La Jornada Semanal, 23 de mayo de 1999
reflexiona sobre el mecanismo utilizado por Balzac para ligar la imagen a la realidad. Su texto nos permite celebrar el bicentenario balzaciano con un comelitón que incluye un gigot sangrante, unas peras con calvados y la gozosa relectura de la obra creada por un espíritu caudalosamente humano.
Un lector poco conocido de Balzac es Walter Benjamin. En su preparación de París, capital del siglo XIX, señaló que su intersección con lo más central de la obra de Balzac se da en el estudio sobre la forma del relato y en su trabajo sobre la escritura de la ciudad. Por ejemplo, cita esta frase del Balzac de Ernst Curtius: ``Toda poesía como toda obra de arte procede de una rápida visión de las cosas.''
Benjamin se demora sobre imagen, discontinuidad y rapidez en el relato, a partir de una frase de Séraphita: ``Como esa mirada interior en la que las percepciones traen por turno al alma, como sobre una tela, los paisajes más contrastantes del globo.''
Volvamos a pensar, por ejemplo, en el Saumur de Eugenia Grandet: en 1833, Balzac no pudo haber pasado sino una sola vez por Saumur. Fue durante ese viaje que hizo a La Grenadire, de Saint-Cyr, al sur de Loira, con Madame de Berny, de mayo a junio de 1830. El 5 de junio tomaron el barco de vapor que, partiendo al alba, lleva a Nantes durante el día. El se detuvo tres cuartos de hora en Saumur, en la madrugada, tres años antes de escribir su libro. De ese viaje, en el que vio por primera vez el mar, Balzac arrancó uno de sus relatos más poderosos, Béatrix, y en 1834 ya había producido el extraño Drama al borde del mar.
Por supuesto, de la Saumur de Grandet, las imágenes más fuertes son solamente una sala baja, un barranco entre la vegetación, un paradero al borde del Loira y ese increíble poema en prosa sobre una vieja puerta de jardín rodeada de malas hierbas. Los numerosos recuerdos de infancia en Vouvray, otra aldea de viñedos, ahí se abastecen. Pero Vouvray no está sobre la ruta París-Bordeaux, que supuestamente sigue el primo Charles, y no negocia con Nantes, puerto atlántico, en donde Grandet cambia su oro. Entonces hagamos simplemente esta observación: sobre la noción de imagen -una ciudad vista en lo alto en el transcurso de la madrugada, en el silencio y la luz del río- predomina la de reconstrucción continua de lo real. Sobre todo es la fuerza de la imagen en cuanto tal, en su tiempo separado, en su brevedad, que permite al relato salvar su fuerza inicial de intuición, erguirse en un tiempo detenido, para producir más dramáticamente sus líneas narrativas. Este es un golpe de fuerza en el relato: no se cuenta lo real, se le inventa por fragmentos en función de las necesidades de tiempo del relato, por una brevedad de imágenes discontinuas que pueden aplicarse lo mismo a las grandes narraciones, Las ilusiones perdidas, La Rabouilleuse, como a los sorprendentes textos cortos, basados únicamente en la exploración misma de ese mecanismo entre imagen y realidad.
Todos los que gustan perderse regularmente en Balzac recuerdan la Grande Bretèche. Es el nombre de un convento respetable de Tours, sobre la misma ribera en donde está La Grenadière. Es el tercer relato, pero escrito en 1832, justo después del golpe de gong de La piel de zapa, de Otro estudio de mujer. Uno lo recuerda, porque la imagen que permanece es la de los ojos brillantes del amante español que se le empareda vivo, y cuyo relato acompañará la agonía. Construcción fascinante porque, en un relato breve, que se lee en público en voz alta en una hora, se pasa del testimonio directo del narrador a una conversación imitando los cánones rabelaisianos del monólogo a través de un notario de provincia, después al testimonio de una camarera, antes de que el narrador vuelva a tomar las riendas, una vez establecida la dramaturgia, por las notas sueltas de la última parte. Balzac, por otro lado, hacía decir a Bianchon, el narrador, que ese cambio de estatuto narrativo está ligado a la necesidad de que el relato guardara ``sus proporciones aritméticas''. Construcción sorprendente, porque esta percusión narrativa se establece sobre un lugar, y porque ese famoso prejuicio contra el que truena Julien Gracq, acerca de la longitud de las descripciones balzacianas, se vuelve inoperante: sí, por supuesto, se ve la casa, se ve al detalle. Se le ve primero desde fuera, extraña, abandonada, y luego el narrador, antes de la entrada del notario, penetra en el jardín, segundo estrato de la descripción. Finalmente el relato de la camarera nos llevará no solamente a la casa sino a esa extraña conjunción de personaje transformado en casa por emparedamiento, y al lugar vuelto sujeto de la historia porque él se come al personaje, no siendo sólo la descripción de la casa, sino de la transformación que se da emparedando el gabinete. Simétricamente, la imagen de Madame de Merret, fuera de la casa, es un cuerpo descarnado, agonizante, como si la casa solitaria hubiera sido su cuerpo vivo.
