La Jornada Semanal, 23 de mayo de 1999



Brianda Domecq

El cuento del domingo

Los humanos hacemos planes y Dios se ríe

Brianda Domecq, novelista, cuentista y compiladora de A través de los ojos de ella, antología de cuentos de autoras mexicanas, ya dejaba ver en La insólita historia de la santa de Cabora la intención de revisar, mediante la ironía, la imagen y los términos con que la Historia se ha ocupado de la mujer. Aquí, el azar ocupa el sitio del juez de plaza e indulta al marido típico para negar, por un instante, el refrán que asegura: ``ser una esposa típica envilece, empobrece y nadie te lo agradece''.

Moderna tenía muchas ganas de irse a Acapulco y no sólo porque le gustaba el puerto y por estar unos días a solas con Sus Ojos, sino también porque volvía a enfrentarse a la situación más odiada de todas: Inocencio y Fátima, que trabajaban con Sus Ojos y generalmente salían los lunes, habían pedido el puente del 1 y 2 de noviembre. Ese año el puente caía en domingo y lunes. Obdulia, que trabajaba con Moderna y generalmente salía los sábados para regresar domingo en la noche, de seguro también iba a querer hacer el puente. ¡Un fin de semana largo sin servicio! ¡Y con Sus Ojos en casa!

Huelga decir que Moderna estaba jubilada, así como lo oyen: jubilada. No que hubiera trabajado en alguna compañía durante muchos años o para el gobierno o de empleada con algún funcionario, no. Lo que sucede es que después de 30 años de trabajos forzados cuidando su casa, sus hijos y su entonces marido, decidió autojubilarse. Le parecía justo. Fue inmediatamente después de que se casó su hijo, el que faltaba por irse: un día se declaró jubilada y, cuando menos lo esperaba, se había desecho de la casa, del primer marido y de la friega diaria, por decirlo de alguna manera. Vivió china libre un año y después conoció a Sus Ojos y aceptó un arreglo amoroso sin obligaciones domésticas; cada quien puso su casa y a la de Sus Ojos, donde viven aún dos hijos que no deciden irse, la cuidan Inocencio y Fátima, y a la de Moderna, Obdulia, y todos felices.

Así vivían tranquilos. Los fines de semana los atendían Inocencio y Fátima, y los lunes la atendedera le tocaba a Obdulia, pues aquéllos tomaban su día libre. Mejor arreglo no podía haber, según Moderna, excepto cuando Inocencio y Fátima, que tenían la inveterada costumbre de ``ahorrarse'' los días de salida para luego pedir varios juntos, le hacían una jugarreta. Con eso, y con lo melindrosa que ella era para pedirle favores a Obdulia -quien se las gastaba enfurruñada y jetona con cualquier recargadita- se enfrentaba a la alternativa de tener que vérselas de nuevo entre ollas o sacarse de la manga algún plan de emergencia. Con Sus Ojos y las ollas Moderna hacía mal tercio, pues le daban ataques de ira al verse con la necesidad de servir, así que esa mañana, después de su usual acceso de pánico, buscó corriendo a Sus Ojos que estaba a medio rasurar y le dijo: ``Amorcito, vámonos a Acapulco para pasar Muertos, tú y yo solitos, ¿qué te parece? Me muero de ganas'', que allí sí tenían casa con servicio cualquier día del año.

Sus Ojos se volvió, lleno de espuma de rasurar, le dio un beso en la punta de la nariz dejando allí una mancha blanca y húmeda, y contestó: ``No posible; no money, no way, ¿me entiendes, méndez?'', y siguió rasurándose. Así era él; las cosas eran como eran y no había que buscarles tres vueltas, pero ¡claro! (pensó Moderna), a él no le tocaban las ollas, ni la cocina, ni la mesa, ni nada, pues como buen macho (cuando le convenía) delegaba los trabajos domésticos forzados a las féminas de la familia, en este caso, si no se le ocurría algo, a Moderna.

Ustedes se preguntarán por qué Moderna, con ese nombre y ese afán de jubilación, se fue a buscar un hijo retrógrado del sistema patriarcal si tanta muina le causaban los quehaceres domésticos. Pero eran las ironías de su sino o su destino, como quieran llamarlo, y el hombre la hacía reír y, para ella, la risa era como oro molido de su alma y riéndose era la felicidad andando y lo demás -con excepción del trabajo casero- salía sobrando. Así que, macho y todo, Sus Ojos era sus ojos y ella no lo habría cambiado por nadie.

