Adolfo Sánchez Rebolledo
¿Adiós al corporativismo?

En unos días México -el país político y oficial- ha visto tambalearse dos de sus mitos fundacionales. Primero fue la disposición jurídica que impide la libre sindicalización de los trabajadores al servicio del Estado. Luego se puso en la picota la ley no escrita que concede al Presidente la facultad de nombrar a su sucesor en el PRI.

En un caso, la Suprema Corte abrió una gran rendija para acabar con el monopolio sindical que sirvió como cimiento al presidencialismo clásico. En el otro, la decisión adoptada por el PRI para que su candidato surja de un complejo proceso de elección, en el que podrán participar sus miembros y simpatizantes, marca un hito en la historia de ese partido y en la profundización de la transición mexicana. Aunque ambos asuntos pertenecen a esferas distintas y tienen pesos muy diferentes en la vida pública nacional, su erosión contribuye a poner punto final al viejo corporativismo que fue la base de sustentación del régimen político a lo largo del siglo XX. Ese es el signo de los tiempos.

La responsabilidad la tiene, ¿podría ser de otro modo?, el Presidente de la República, pero si se observan con detalle los últimos sucesos se verá que no se trata de un acto aislado, sino de una respuesta, acaso demasiado tardía, a los grandes cambios que ya han ocurrido en la sociedad y en la política mexicanas. Es un triunfo de los priístas que alzaron la voz para que el PRI se abriera, oponiéndose al sector más inerte y conservador, representado en este punto por José López Portillo y el inefable Alfonso Martínez Domínguez quien, desilusionado, auguró la derrota del tricolor si se dejaba morir la tradición del dedazo.

Las medidas adoptadas constituyen, sin duda, un cambio importante en los procedimientos pero eso no significa, sin embargo, que de la noche a la mañana se modifiquen los hábitos ni desaparezca la tradición de la cargada, en fin, la cultura presidencialista que se filtra a través de todos los gestos del priísmo, impidiéndoles verse a sí mismos como una fuerza democrática más en un mundo que es ya diverso y plural. Un ejemplo obvio: la reacción ante el anuncio de que el secretario de Gobernación dejaría su cargo para entrar a la competencia por la Presidencia fue recibido por muchos como un destape al viejo estilo, sin consideración alguna por las decisiones que unas horas antes aprobara el Consejo Político entre vapores democráticos y cánticos de solemnidad histórica.

Ante estos hechos, algunos comentaristas se muestran totalmente escépticos y miran con sorna los balbuceos democráticos del priísmo, arropándose en el hecho seguro de que nadie sabe cómo terminará todo esto. Y es que, en efecto, hay algunos temas críticos. Por ejemplo, según la fórmula adoptada ganará la candidatura quien consiga más distritos aunque tenga menos votos. Y eso puede traer problemas. Hay más. Como no hay padrón confiable, en general se repite el mismo esquema de otras elecciones ``internas'': podrán votar tanto los militantes en activo como los simples simpatizantes, de tal forma que la selección sea, en definitiva, parte de la campaña general por la sucesión aunque se diluyan los límites del partido. Y eso por no hablar del tema del dinero, que es el gran boquete en las aspiraciones de equidad en la competencia o del aparato que sigue en manos de los gobernadores, que son capaces de propiciar la cargada pero ahora bajo las nuevas reglas. Hay, pues, argumentos de sobra para mantener una razonable cautela. Pero al mismo tiempo, cualquiera que piense en la historia moderna de México reconocerá en estos hechos el fin de una época. Lo veremos.