Igual que sucede con otras instituciones (pienso, por ejemplo, en los partidos políticos), en la Universidad acontece algo que se antoja de verdad inverosímil: no hay debate sobre nuestra casa de estudios. Ello, no obstante que tenemos un centro dedicado, precisamente, a los estudios sobre la Universidad y que de la pluma de muchos de nuestros investigadores salen, casi a raudales, estudios de toda índole sobre la misma. Hay, además, centros de investigación fuera de la UNAM y muy competentes estudiosos que producen cada año multitud de análisis que son siempre provechosos. Pero no hay debate. No se discute. Los muy buenos trabajos que se producen apenas dan para mantenerse informados.
Los problemas se plantean y siempre se trata de proponer soluciones, pero estos esbozos no fructifican ni se difunden con seriedad. Es indudable que todos los que nos dedicamos a la docencia y a la investigación estamos siempre pensando en lo mejor que podemos hacer por nuestra Universidad, pero, luego, no hay canales para que ello cuaje en convicciones o acuerdos comunes entre nosotros. La Universidad, empero, sigue avanzando y sigue reuniendo la mayor cuota de talento en este país; eso, en contra de la moda persistente de descalificarla y desprestigiarla, sobre todo cuando se la compara con la universidad privada. En realidad, no hacemos casi nada por ella y, sin embargo, ella sigue su marcha.
Debería suponerse que, cuando hay un conflicto estudiantil como el que ahora nos agobia, tuviéramos la oportunidad de debatir y pensar (o repensar) en el modelo ideal de Universidad que queremos y necesitamos como nación. Pero está comprobado que esos conflictos no son la mejor ocasión para hacerlo. Las pasiones se desbordan, como no podía ser de otro modo, las mentes se vuelven obtusas, los oportunistas y charlatanes de toda laya hacen su agosto, los caciques universitarios (que, como ya he dicho en otras ocasiones, están entre los mayores intelectuales de México, algunos de ellos zapatistas, šquién lo pudiera creer!) buscan a toda costa preservar sus privilegios, la sociedad no nos entiende y nos damos con la mayor facilidad a la antropofagia más despiadada.
En este tipo de conflictos, por lo regular, no hay liderazgos ciertos y seguros. La lucha se vuelve a muerte, cuando, en el fondo, no hay ninguna razón para ello. Y vienen los furores de la intolerancia y de la incapacidad total de entendimiento y de intercambio de ideas. Pudiera pensarse que eso es propio de los adolescentes que nutren el movimiento estudiantil; pero no es así, pues los mayores, y aún no encuentro verdaderas razones para que eso se dé, resultan peor que sus pupilos. En algunos casos sólo se trata de energúmenos y oportunistas de los que bien sabemos que sólo buscan el menor pretexto para echar sus redes en río revuelto. Lo que verdaderamente desazona es la virulencia y, a veces, hasta la violencia sin razón de que todo el mundo se ve poseído, que aniquilan cualquier posibilidad de diálogo y, menos aún, de debate.
En abstracto, es fácil aceptar que cada uno tiene todo el derecho de expresar lo que piensa y que no por ello se le convertirá en una bestia negra a la que habrá que callar a como dé lugar. Me resulta increíble que hasta mis mejores amigos en la Universidad me reprueben ahora el que yo exprese mis convicciones. Los académicos universitarios, por naturaleza, a veces sin tener ninguna militancia política, siempre andan, fascinados, tras de una causa justa y, ni duda cabe, casi todos piensan que la de los estudiantes es una causa justa. Eso no se los puedo reprochar, pero no me parece que ahora anden linchando a todos los que no están de acuerdo con ellos.
Los chicos huelguistas, por sí solos, no son los indicados para decidir si se suspende la huelga. Eso lo deben hacer las autoridades universitarias que, por lo visto, no saben tratar ni resolver los problemas como no sea en el gabinete y en privado. A estas alturas, francamente, ya no entiendo qué es lo que pretende el rector Barnés ni cuál es su juego. Los académicos, como siempre, podrían desempeñar el mejor papel en este conflicto, pero su ramplón servilismo y su oportunismo, sea de un lado sea del otro, ha provocado que nadie los tome en serio y sean un auténtico cero a la izquierda. El resultado es que ninguno de ellos tiene autoridad suficiente para dirigirse a los dos bandos. Es, ni más ni menos, que el fruto lógico de la tremenda dispersión y el terrorífico aislamiento en el que todos se encuentran, lo que, de paso, ha evitado, todo el tiempo, que nos pongamos a debatir, en serio, sobre los graves problemas que nuestra Universidad afronta. Qué saldrá de todo esto es algo que nadie acierta a saber.