La Jornada Semanal, 23 de mayo de 1999
A San Juan de la Cruz, cuenta fray Jerónimo de San José, le gustaba mandar que sus religiosos hicieran, año con año, una representación piadosa del misterio de la Natividad. Un día de diciembre, en el frío convento de Duruelo, arrebatado por la viveza de la dramatización, tomó al niño Jesús entre los brazos y se puso a cantarle mientras danzaba: ``Mi dulce y tierno Jesús:/ si amores me han de matar,/ agora tienen lugar.'' La antiguedad de la copla se remonta a la Edad Media, como lo prueban numerosos testimonios; hacia los años en que tuvo lugar la escena, esos versos eran objeto de una constante performance popular, hecha de canto y baile.
En una cultura obsesionada por el texto escrito suele desdeñarse el papel de las manifestaciones orales. Se olvida, y peor aún, se ignora que todo recorrido por nuestra poesía comienza con la crónica de un tiempo en que los poemas eran recitados y cantados: aedos, poetas de lira en mano, trovadores, juglares, madrigalistas, declamadores de las casas patricias y de la corte. Un prejuicio muy extendido nos lleva a suponer que todo producto de las artes del lenguaje proviene de un medio impreso -y, en consecuencia, a desestimar la validez de lo que no aparece como escrito. No obstante, en la vida diaria de las ciudades posmodernas comparecen las más variadas formas de una poesía que se expresa en experiencias inmediatas. En la jerga callejera, en el albur y el calambur, en el chiste, en retruécanos, chanzas, ocurrencias y toda esa enorme variedad de cambalaches verbales, el lenguaje se hace metafórico, se descarga de literalidad: deslizamientos de registro, saltos contra el discurso institucional. ¿Sería posible subsistir sin ellos? El miedo nos paralizaría sin la asistencia de estas pausas sonoras.
Para Carl Gustav Jung, en lo más profundo de nuestras mentalidades la voz ejerce una función protectora: alojada en el silencio del cuerpo, su existencia revela que no estamos solos. En nuestras voces, la palabra está de paso. Ante las emociones más intensas rehúye todo discurso: grito y balbuceo, apartamiento de cualquier exceso, irrupción de unos fonemas que ni hablan ni piensan, que acuden ``para no decir nada''. La palabra se enuncia como memoria de un contacto inicial: deseo de un objeto ausente cuya presencia late en el sonido de las palabras. Clausurado el ombligo, la voz acompaña desde el nacimiento al individuo, en cuyo interior existe como realización y potencia: oquedad y salida, cuerpo-instrumento. Roto el lazo umbilical, la palabra futura recogerá los ritmos de una dicción anterior, percibida in utero como una música en la que se entremezclan sensaciones musculares, el calor del afecto, la plenitud del contacto entre dos cuerpos.
Las formas de expresión oral que empleamos durante la infancia no son muy distintas de aquellas que utilizaron nuestros antepasados más remotos, y no cesan de reaparecer en nuestro comportamiento lingüístico. Una poesía toma forma. Gritos y voces de los niños a la hora del juego: rumor que excita el deseo y, simultáneamente, crea un decir sin intenciones preconcebidas. Voces de guerra, de rabia, de intransitable angustia. El impulso oral divaga -salvo cuando repite a sordas una escritura. Una oralidad derivante es el origen de esa ``glosolalia diseminada en gritos'' que Michel de Certau oye hablar en el fondo de nuestra vida adulta -y del universo tecnológico.
Lejos de las definiciones que luchan por deslindar lo literario de lo no-literario y que ven toda poesía oral como una mera supervivencia, nuestros gestos vinculados con una poética de viva voz aparecen por todas partes. ¿Cómo podía ser de otra forma? Luego de tres mil años en los que Occidente se oyó hablar en la sustancia fónica, nuestras voces llevan los rastros de una ``archi-escritura''. Las tradiciones orales han seguido un camino que va de lo ``literario'' a lo popular y de regreso, a tal punto que se hace imposible otorgar a tales términos algún significado preciso. En un análisis estricto, la dicotomía oralidad-escritura no es más que un punto de partida para plantear ciertos fenómenos. En cuanto al ``arte popular'', J. Meir ensanchó hasta el desvanecimiento su significado al describirlo como ``cultura naufragada''.
En los siglos XV y XVI, en Europa, algunos eruditos entusiastas formaron los primeros repertorios de canciones tradicionales, a las que sin duda impusieron marcas literarias. Entre 1850 y 1940 la vitalidad del Romancero ibérico se hizo sentir en toda América, incluso en las Antillas, Brasil y el sur de los Estados Unidos. En México dio origen a un género de indudable vigencia: el corrido. En los años sesenta de nuestro siglo se verificó la reaparición, entre la clase ilustrada de las grandes ciudades, de una poesía expresada en canto, con textos procedentes de alguna tradición oral, recompuestos en resonancia con los hechos más acuciantes o traídos del repertorio de los poetas ``cultos''. ¿No hay un parecido indudable entre esos jóvenes que en las plazas repletas entonaron a coro poemas de José Martí, Antonio Machado y Pablo Neruda (muchas veces sin conocer su origen) y aquellos humildes florentinos que en el siglo XIV se juntaban en la ciudad para cantar los versos de La divina comedia?
En medio del ruido de las ciudades finiseculares, nuestras voces luchan por conquistar su espacio acústico: a veces basta un artefacto al alcance de todos para activarla. Escucho en mi reproductor de CDs una excelente grabación del Cántico espiritual: he aquí un momento insuperable de la lengua convertido, por obra de un desarrollo tecnológico, en sustancia fónica liberada, capaz de poner en marcha los resortes de una acción.
Hace treinta años, una noche de octubre en la ciudad de Tijuana, donde vivía, tuve una experiencia imborrable: acababa de escuchar la noticia de la matanza; puse un disco en mi antiguo tocadiscos y escuché la voz de un juglar catalán; cantaba los versos de un poeta sevillano que hablaba como si hubiese nacido en los campos de Castilla: ``Todo pasa y todo queda...''. Por las palabras circulaba el espesor de un sueño colectivo. El eco fijo de esa voz me entregó para siempre las voces de una época.