Con premio Nobel o sin el supremo galardón, lo importante en el artista es su exquisita sensibilidad humana, pues la novela, el poema, la pintura o la música, si no expresan esencias de los altos valores del hombre, dejan de ser obras culminantes en la cultura universal. El íntimo secreto del arte está en la delicada comunicación que se da entre las instancias más nobles de la sociedad y la expresión concreta que adquieren gracias al trabajo de un autor, según se percibe cuando, hoja tras hoja, se va entrando en la profunda literatura que José Saramago ha entregado a sus contemporáneos, percepción igual la sentida con Thomas Mann -La Montaña Mágica, Doctor Fausto o Los Buddenbrooks por ejemplo-, James Joyce -Retrato de un Artista Joven y Ulises-, y para hablar de lo nuestro, en las magistrales letras de Carlos Fuentes. Pero en Saramago hay, además, la reciente entrevista que concedió a Jaime Avilés (La Jornada, No. 5280 y 5281), en la cual el célebre portugués reflexiona sobre el destino de lo humano en el trágico panorama de finales del siglo XX. Luego de hablar de los horrores que hieren a Yugoslavia y de la preocupante indiferencia del resto de la sociedad ante el genocidio que registra día a día la televisión del mundo, Avilés preguntó al Pessoa viviente si la explosión de misiles, bombas, armas y violencia sin moral que practica la OTAN en casa de los servios, ¿no muestra que la dinamita puede ser superior a ``todo lo que se ha creado y pensado a lo largo de tantos años de civilización'' y, por tanto, si no estaremos en ``la última estación del tren de la especie humana...''?, a lo que Saramago contestó sin pesimismo que en la oscuridad hay afortunadamente gentes con pensamiento claro y justo, ``personas buenas, auténticas, responsables''.
Pero la duda de Jaime Avilés sigue implantada en la conciencia de nuestro tiempo: ¿acaso la humanidad ha llegado al momento de tirar por la borda la civilización y entronar a la barbarie como símbolo del triunfo de la destrucción sobre la creación? Hace días, un amigo comentaba la brutalidad que existe en el presente, desde los etnocidios hitlerianos hasta las carnicerías que ejecutan los estadunidenses en los Balcanes, mas observaba que la oscuridad de hoy no anuncia la perdición del hombre; con viveza, argumentó sobre las maravillas que la ciencia es capaz de realizar cuando enlaza el conocimiento con la ética; ¿no es un milagro, decía, que podamos encender un foco en el hogar y echar fuera a las tinieblas de la noche?, ¿no es una victoria de la virtud que la gente humilde proteste públicamente contra el homicidio que realiza en Bruselas la aviación otanesca?
Lo cierto es que el mal no es inconcluso, porque el bien salta y lo derrota precisamente cuando parece que la maldad se entrona para siempre. Ni Alejandro el Grande, ni César ni Carlomagno ni Napoleón ni Hitler o Stalin, ni Nixon o Clinton, han logrado oprimir a la humanidad toda. Más que la racionalidad o la emoción propias del hombre, la libertad le es tan esencial que ninguna fuerza puede purgarla de sus actos. Es posible así mirar a la historia como una batalla de la liberación contra las prisiones que levanta el dogmatismo al convertirse en instrumento de la verdad inobjetable que busca legitimar la expoliación de los más por los menos. En la visión de nuestro mundo hay paraísos de poder material en manos de la minoría, e infiernos para la mayoría, de acuerdo con la sugerencia que hizo Saramago al hablar con Avilés.
¿Hay alguna explicación lúcida de lo que está sucediendo en las postrimerías del siglo? Desde los tiempos remotos, el hombre ha sido atado con ataduras que se le vienen encima desde fuera, y también desde los tiempos remotos ha sabido romperlas y escapar de las trampas que lo rodean. El nómada se liberó al inventar la agricultura; los seguidores de Espartaco rompieron cadenas al derribar las murallas del imperio montado sobre las servidumbres; y lo mismo sucedió cuando los pueblos escaparon del feudalismo, de la monarquía absoluta, y tal es la lucha que registra nuestro tiempo. El capitalismo trasnacional exige y necesita el aniquilamiento de las naciones para construir el sistema global que garantice la ganancia y la acumulación que lo tonifican, sin importar que la libertad individual o colectiva sea asfixiada por los operadores de la organización planetaria. En el escenario económico mundial no cabe el pensamiento crítico, y los bombardeos de Yugoslavia e Irak u otras matanzas anteriores e inminentes son parte de la unipolarización política totalitaria que es indispensable a la consolidación de una economía global sin fronteras ni obstáculos culturales. Pero no pocas piedras están en los zapatos del Goliat moderno; por necesidad objetiva y lógica, la afirmación del régimen subyugante comienza a ser negada por las negaciones liberadoras que apuntalan el optimismo civilizador del futuro. Los cañones nunca han sido la última palabra en la historia; la última palabra ha sido siempre la palabra de la razón unida a la moral.