La mancha de espuma en la nariz le hizo reír y, haciendo el bizco para no perderla de vista, se fue para su casa que quedaba junto con pegado, pero no revuelto como quien dice, a la de Sus Ojos, pues estaban unidas únicamente por la recámara que los acogía en la noche. Una vez allí, comprendió que no había resuelto el dilema. Su resistencia a la perspectiva del fin de semana se convirtió en la más negra amargura y la risa se tornó gruñido; se sintió atrapada y odió al servicio, a Sus Ojos y a todos los Muertos responsables de tal desaguisado. A punto de reventarle una tripa, cayó desesperada en un sillón y cerró los ojos.

En ese momento, sus años de vida -que sí tenía uno que otro- le mostraron las únicas alternativas: o se lo hacía de tos y se pasaba el puente sufriendo, o veía la forma de hacerlo llevadero. Lo primero le pareció nefasto, así que optó por lo segundo y puso manos a la obra, echándole una rezadita a los dioses de su creencia, como era su costumbre cuando enfrentaba momentos difíciles. Con dos placebos en la mano -días extras de descanso o dinero extra- enfrentó la posible mala cara de Obdulia y le pidió que sacrificara su fin de semana de Muertos y se quedara a echar hombro en la cocina. Para su sorpresa, accedió con agrado, aceptó el dinero y no dijo más.

Ya con manos que no eran suyas para arreglar las cosas de la cocina, se puso a alegrar los días por venir. Llamó a unos amigos para que fueran a cenar el domingo; el hijastro se ocupó de darles qué hacer durante el día, pues los invitó a comer a Cuernavaca con él y su novia; y la hija de Moderna se apuntó para traer a la familia y la comida para el lunes. Así que ya estaban los días completamente ocupados y Obdulia, ahora elevada a calidad de santa, en la cocina. Moderna sintió su jubilación intacta y estaba más contentita que los tomatitos Del Monte, pensando que en esta vida todo estaba en ponerse ``blandita'' y tomar las cosas como eran, y hacer lo que se pudiera hacer, y no armársela de nudos, y dejarse llevar, y subirse al barco que le tocara para navegar bajo las órdenes del Capitán, o de los Dioses, o quienes fueran, y cante que cante se fue a la calle a hacer sus cosas.

¿Cuándo habría Moderna de pensar que ese barco que tan hábilmente había echado a navegar podría zozobrar? Nunca. Pero como dice el dicho: Nosotros hacemos planes y Dios se ríe, y es obvio que a los poderes que gobernaban la vida de Moderna también les gustaba reírse y que su sentido del humor parecía ser, casi siempre, a costillas de ella, porque no bien había amanecido el bendito día 1¼ con sus planes tan acomodaditos, cuando las cosas comenzaron a descomponerse. Obdulia no quiso salir de su cuarto porque el novio se había enojado y ella estaba llore que llore sin visos de parar hasta bien pasado Muertos; en seguida, los amigos cancelaron la cena por una emergencia imprevista, y la hija habló de que se le había complicado el fin de semana y que mejor se quedaba en casa. Eso sólo dejaba la comida en Cuernavaca que, a decir verdad, era lo que más se le antojaba a Moderna. Por lo menos un medio día en el calorcito y una rica comida, apaciguarían en algo la tormenta que amenazaba con desatarse si las cosas seguían así de aciagas como iban pintándose. Trató de ponerle a la adversidad su mejor cara y escogió un vestido alegre para la comida; ya estaba maquillándose cuando oyó sonar el teléfono en casa de Sus Ojos, y luego gritos de enojo en su mismísima voz. Con la boca a medio pintar, corrió a ver qué sucedía. Sus Ojos estaba furioso, tanto que apenas pudo articular que su ex mujer, madre de los hijastros y martirio de su vida, había hecho un despapaye de los planes y organizado algún tipo de reunión con su familia en el mismo restaurante donde planeaban llegar ellos. Y que nadie dude que Sus Ojos no era de los que tomaban a la ligera una intencional perturbación de sus planes, ni de los que estaban dispuestos a ponerse ``blanditos'' y dejarse llevar a otro lugar por una entrometida, de manera que lo que escuchó Moderna fue la cancelación total e irrevocable de la esperada comida. Se quedó allí boqui-a medio pintar-abierta, es decir pasmada, con las manos -aquellas que seguramente terminarían cocinando, lavando y sirviendo-, como trapos a sus costados y los ojos a punto de desbordar lágrimas de frustración e impotencia. Todo se había desbaratado: no quedaba nada, pero nada, y ella estaba a punto de reclamar a todos los dioses de todos los tiempos, la terrible injusticia que se le hacía después de que ella había hecho todo lo que estaba de su parte por componerlo, cuando sintió que Sus Ojos le rodeaba con sus brazos y le besaba la nuca, embarrándole el pescuezo de espuma blanca y húmeda, y muy quedito le decía al oído: ``¿Qué tal si echamos una canita al aire y nos vamos tú y yo solitos a Acapulco?''

Y Dios, yo estoy segura, ríe que ríe.