Los errores de la OTAN en sus ataques a Yugoslavia dan actualidad a este texto escrito hace más de 40 años. Greene reconstruye su experiencia a bordo de un bombardero: ``Había algo tan estremecedor en lo fortuito de nuestra selección de la presa; nada más pasábamos casualmente, sólo requirió una andanada, no había nadie que contestara el fuego, ya habíamos partido otra vez, añadiendo una pequeña cuota a los muertos del mundo''
Era diciembre de 1952. Durante horas había jugado a los bolos en el aeropuerto de Haifong, en espera de una misión. El tiempo estaba nublado y los aviones quietos y nadie tenía ningún quehacer. Al final fui a la ciudad y bebí coñac y soda en la cantina del escuadrón gascón. De manera oficial, supongo, estaba en el frente, pero no bastaba: si uno escribe de la guerra, el respeto a uno mismo exige compartir ocasionalmente una muy pequeña porción del riesgo.
Eso no era fácil, dado que había órdenes del Etat Major de Hanoi de que sólo me permitieran volar en ataques horizontales. En esta guerra indochina los ataques horizontales eran tan seguros como un viaje en autobús. Uno volaba por encima del alcance de la artillería enemiga; uno estaba a salvo de todo excepto de un error del piloto o una falla en la máquina. Uno salía conforme al itinerario y regresaba con el itinerario: El cargamento de bombas caía en diagonal, surgía una columna de humo en el entronque de caminos o en el puente y entonces uno volaba de regreso para la hora del apéritif y a lanzar bolos en la grava.
Ataque vertical
Pero esa tarde, mientras bebía coñac y soda en la cantina, llegaron órdenes para una misión. ``¿Quiere venir?'', dije que sí. Incluso un ataque horizontal sería una forma de matar el tiempo. Cuando viajábamos al aeropuerto el oficial señaló: ``Este es un ataque vertical''. Yo dije: ``Pensé que se les había prohibido...'' ``Siempre que no escriba nada de esto'', dijo él. ``Podrá ver una parte del país que no ha visto antes, cerca de la frontera con China. Cerca de Lai Chau''.
-Pero yo creía que ahí todo estaba tranquilo, y en manos de los franceses.
-Estaba. Tomaron el lugar hace dos días. Nuestros paracaidistas se encuentran a sólo unas horas de distancia. Queremos que los viets mantengan la cabeza dentro del agujero hasta que recapturemos el puesto. Eso significa vuelos rasantes, y ametrallamiento. Sólo podremos disponer de dos aviones; uno está haciendo el trabajo ahora. ¿Ha estado alguna vez en un ataque vertical?
-No.
-Es un poco desagradable cuando uno no está acostumbrado.
El escuadrón gascón sólo tenía pequeños bombarderos B26, los franceses les llamaban prostitutas, no parecían tener medios de sustentación visibles, dada la corta envergadura de sus alas. Me ubicaron en una pequeña banca de metal del tamaño de un asiento de bicicleta, con las rodillas contra la espalda del navegante.
Salimos por el río Amarillo, elevándonos lentamente, y a esa hora el río Rojo era verdaderamente rojo. Era como si uno regresara lejos en el tiempo, y lo viera con los ojos del viejo geógrafo que lo nombró así por primera vez, en esa hora precisa, cuando el sol tardío lo llenaba de orilla a orilla. Entonces viramos hacia el río Negro, a 9 mil pies, y era realmente negro, lleno de sombras, ocultándose del ángulo de la luz: y la enorme, majestuosa escenografía de peñascos y desfiladeros y selva giraba alrededor y se erguía bajo nosotros. Usted podía haber lanzado un escuadrón en esos campos verde y gris sin dejar mayor traza que unas cuantas monedas en un campo de cosecha. Allá lejos, al frente de nosotros, se movía un avión como un mosquito. Estábamos asumiendo la tarea.
Giramos dos veces por encima de la torre y la aldea circundaba de follaje, entonces subimos en tirabuzón: el piloto volteó a verme e hizo un guiño: en sus manos tenía los controles de la ametralladora y de la recámara de las bombas: cuando llegamos a la posición de picada sentí el aflojamiento de los intestinos que acompaña una nueva experiencia, el primer baile, el primer banquete, el primer amor. Me acordé de los juegos mecánicos en Festival Gardens, cuando se llega a lo más alto no hay forma de escapar: usted está atrapado en la experiencia. Mientras descendíamos sólo tuve tiempo de ver el cuadrante que señalaba los 3 mil metros.
Ahora todo era sensación, no había vista. La presión me llevó contra la espalda del navegante: era como si algo de un peso enorme presionara mi pecho. No me di cuenta del momento en que se lanzaron las bombas: entonces traqueteó la ametralladora y la cabina se llenó con el olor a pólvora y mi pecho se libró del peso cuando nos elevamos. Y el que cayó fue el estómago, haciendo espirales como un suicida hacia el suelo que dejábamos. Durante cuarenta minutos no existieron las preocupaciones: no existió la soledad incluso. Mientras trepábamos en un gran arco pude ver el humo en la ventanilla lateral que me apuntaba. Antes de la segunda picada sentí miedo; miedo a la humillación, miedo a vomitar en la espalda del navegante, miedo a que mis envejecidos pulmones no soportaran la presión. Después de la décima picada sólo sentí irritación; el asunto había durado demasiado, era tiempo de regresar. Y de nuevo nos colocábamos fuera del alcance de las ametralladoras y virábamos y el humo se hacía un punto. La aldea estaba rodeada de montañas excepto por un lado. Teníamos que acercarnos por el mismo lugar, siempre a través de la misma hendedura. No había forma de variar nuestro ataque. Mientras descendíamos por decimocuarta vez, ahora que estaba a salvo de la humillación física, pensé: ``Ellos sólo tienen que ubicar una ametralladora en posición''. Levantamos de nuevo la nariz; tal vez no tenían ametralladora. Los cuarenta minutos de patrullaje parecieron interminables, pero me había librado de la molestia de los pensamientos personales. El sol se hundía cuando viramos rumbo a casa: había pasado el momento del geógrafo: el río Negro ya no era negro, y el río Rojo sólo era dorado.
Bajamos de nuevo hacia el río, lejos de la selva rugosa y agrietada, apuntados como una bala a un pequeño sampán en la corriente amarilla. La ametralladora sólo soltó una andanada de trazadoras y el sampán estalló en una lluvia de chispas: ni siquiera esperamos a ver la lucha por sobrevivir de nuestras víctimas. Sino trepamos y regresamos a casa. Otra vez pensé, como había pensado cuando vi a un niño muerto en una zanja en Pat Diem, ``odio la Guerra''. Había algo tan estremecedor en lo fortuito de nuestra selección de la presa; nada más pasábamos casualmente, sólo requirió una andanada, no había nadie que contestara el fuego, ya habíamos partido otra vez, añadiendo una pequeña cuota a los muertos del mundo.
Me puse los audífonos para escuchar al piloto. El dijo: ``Nos desviaremos un poco. La puesta de sol es magnífica en el calcáreo. No debe perdérsela'', añadió amablemente, como un anfitrión que muestra la belleza de su finca, y durante cuatrocientas millas seguimos la puesta de sol en la Bahía de Along. El rostro de marciano encasquetado miraba con melancolía las barrancas doradas, entre las enormes jorobas y arcos de piedra porosa, y la herida del crimen dejó de sangrar.
Listener. 15 de septiembre de 1955.