Hay que interrogarse sin cesar, leyendo o releyendo a Balzac, sobre nuestra propia percepción del relato, en que no es el espectáculo frente a nuestros ojos el que contará de manera autónoma, sino que nuestra subjetividad, nuestra reconstrucción permanente de imagen por vía de la máquina de palabras es convocada como elemento genético del proceso de ficción. La Grande Bretèche, nombre tomado de Tours, es aplicado a Vendome, en donde Balzac pasó sus años colegiales, haciendo visitas con la familia (el padre, la hermana, no la madre) dos días al año, y de donde saldrá armado Louis Lambert. Pero, en un primer estado del manuscrito, Balzac tachó: ``sobre el camino de Versalles a París, entre Auteuil y el Pont-du-jour'', para volverse aún más detallista: ``raramente he hecho un viaje de Versalles a París sin escuchar a mis vecinos amontonar, sobre la casa desierta, reflexiones tan extrañas...'' La imagen real, esa que funda el relato, no está en el dispositivo teatral de la narración, con el albergue, el jardín
y la ribera, sino que se encuentra al borde de un camino en donde se le ve con frecuencia, pero siempre muy lejana, a bordo de la diligencia que transporta a toda velocidad. Es a causa de la superposición continua la misma imagen tan breve, surgiendo y desapareciendo de un solo golpe, que uno puede organizar la convergencia de la percusión narrativa y la percusión de imágenes. Un pintor de nuestro siglo, Hopper, retomará este principio en su célebre Office at night, imagen de una oficina percibida cada noche a la misma hora desde el metro elevado de Nueva York.
Me parece fundamental que esta complejidad en un texto breve sea un golpe de fuerza entre imagen y relato, lógica de surgimiento de imagen y dispositivo discontinuo de palabras, y que sea por tales experiencias que se abra la gran fractura, de donde saldrán pronto las novelas de la madurez, esas que implicaron su reunión en La comedia humana.
Adiós, que en los Estudios filosóficos viene después de textos más tardíos, es del principio de 1830. Incluso allí hay una composición en cuatro planos distintos, pero cada uno se organiza desde un punto de vista diferente: la realidad de la cual uno está separado, al principio, esa construcción ocupada solamente por dos locas en medio del bosque, es por la reja con la que se tropieza, después de perderse, cuando uno la descubre y ve a las dos mujeres. La reja nos deja del buen lado de la razón.
Una toma de distancia narrativa aleja a los protagonistas y uno desciende a la trampa del tiempo, por el relato de la escena fundadora: el cruce de la Bérésina, ocho años antes, ya que el presente del relato es diez años antes de su escritura. Y un tercer plano, por la magia del paso del tiempo, es también la reja que se ha franqueado; el personaje principal ahora está muy cerca de la loca, dándole dulces, iniciándola en el lenguaje.
