La Jornada Semanal, 23 de mayo de 1999
En 1962 se publica la antología Once cubanos cuentan, preparada por el crítico José Rodríguez Feo, fundador junto a Lezama Lima de la revista Orígenes. El antologador reclamaba, entonces, como una urgencia, la necesidad de nuevos asuntos en la narrativa cubana, demasiado apegada todavía a un examen crítico del pasado, que él valoraba en estos términos:
Ese exorcismo del pasado que ejecutaba entonces la narrativa cubana, tuvo en un autor como Guillermo Cabrera Infante, nacido en 1929, una acabada realización. Tomó de su realidad la frustración diaria, el vacío existencial y también las historias de la lucha contra la dictadura de Batista para convertir esta materia en su principal sustento literario.
Años más tarde, otros autores se encargarían de dar nuevos rumbos a la narrativa cubana; ellos asumieron directamente la épica de la realidad contemporánea para tratar de expresarla en términos artísticos. Conciben su obra dentro de la Revolución -como época y también como tema- y traen personajes nuevos: luchadores revolucionarios, traidores, milicianos y apátridas. Ambientes nuevos: Girón, Escambray, escuelas de milicias, cañaverales con trabajadores voluntarios, cooperativas. Y un lenguaje nuevo: el idioma de la guerra, la consigna revolucionaria. El referente es inmediato, esencialmente épico.
En los años setenta -``el quinquenio gris'' de la narrativa cubana, como lo definió Ambrosio Fornet- la mala apreciación política de los fenómenos artísticos truncó una línea consecuente de la narrativa cubana, la cual abortó en un realismo socialista aburrido y complaciente. Muchos autores, por tanto, se sumieron en el silencio.
Nacidos a partir de 1950, los ahora ``nuevos'' narradores y narradoras cubanos se convierten en la voz dominante de la última década, tal vez debido a una cualidad básica que recorre toda su producción: este grupo, lejos de admirar, alabar o reafirmar la realidad -histórica o actual-, la interroga desde una perspectiva esencialmente ética, sólo comprometida con la responsabilidad estética del artista, a su vez comprometido con su realidad. Esta es la generación a la que pertenece Zoé Valdés.
Significativamente, la herencia literaria que recogió esta generación no está directamente emparentada con la obra de sus antecesores literarios sino mucho más cercana a los narradores nacidos en los cuarenta, en especial, a un autor que se mantuvo en solitario durante muchos años: Reinaldo Arenas, cuya obra alucinada y llena de resonancias fabulatorias permaneció ignorada y olvidada en la narrativa cubana.
Hechos tales como el éxodo masivo hacia los Estados Unidos desde el puerto del Mariel en 1980, el regreso temporal al país de los que habían partido después del 59, el llamado ``proceso de rectificación de errores y erradicación de tendencias negativas'' iniciado en 1985 contra lo que se creían verdades y logros establecidos, entre otros fenómenos, vinieron a demostrar que la realidad cubana no era perfecta ni definitiva.
La narrativa cubana recibe de esta generación el aporte de un personaje y un ambiente hasta entonces desconocido para la literatura cubana: el joven marginal. El marginalismo no como una fuente de conflictos puramente delictivos sino de los conflictos de un sector de la juventud cubana cuya existencia bordea la ilegalidad y la alienación.
Zoé Valdés, como Reinaldo Arenas, constituye una realidad disidente dentro -y fuera- de Cuba. Ambos encarnan la fuerza y la apertura de la literatura cubana que se da gracias -o a pesar- de su insularidad. Literatura impregnada de un mundo de vanguardia, cosmopolita -en donde el nacionalismo y el cosmopolitismo no resultan ideas opuestas.
En Zoé Valdés encontramos el disfrute de la palabra por la palabra misma; una invitación a disfrutar el lenguaje -el lenguaje de la calle, del solar; un texto abierto donde las palabras son las depositarias del juego. La autora nos hace una propuesta: jugar con las palabras como objetos manipulables. Y nos recrea situaciones sólo conocidas por los que permanecieron en la isla -los que padecieron los estragos después de despertar del sueño romántico de la Revolución. Así, por ejemplo, en Café Nostalgia, Ana le dice a Mar, la protagonista, cuando ésta le aconseja matricularse en Medicina o Pedagogía -únicas carreras que el Ministerio de Educación ha decidido abrir, pues la Revolución no necesita artistas, sólo médicos o maestras-: ``la vocación no existe -advierte el eslogan revolucionario-, la vocación es el deber cumplido''.
Situación que parece rayar en lo grotesco y lo absurdo y que, sin embargo, resulta la esencia de lo cotidiano en Cuba. ``La nada cotidiana'' como bien dice la autora. Leer a Zoé Valdés es adentrarse en un mundo pantagruélico en el cual abundan lo hiperbólico y la comedia -y quizás, por eso mismo, el dolor.
La escritura rítmica de Zoé Valdés une lo popular de los boleros con lo culto. Y es en Te di la vida entera que percibimos la influencia de Cabrera Infante. Los mundos de ambos escritores se acercan, se imbrican. Más que situaciones de hechos dramáticos, estos autores nos brindan situaciones de ambiente (diferentes barrios, diferentes ámbitos). Obras que hablan más a las sensaciones que a las ideas. Mundo visual, de olores, sabores. Representación de un microcosmos -La Habana-, formas de experimentar la sexualidad, lo escondido. Obras que pintan un mural, que nos dan la representación alegórica de una situación; que dan la imagen de La Habana, de una forma de sentir, de capturarla.
La literatura de Zoé Valdés es también la expresión de una voz: la de la disidencia. El fenómeno de dos literaturas con una vertiente, pues el punto de unión de los escritores y escritoras cubanas reside en los orígenes, en compartir un pasado. La literatura de los disidentes, en el exilio, se nutre de un deseo: apropiarse de una tradición para legitimar su exilio, para establecer una memoria cultural. Una memoria que podría permanecer en el silencio dentro de Cuba -en los silenciosos y los silenciados.
La literatura cubana siempre está permeada por la política y por la nostalgia. Y es así que en Café Nostalgia nos dice Zoé Valdés: ``Cada vez somos más numerosos lo desperdigados por el mundo. Estamos invadiendo los continentes; nosotros, típicos isleños que, una vez fuera, a lo único que podemos aspirar es al recuerdo. Aferrados al nombre de las calles apostamos a una geografía del sueño. Dormir es regresar un poco.''
``Ella viene de una isla que quiso construir el paraíso.'' Así comienza La nada cotidiana de Zoé Valdés. Y prosigue: ``Ella es como cualquier mujer, salvo que abre los ojos a la manera de las mujeres que habitan las islas: hay una tranquila indiferencia en sus párpados.'' La prosa de Zoé Valdés, sus cadencias y ritmos, se acercan a la poesía. Como bien sabemos ella es, ante todo, poetisa.
La textura de las mujeres de sus novelas -Patria, quien, por amor, quiso llamarse Yocandra, la Niña Cuca, Mar -está hecha de recuerdos, nostalgia, música, humor, desparpajo, sensualidad, olores, sabores; en fin, de una materia inasible pero también de una lógica a toda prueba: ``que la vida es corta y uno no se dio el lujo de nacer por hueco tan estrecho para romperse la cabeza con tan extravagante manera de ordenar lo que es redondo y viene en caja cuadrada, lo inexplicable.'' Son criaturas de isla, de recuerdos de sal y horizontes perdidos: ``Si pudiera elegir... -dice Mar en Café Nostalgia- Evocaría el silencio, empecinada en callar la añoranza.''