Olga Harmony
Pop corn

Hasta dónde la violencia a que se somete a los jóvenes televidentes y espectadores de cine es culpable de los crímenes que cada vez se dan entre adolescentes, es un debate de actualidad en Estados Unidos. La doble moral de sus gobernantes se muestra en que en este momento en que ese país se encuentra sacudido por la masacre de la secundaria en Colorado, el presidente Clinton inicia una campaña contra la cinematografía, pero asiste en Hollywood a una comida para recaudar fondos para su partido; las verdaderas causas no se combaten, entre otras cosas por la poderosa asociación del rifle que se niega a que se legisle la posesión de armas. La glorificación de los antihéroes cobra víctimas hasta entre nosotros, como es el caso del adolescente que hace un par de años, montado en bicicleta a falta de caballo, se soñaba personaje de Clint Eastwood y liquidaba con su vieja pistola a los que suponía asesinos de su padre. Por ello, Pop corn -las palomitas de maíz que asociamos con una función cinematográfica- no nos resulta ajena.

Es verdad que las causas de violencia juvenil en uno y otro país son muy diferentes, pero el dramaturgo inglés Ben Belton nos propone en su par de multihomicidas a dos marginados de la sociedad que muy bien podrían encontrarse entre nosotros, Y si bien en México los asesinos en serie no se dan con tanta frecuencia, ya asoman su feo rostro en Ciudad Juárez. Nos concierne pues, y se agradece mucho al traductor Otto Minera que no intentara mexicanizar el texto, pues Hollywood sigue siendo nuestra primera referencia en este tipo de cine. El humor negrísimo del autor de esta comedia no oculta su ácida crítica, aunque el planteamiento no dé respuestas y al final nos sigamos preguntando acerca de las posibles culpas y responsabilidades.

Pop corn es una excelente comedia, muy brutal, muy inteligente y muy hilarante que cumple muy bien su doble cometido de divertir hasta la carcajada y dejar un resabio reflexivo en los espectadores. Además sostiene personajes muy bien delineados -aunque algunos como Farah Delamiri y Brook Daniels sean casi fársicos en tanto prototipos- como esa Scout, cuya mezcla de guarrez y necesidad de distinción (``Yo no cojo, hago el amor''), así como sus muy tergiversadas ideas feministas, la convierten en un espléndido personaje, casi resumen de la propuesta de Elton. La situación imaginada por el autor, muy de película gore, es uno de los grandes aciertos.

La escenificación de esta notable comedia es llevada a cabo con toda brillantez por el director Mario Espinosa. En un espacio diseñado por Gabriel Pascal en que el mínimo mobiliario da lugar para todos los violentos desplazamientos que se requieren y al mismo tiempo sugiere riqueza y cierta distinción -con sólo dos cambios, el telón que enmarca la entrega del Oscar y la trampa por donde salen entre humo esa especie de Bonnie and Clyde que son Wayne y Scout- Espinosa maneja su trazo muy bien dosificado, medido al principio, con grandes desplazamientos en las extremas escenas de violencia, muy comprimido, como de mala escena telenovelera, en el debate televisivo. En los difíciles movimientos corporales contó con el entrenamiento de Alicia Martínez, la teatrista veracruzana que ya está en la capital. El excelente ritmo y el humor de todo momento son suyos. Y en cuanto a la inteligente comprensión de los personajes, el mérito es suyo y de su elenco.

Fernando Ciangherotti matiza a ese director de cine porno y violento que no es un mero mercachifle, sino que cree en su integridad artística. Juan Manuel Bernal, excelente en su brutal e inteligente Wayne, y Cecilia Suárez deliciosa como Scout. Ludwika Paletta, creíble como adolescente de quince años y Surya Macgrégor como Farah, no pierde el estilo aun en momentos cómicos, al igual que la bella y graciosa Arleta Jeziorska. Complementan, y bien, el reparto, Roberto Medina, Dora García y René Lovo.

Enrique Singer, al frente del proyecto teatral de Argos, ya había probado que la taquilla no se riñe con la calidad escénica al coproducir junto al INBA la exitosa Moliere, de Sabina Berman, a igual que Lázaro Bécker, productor de otros éxitos de crítica y de público. Ahora se unen a Armando Jinich al arrendar el antiguo teatro San Jerónimo -dentro del excelente proyecto de los teatros del IMSS- al que cambian el nombre por el de Lídice, para que la memoria no se pierda. Se les desea éxito en esta línea de teatro que proponen de producción privada, muy necesaria en nuestra ciudad.