisión. 18 millones de habitantes han terminado por inhibir cualquier visión de largo plazo y por propagar sus efectos perturbadores a una gran parte del Altiplano central. La inminencia de la crisis se pospondrá. Por eso es tan grave que las políticas públicas no hayan hecho del agua su primera prioridad. Esperemos que lo hagan en el siglo XXI.