MAR DE HISTORIAS

Nunca más allá

n Cristina Pacheco n

 

Aquí todo el mundo vive de prisa, pero no tanto como ese hombre que camina rumbo a la lechería, tal vez a la farmacia o cuando más lejos a la miscelánea. El jamás considera la posibilidad de ir a ningún otro sitio porque sabe muy bien que sólo dispone del tiempo indispensable para recorrer cuatro o cinco cuadras, surtirse de comida o medicinas y regresar.

El hombre apresurado se llama Remigio Martínez, pero casi nadie se refiere a él por su nombre. La mayoría lo llama "el Hermano". "ƑDe quién?", preguntan los nuevos vecinos. "Del Loco". Basta que oigan esta frasecita para que el interés de los curiosos se convierte en duda -"ƑHice bien en mudarme a esta calle?"- o en repugnancia. En cuanto a los interrogados, después de pronunciar esas dos palabras -"del Loco"- enmudecen porque saben que en su brevísima respuesta resumieron con maestría una historia larga, trágica y en ocasiones graciosa -sólo que a la manera en que puede serlo algo que les suceda al "Loco" y al "Hermano".

Al paso del tiempo esos dos individuos han ido perdiendo, además del nombre, muchas otras cosas de gran valor. Primero "el Loco" extravió la razón y meses después al "Hermano" se le escapó su mujer. Todos recuerdan la prisa con que una mañana Zaira atravesó la calle sin importarle que se fueran saliendo del beliz las prendas que minutos antes había empacado sin prestar atención a las promesas de Remigio: "Esta vez si voy a conseguir un hospital dónde internarlo, te lo juro". "ƑInternar a quién?", preguntaron los transeúntes que por casualidad pasaron aquel día por la Calle Doce. "A su hermano loco", fue la respuesta que no necesitaba explicaciones adicionales.

Después de que Zaira se fue, Remigio perdió las ganas de afeitarse, peinarse, ponerse ropa limpia, cortarse el pelo, corresponder a los saludos de los vecinos, oír a los niños cuando le piden ayuda para bajar a sus gatos de los árboles; también perdió el hambre, el sueño, el interés por darle cuerda a su reloj, leer los anuncios que entran por debajo de la puerta o enterarse qué día de la semana está viviendo.

En medio de todas estas pérdidas, Remigio ha conservado la fe en Dios, la esperanza de que Zaira vuelva, el apetito sexual, la certeza de que su madre sigue mirándolo desde el cielo y una inagotable paciencia para asistir a su hermano. "ƑA cuál?" "Pues al único que tiene: el Loco".

 

II

 

Hace mucho que el desánimo de Remigio desbordó los límites de su cuerpo y se esparció por toda sus vivienda, transformándola. Primero adquirió esa apariencia árida y desolada que suelen tener las casas donde se nota la ausencia de una mano femenina -y esto a pesar de que Remigio conservó durante meses los cadáveres de las gladiolas que Zaira había comprado un domingo, sin imaginarse que antes de que se marchitaran las flores fenecerían su paciencia y su espíritu de sacrificio: "Hazte a un lado, no intentes detenerme. Esta vez estoy decidida a irme de aquí. Prefiero morirme, óyelo bien: morirme, a vivir un día más en esta maldita casa. Quédate con tu hermano si quieres, yo me voy antes de que me vuelvan loca entre los dos".

Fue precisamente aquella mañana cuando Remigio juró que esta vez sí buscaría una institución dónde alojar a su hermano. Zaira, quien había escuchado mil veces al juramento, no lo tomó en cuenta y siguió empacando su ropa en el beliz negro. Remigio puso la mano en el hombro de su mujer y para expresarle cuánto la amaba, le dijo: "Te quiero más que a nadie en el mundo". Zaira se volvió a observarlo de tal forma que Remigio la creyó contagiada con la enfermedad de su hermano; pero no era así, al contrario, la mujer manifestó un buen nivel de cordura al preguntar: "ƑMás que al Loco? Entonces demuéstramelo: sácalo de aquí, échalo a la calle, haz lo que sea para que yo no vuelva a verlo: ya no lo soporto".

