Luis González Souza
¿Qué UNAM para qué país?
Dicen que no hay mal que por bien no venga. Gracias a la huelga estudiantil en la UNAM, nos hemos visto en la necesidad de repensar muchas cosas. Cosas referentes, no sólo a la mayor universidad de América, sino al futuro mismo de México. También dicen, sin embargo, que un mal no bien digerido, tarde o temprano se convierte en algo peor.
Para que la huelga pueda terminarse y resulte fructífera, parece indispensable un verdadero diálogo universitario, es decir, un diálogo honesto, inteligente, constructivo y de cara a la nación: de la nación actual y de la más deseable. Nadie puede olvidar que la UNAM finalmente se debe a toda la nación, más que cualquier otra universidad.
¿Por dónde empezar? Da igual, porque si lo que se proyecta es un México mejor, todos los caminos llevan a la necesidad de recuperar la UNAM en un doble sentido: recuperarla de su innegable declive, y recuperarla de la tecnoburocracia que se ha apoderado de ella. Empecemos, pues, por el asunto de las cuotas, que fue el detonante del nuevo, y muy probablemente histórico, movimiento estudiantil.
Todos decimos querer un México transparente. Y es que urge sepultar la subcultura de la corrupción, de las componendas a espaldas de la sociedad y (para colmo) de la impunidad resultante. La UNAM fue, es, o debería ser el mayor semillero de valores educativos en el país. Con mayor razón, entonces, las autoridades universitarias deben predicar con el ejemplo al actuar con transparencia. Por lo menos deben responder a estas preguntas: ¿De qué tamaño es el problema financiero que se pretende aliviar con el aumento de cuotas a los estudiantes? ¿Cómo se originó el problema? ¿Qué se propone para que no reaparezca?
Por más rodeos que se intenten, una respuesta honesta inevitablemente desembocaría en otros tantos lastres del país y de la UNAM que hoy tenemos, y que también urge superar. Por ejemplo: una administración ineficiente o corrupta, decisiones tan desatinadas como autoritarias, incumplimiento de las pocas decisiones que sí son fruto del consenso (resolutivos del congreso universitario de 1990. Acuerdos de San Andrés), renuncia a responsabilidades básicas como la de contar con un presupuesto suficiente para educación (el rector no lo exige, el Presidente no lo autoriza), en fin, muchos gastos superfluos, injustos o clientelares: Fobaproa, viajes, viáticos, personal de confianza al por mayor (incluyendo porros y guaruras), sin faltar sueldos tan excesivos que hasta les da pena publicarlos (para no mencionar los salarios vitalicios). Ante ello: ¡Que paguen los estudiantes!
De un modo u otro, todos esos lastres tienen que ver con la falta de democracia. Sin democracia en forma y fondo, en principios y en valores, irremediablemente la UNAM continuará desplomándose. Todas las cuotas estudiantiles del mundo, lejos de resolver el problema financiero, no harían más que reciclar el círculo antidemocracia-corrupción-despilfarros-más cuotas-más huelgas-antidemocráticas, total: persecución y represión de los huelguistas. En el mejor de los casos, el ciclo se cerraría con un diálogo antiuniversitario: de espaldas a la nación (en lo oscurito), regido no por ideas sino por autoexculpaciones (principio de autoridad, madre del autoritarismo), regateando hasta las propuestas más pertinentes, y disponiéndose a incumplir los acuerdos imparables (como en el congreso de 1990 logrado por el CEU).
Por si fuera poco, a la antidemocracia convencional se suma una antidemocracia de raíz: la exclusión de más y más jóvenes de las aulas universitarias, el mayor alejamiento del ideal de una sociedad plenamente educada. En lugar de preservar la UNAM como paradigna y último bastión de la educación como derecho de todos (ricos y pobres, blancos y morenos), el plan Barnés tiende a apuntalarla como una más de las ya muchas universidades-negocio que pululan en México. Universidades por definición elitistas: sólo para quien pueda pagarlas, sólo para quien ve la educación como una compra-venta de conocimientos y sólo de conocimientos para el provecho individual e inmediato.
Así, el diálogo requerido para hacer fructífera la huelga de la UNAM, también tendría que incluir preguntas de fondo: en plena era del conocimiento, ¿puede México salir adelante sin una sociedad plenamente educada? ¿Puede lograrse la plena educación con puras universidades-negocio? ¿Qué reformas requiere la UNAM para resurgir como una universidad desde y para la nación? ¿Debe la UNAM ser motor, o freno, de un México con futuro?