Once páginas (en la edición de La Pléyade) ante la reja, catorce para la trampa en el pasado, nueve páginas para el diálogo entre locura y lenguaje, los dulces y las palabras. Restan cinco páginas para la escena magistral, una décima parte de la construcción del relato para la imagen que, sin embargo, en contrapunto con la mujer vista de lejos, del otro lado de las rejas de la razón, es la que trasplanta definitivamente Adiós en el imaginario de su lector. La imagen, lo sabemos, es de las más célebres de La comedia humana: el personaje principal -ya que se trata de una narración en tercera persona, sin intervención de una figura procurada por el autor como en La Grande Bretèche- reconstituye cerca de París el paisaje de la Bérésina, y hace actuar a las personas de la aldea en la reconstitución misma, prolongando al presente el relato que acabamos de atravesar veinte páginas antes. No solamente es la anticipación del relato lo que hace creíble la reconstitución, sino el proceder mismo de la literatura balzaciana: construir y desplegar una realidad inventada, sugerida por la precisión y el territorio de imágenes separadas; surgida al desnudo en el presente del relato, instalada como reconstrucción. Uno sabe el final: los personajes de ficción no pueden sobrevivir a esa revelación del principio mismo que los ha creado; la loca sana y luego muere, su amante se suicida algunas líneas más adelante.
Queda la fuerza de argumentación del relato y esa imagen de lo real falso, redactada por artificio sobre el decorado mismo de lo que el relato acaba de hacernos recorrer, sin que nos interroguemos sobre su legitimidad al hablar de lo que fue: un momento fuerte de la epopeya colectiva napoleónica instalada como una catástrofe individual (un centro de interés mayor para Benjamin).
Esa fuerza de argumentación, por supuesto, no podría bastarse a sí misma, fuera de sus personajes destruidos, si a la narración objetiva, sin la figura del autor, no le diera él mismo la fuerza en el proceso narrativo. La casa de las rejas en el bosque de la Isle-Adam tiene un estatuto bien preciso: estamos en agosto de 1819, y su padre ha acordado con el joven Balzac un año para realizar su anhelo principal: alcanzar el oficio de escritor. Ya ha redactado una tragedia, su Cromwell. Un año sin salidas ni amistades, excepto el padre Dabin, vendedor de objetos de metal al mayoreo y coleccionista de chácharas, amigo de la familia. En abril de 1820, Balzac es recibido por otro amigo de su padre, Villers-La Faye, unos cincuenta años mayor que él y alcalde de la Isle-Adam. Balzac pasa algunas semanas en un chalet al fondo de un parque, en el bosque. El viejo lo hace reclasificar su biblioteca. Balzac descubre ahí a Walter Scott, y sobre todo abandona sus ensayos en verso por las primeras prosas de ficción: Falthurme y, sobre todo, la novela epistolar Sténie o los errores filosóficos.
Diez años más tarde, he ahí el lugar biográfico de acceso a la ficción, instalado como teatro del relato, y la figura que entrevemos ahí añade locura a la perspectiva histórica. Y la reconstitución que se hace, la literatura exponiendo repentinamente su propia máquina, es la del autor frente a la visión de su propio trabajo de madurez, la fuerza de la historia real que no deja lugar para la supervivencia de personajes separados de una inscripción especulativa del autor en su relato, y arranca el surgimiento del mundo sugerido a su propio dispositivo de nominación. Adiós: el título mismo hay que leerlo en esa profundidad.
La reciente edición de La Pléyade, cuyo aparato crítico tiene como objetivo principal ``descubrir las fuentes de inspiración'' del autor, se interroga gravemente sobre Balzac: ``Nada permite suponer que él haya visto en el bosque de la Isle-Adam una loca parecida a Stéphanie'', cuestión fundamental, y abre su análisis con este juicio: ``Adiós no es un relato que carezca de defectos.'' Cuestión importante, en efecto. Cuánto hubiéramos preferido una percepción como la de Maurice Blanchot en Falsos pasos:
``Someterse al encadenamiento fatal que les une a unos y a otros y el cual, en el silencio brusco del escritor, uno escucha la aterradora cadencia abstracta que impone una realidad imaginaria, tanto más poderosa porque esa realidad es el despliegue ineluctable y encarnizado de un cálculo mental. La idea se apodera de esa inmensa posibilidad de expresiones que es el espíritu de Balzac; ella les impone sus exigencias inagotables; saca de ellas una serie de consecuencias que se desarrollan sin fin, con un movimiento más y más contrariado por lo enmarañado mismo de sus propias deducciones, terminando por estallar en un drama de una potencia aterradora, donde no subsiste sino el poder alucinatorio de un espíritu que impone su sueño como la única realidad auténtica.''