Remigio lloró y trató de hacerle ver a su esposa que era imposible darle semejante prueba de amor. "En ese caso, me voy", respondió Zaira sin levantar el tono de voz. Luego tomó su equipaje y en cosa de segundos atravesó la distancia que la separaba de la puerta. A partir de allí corrió por la Calle Doce, sin importarle que sus ropas fueran saliéndose del beliz mal cerrado y sin oír las reiteradas promesas de Remigio -"Esta vez sí voy a conseguir un hospital dónde internarlo, te lo juro-", Zaira detuvo un taxi y desapareció en su interior. Remigio permaneció inmóvil unos segundos pero luego recordó a su hermano y se apresuró a volver junto a él.

Hundido en el desconsuelo, Remigio no se percató de que la casa poco a poco iba contagiándose de la enfermedad de su hermano. Al paso del tiempo el comedor se convirtió en una especie de botica, la cocina en lavadero, las recámaras en campos de batalla, la sala en excusado, el baño en cuarto de terapia intensiva donde -con base en regaderazos- lograba replegar los apetitos sexuales del "Loco" o disminuirle las convulsiones. Una mañana Remigio despertó y no pudo reconocer su casa. Sólo entonces se dio cuenta de la terrible transformación que había sufrido. Quiso reconstruir su mundo y para lograrlo se hundió en una actividad febril. Duró hasta que, por accidente, encontró tirada entre las inmundicias una zapatilla de Zaira. Con ella entre las manos. Remigio estuvo reflexionando y al cabo de un buen rato llegó a una conclusión: "Si mi esposa vuelve, en un minuto ordenará la casa; pero Ƒqué objeto tiene que yo lo haga mientras ella no regrese? Ninguno".

 

III

 

Así como el abandono desbordó el cuerpo de Remigio, el desorden doméstico rebasó las paredes amarillas de la casa y salió por las ventanas, se deslizó por debajo de la puerta, descendió los tres escalones de granito, alcanzó la banqueta y al fin llegó hasta el arriate. El pequeño vergel que había sido motivo de orgullo para Zaira pronto se convirtió en un matorral donde quedan atrapados papeles sucios, envolturas, bolsas de plástico. Cuando el viento los agita les arranca rumores de hojarasca. "Al escucharlos, se alegra". "ƑQuién?" "El Loco, Ƒno lo oyes cantar?"

Mientras el enfermo se aferra a las cortinas polvorientas para que no lo fulmine el peso de su dicha, Remigio llora y se pregunta cuándo regresará Zaira. La ilusión de reconstruir su vida al lado de su mujer lo vuelve indiferente al extraño canturreo de su hermano y entra en una especie de éxtasis que lo hace caer de rodillas, con los brazos abiertos, y parecerse a los ángeles de mármol que protegen la paz de los sepulcros. Remigio mantiene esa postura durante el mucho tiempo que necesita para contarle a su madre lo que sucede allá en su corazón.

Así sorprende a los hermanos la primera luz del día, pero ellos lo transforman en noche. Mientras todos sus vecinos se disponen a comportarse según las exigencias de un lunes o un domingo, ellos se tienden en el piso y adoptan posiciones que desfiguran la apariencia del sueño. Con la cabeza oculta entre los brazos y las rodillas tocándole el mentón, Remigio cobra el aspecto de un cadáver pudriéndose en el campo de batalla: en cambio, su hermano, de espaldas sobre el piso, conserva la serena inmovilidad de un monje en oración.

Como siempre, a Remigio lo expulsa de su breve descanso el balbuceo terco del "Loco". Para otros sería incomprensible, no para él que, a fuerza de entrenamiento e instinto, ha aprendido a interpretar el desarticulado lenguaje con que el enfermo expresa dolor, incomodidad, frío, disgusto, apetito.

Remigio tiene presente que debe atender rápido las exigencias de su hermano, que lo observa sonriendo de una manera extraña. Se levanta y sin ordenarse la ropa o el cabello sale rumbo a la lechería, tal vez a la farmacia o cuando más lejos a la miscelánea. Nunca imagina siquiera ir más allá porque sabe que apenas cuenta con los minutos necesarios para regresar a su infierno.