El PRI se dio, después de intensas vicisitudes, un esquema para la acción electoral que resultó adecuado para iniciar su transformación interna. Ahora pueden, sin duda, pasar de ser un organismo vertical, hermético y sometido al dictado presidencial, a otro partido con reglas del juego escritas que alienten y permitan la participación de miles de sus agremiados. Pero las inercias de algunos de sus militantes, sobre todo aquéllos que quieren o les conviene seguir atados a la arraigada procesión de la disciplina a la línea, parecen conspirar para dar al traste con el esperado cambio. Estos esperan, al final, "inducir" la consulta y sacar al candidato que tales cuadros juzgan, o al que se les ha indicado, como designado desde lo alto. El riesgo de minimizar el costo de tal ejercicio aumenta, además, en relación con el número de estados (y sus muchos distritos) que no están gobernados por el PRI sino por la oposición.
Lo cierto es que las dudas que flotan en el ambiente público sobre las reales intenciones del suceso protagonizado por el PRI no las generan gratuitamente los críticos de oficio o sus múltiples rivales, sino que, en su parte medular y en muchas de sus modalidades, las suspicacias provienen de su mismo interior. Son los priístas dicen y, en efecto, parecen desconfiar de sus colegas, de sus superiores, de sus candidatos, de sus líderes, de sus propias intenciones personales o las del grupo al que pertenecen.
En un desfase notorio entre sus ínfulas de iniciados, aquéllos que todo lo tienen bajo el control de sus deseos y habilidades, y lo que sucede por fuera, sobre todo con miras a la eficacia electoral que les exige la actualidad, los priístas van cerrando filas alrededor del que creen es el candidato oficial. Y, en efecto, tienen motivos de sobra para pensarlo de esa manera y actuar en consecuencia. Ahí están los ricos neoleoneses y el virtual desmantelamiento de la Segob para reforzar tal sentimiento.
Ningunean, hasta el extremo de lo ridículo, las posibilidades de triunfo de aquéllos que parecen desafiar la inercia y el ritual. Tienen tal confianza en los poderes del aparato para obtener la votación adecuada que condenan a una segura, y si los apuran hasta aplastante, derrota a los oponentes de Labastida. Importa un bledo lo que éste pueda o no hacer para merecer el voto. Si resulta un contendiente inesperadamente activo bien, si es una decepción pues también.
Con el paso de los días y la concomitante "cargada" se ha generado una multitud de anticuerpos que se irá apilando hasta cercar aquéllas que eran, originalmente, sanas intenciones para consolidar un cambio acorde con las pulsaciones democráticas de la sociedad. Pero aún así, las reacciones ante esa taimada y tramposa actitud de muchos priístas no se han hecho esperar. Bartlett y Madrazo se rodean de un hálito que, por sí mismos, jamás tendrían. Son ahora los abanderados de la transformación real del partido. Los solitarios defensores de posturas modernizadoras. Dejados a la vera de los apoyos corporativos y del dinero pesado, tendrán que buscar sus propios recursos, que siempre serán escasos, špobrecitos! Aparecen así como los chicos contra el grande, los individuos contra el aparato, los rebeldes contra el establecimiento y el grupo posesionado del poder. Son también, en este imaginario forzado, los libres, los que no tienen ataduras ni compromisos que les obliguen a una defensa impecable del credo neoliberal. Y lo que quizá es más importante, serán los que puedan despertar, aunque sea sólo en un dejo, la esperanza perdida al prometer paraísos al alcance de una mañanera mano. Total que sí se puede hacer todo. O lo que se requiere para la seguridad se reduce a transmitir una imagen de fuerza. Tal y como han venido anunciando Madrazo y Bartlett.
El espíritu de cuerpo en el aparato electoral y sobre todo en los mandos del PRI se endurece con cada condena o amenaza de su mismo presidente. Los tres precandidatos no apoyados por Los Pinos comienzan a verse como unos disidentes que ya no pertenecen al grupo. Desde hace tiempo ellos mismos se fueron, afirman. Ante la ausencia de costumbres y acuerdos previos que permitan las discrepancias, aún las más serias y profundas, y las puedan absorber de manera orgánica, los peligros de provocar rupturas se acrecientan. No se olvide que la competencia es entre priístas y no de éstos con los demás opositores que siempre claman por el fraude. Los manoseos se harán inevitablemente transparentes. La experiencia dramática del PRD puede servirles como un indeseable recordatorio.