La Jornada Semanal, 23 de mayo de 1999
Ser flamenco, como ser polaco o irlandés, significa y ha significado siempre, pertenecer a la peor de las europas. Y a la más feroz. La Europa donde la lengua materna se conserva como un talismán dudoso y donde, muy pronto, hay que vestir, comer y pensar como extranjero. Travestirse con odio. La opción sería desaparecer en los estratos más bajos de las potencias. No ser. Quizá por eso, tan lejos de dios, nos resulta tan poco sorprendente que, aun traducida de un neerlandés inimaginable, la furia de Hugo Claus nos llegue intacta.
No se trata de la centella de una furia adolescente -pues Claus cumple 70 años este 1999 y siempre fue viejo, aunque afirme que a los quince años, cuando salió de su casa, le importaban ``el amor, la poesía y la revolución''-, sino de la venenosa y constante furia que se oculta tras su humor plomizo y una capacidad de ser obsceno en esta época, que tan cerca está de haber abolido todas las posibilidades de ese don. Como en el célebre Icaro de Bruegel, en las novelas de Claus las desgracias y los prodigios no bastan para interrumpir por mucho tiempo el transcurrir de la vida diaria. De hecho, la mejor manera de definirlas es, precisamente, como estudios sordamente exaltados sobre la indiferente vejez en que se pudrió la urgencia de vivir de quienes vieron el final de la segunda guerra mundial.
Y como este texto trata de ser una invitación, más que una crítica, pasemos mejor a las particularidades de cada uno de sus libros. Procedo por orden cronológico y sólo me ocupo de la media decena que ha sido traducida al español.
El deseo (1978) se puede describir mediante la fórmula de su apuesta: una paráfrasis de la historia de Jacob en el antiguo testamento, ambientada como road-trip entre Los Angeles y Las Vegas. Esto es, una especie de novela baudrillardiana, redescubrimiento donde el Nuevo Mundo, Amerika, no cumple los sueños que ha prometido -una de las facetas del deseo- ni reconoce, siquiera como curiosidad, a los europeos de ese pequeño país llamado Bélgica. Los Estados Unidos actúan contra Michel y Jaak -los amigotes de cantina de pueblo; simples, casi bucólicos: bíblicos al fin- como metáfora de Bélgica y Europa: la escalera que se desvanece tras el sueño profético, Bruselas como capital del viejo mundo y Flandes dándole la espalda, de cara al Mar del Norte.
Perfectamente legible sin sus intertextos, El deseo es también la historia del hombre maduro (Michel) que intenta un último acto heroico para salvarse: pagarle el viaje por avión a Jaak, el bobo del pueblo. Por supuesto, el resultado es la nostalgia (``El deseo'', afirma Claus, ``sólo es posible a la distancia''), la pérdida de los ahorros, la decepción:
La decepción, el odio y el regreso al bar local, El Unicornio, donde ``se está calientito y a gusto'', el terruño, del que no se han olvidado las rencillas, las miserias, las mezquindades; peor aún, en lugar del olvido, el deseo nostálgico: perdón.
Publicada cinco años después que El deseo, La pena de Bélgica es la novela que ha lanzado a Claus en todos los mercados internacionales y lo ha colocado varias veces entre la lista de los nominados al Premio Nobel. De nuevo se ubica en una pequeña comunidad del norte de Bélgica, pero ya no en la contemporaneidad sino en los años que preceden, incluyen y suceden a la segunda guerra mundial. De hecho, La pena de Bélgica ofrece dos líneas principales de lectura: la novela de familia, donde la humanidad de los personajes, sobre todo sus defectos y perversiones, se explora con detalle y compasión sumas; y la novela de época en la que impera el recuerdo autobiográfico sobre la reflexión macrohistórica. La combinación de estos cauces es la reducción del terror a una serie de hechos asimilables. El nazismo, cuando se produce, resulta un fenómeno incomprensible, que nadie sabe cómo juzgar a gran escala y que divide opiniones.
No es que se trate de algo absolutamente nuevo: ya Gunter Grass y Heinrich Boll lo exploraron de manera soberana. Sin embargo, la especificidad belga y las posibilidades desmitificadoras de la pluma de Claus, que narra la guerra como novela picaresca, hacen que estas setecientas páginas se impongan como una lectura obligatoria para cualquiera que se precie de conocer la literatura de la segunda mitad del siglo.
Los títulos publicados tras La pena de Bélgica son menos ambiciosos en su extensión, pero revelan a un escritor que se complace en la escritura después de haber producido su obra central. Una dulce destrucción hace con cobra, el célebre grupo postsurrealista al que Claus perteneció, lo que La pena de Bélgica con la segunda guerra mundial: desmitificar, minar desde dentro, desde el testimonio, uno más de los tesoros que aparecían fosilizados en las bases de la última intelligentsia europea. Si en El deseo Claus socava los lugares comunes sobre la buena vida europea y el American way of life estadunidense, aquí cuestiona, mediante un personaje henrymilleriano, de nuevo un avatar del pícaro, su autobiografía (``Cuando tenía entre veinte y veinticinco años, mi mayor ambición era ser un gigoló'') en el París de los últimos cuarenta, incluyendo entre sus personajes, por ejemplo, a Dalí. Desmoronamiento de los ídolos y los iconos. De la cultura.
Pero quizá el cinismo de Claus, un cinismo que incluye al yo, que no salva a nadie ni en sus momentos más amorosos (precisamente porque se permite tales momentos), aparece en un estado más puro en El pez espada, relato que casi deviene fábula, donde la creación de un edén campirano es simultánea a su deconstrucción. La (re)aparición alegórica de las deidades -Cibeles y Cristo- en medio del pueblito flamenco donde nunca pasa nada y ahora se ha cometido un crimen (exactamente cuál, no se precisa hasta el final del libro) no obedece a motivos de mitificación o de mistificación, sino de vana contaminación cultural. Sí, hasta allá, donde una madre divorciada, amada del ratón de biblioteca local, contrata a un albañil para que le teche el granero.
El tinte infantil de la voz narrativa no es inocente, puesto que ``Los niños no son puros: todos estamos hechos de luces y de sombras, a cualquier edad'': la violencia y la lujuria resultan inescapables, y si debemos leer los hechos como una alegoría es sólo en este sentido: el mal está en todos los lugares:
Si bien La pena de Bélgica es la obra monumental y El pez espada la antítesis brevísima, transparente y aterradora, mi favorita personal es Belladona, historia de cómo se filma una película sobre Bruegel y que lleva por subtítulo pictórico Escenas de la vida en provincia. De nuevo, la provincia es la peor esencia de la provincia, lo que los subsidios culturales paneuropeos han hecho de las regiones donde habitan los vencidos. La película se convierte en una estafeta que se desmorona conforme va tocando generaciones y estratos sociales.
Por supuesto, Claus es un moralista pero como sólo puede serlo quien ha tocado manos y piernas sin cuerpos; quien aún tiene pesadillas sobre lo que le sucedió a los catorce años; quien ha pintado y no conserva en casa ninguno de sus cuadros; como puede serlo quien a los setenta años aún afirma no tener estilo. Como sólo puede serlo un provinciano que regresa del mundo.