León Bendesky
El diputado Mercadante

Río de Janeiro. En Brasil están hoy abiertas 38 investigaciones por denuncias sobre irregularidades administrativas en las diversas instancias del gobierno y del Estado. Estas investigaciones se conducen en las legislatura locales y municipales en 16 estados y, también, en el Congreso nacional; abarcan todo tipo de cuestiones, como operación de las empresas municipales de transportes, el desvío de recursos diversos, las provisiones de los servicios de salud, etcétera. A nivel nacional los asuntos involucrados tienen que ver con los bancos, el sistema judicial y narcotráfico. Pero la corrupción o incluso la sospecha de la mala gestión pública y la colusión con el sector privado no son noticias en ninguna parte del mundo.

No se trata de noticias, nadie oye de esto en CNN. Se trata, en cambio, de la capacidad de la sociedad a través de sus representantes de contar con los medios para conducir investigaciones sobre los asuntos públicos y, de ser el caso, para exigir responsabilidades y la aplicación de la ley. El caso que ha provocado mayor atención es el de las transacciones que ocurrieron entre el banco central y el sistema bancario durante la reciente devaluación del real. Y una de las distintas maneras en que se ha manifestado la deficiente capacidad social frente al Estado, es la participación del diputado Aloizio Mercadante en los debates realizados en el Congreso. La cuestión se remite de modo directo a los debates indecorosos que vimos en el Congreso mexicano en torno al Fobaproa. Las historias, ya lo sabemos, se repiten como una farsa.

Mercadante es diputado de la oposición por el PT. Su argumento consistía en que se habría provocado una gran concentración de ganancias en el mercado de futuros de dólares asociada con la devaluación de enero. La presentación del legislador fue rápidamente atajada por los congresistas del partido en el gobierno, sin que ni una parte ni la otra pudieran construir un argumento convincente que, además, pusiera en el centro del debate la gestión pública del dinero por medio de la política monetaria, las acciones del banco central y la supervisión de las instituciones financieras. Es decir sin que discuta abiertamente el hecho que el dinero es un bien público que se convierte en objeto de enriquecimiento privado. Por eso el dinero está en el centro de las disputas políticas, y de modo más abierto ahora en el marco de eso que se llama la globalización financiera.

El caso presentado por Mercadante contenía toda una serie de cuestiones que iban desde la existencia de flujos de información privilegiada desde el banco central hacia algunos bancos comerciales, la venta de divisas por debajo del precio oficial a dos bancos que después entraron en quiebra y que los mismos funcionarios del área internacional de esa institución calificaron como una operación ``inusual'', la remoción de dos directores del banco central en menos de un mes, el involucramiento del ministro de Hacienda en las operaciones y el desgaste político del gobierno. Pero, finalmente, no pasó nada. El asunto está prácticamente resuelto y de una forma verdaderamente histriónica. El dueño de uno de los bancos acusados de participar en el esquema fue llamado a declarar ante el senado, y después de una brillante exposición en la que sostuvo que había tenido enormes pérdidas y que la carta en la que solicitó la intervención del banco central había incluido en la redacción una sugerencia del instituto central en la que se decía que la quiebra del banco podría llevar a un ``riesgo sistémico'' --léase la crisis del sistema bancario--, lo que justificaría las transacciones. Los senadores del partido oficial aplaudieron calurosamente al empresario y poco menos que le ofrecieron disculpas por las molestias que le había causado todo el asunto.

El agua está tranquila de nuevo. Las enormes pérdidas de reservas internacionales y los quebrantos económicos y sociales que provoca la devaluación quedan atrás. Y ahora se coloca por delante la sorpresiva recuperación de la economía brasileña, el mejoramiento de las finanzas públicas, la renovada confianza de los inversionistas extranjeros y el umbral de una nueva fase de crecimiento. Toda semejanza con hechos conocidos es, por supuesto, mera coincidencia.

Admitamos, en aras del argumento, que el caso no está probado y que sólo quedan, por ello mismo, sospechas de los cargos imputados. Queda un asunto, entre otros, y se refiere a la participación de las autoridades responsables de recibir los cargos que pudiesen levantarse y conducir una averiguación satisfactoria legal y hasta políticamente. Una de las fiscales de la Procuraduría, especialista en asuntos financieros, señaló abiertamente que ni el Congreso ni el propio Poder Judicial cuentan con los conocimientos técnicos ni con la capacidad política para conducir a fondo investigaciones sobre presuntos fraudes financieros. Con ello parece que la fiscal estaría reconociendo la existencia de un amplio campo en el que pudiera reinar la impunidad. Esto puede ser una forma más de la banalización del fraude que existe en la sociedad y es, sin duda, un obstáculo mayor en el proceso de transición a la democracia.