La Jornada Semanal, 16 de mayo de 1999



Antonio Armonía

el cuento del domingo

Penitencia

Guionista y dramaturgo, Antonio Armonía nos habla en este relato de una extraña forma de expiación, típica de nuestra cultura: padecer el martirologio de Nuestro Señor; ser Cristos por un día. A la experiencia religiosa se une el humor y a éste el destino. En la apuesta final, la que hacemos con la vida, el azar -ese dios borgiano que mira a sus criaturas y se divierte con ellas- acaba siempre por ganar la partida.

Pedro se despertó antes de que amaneciera con la tos cascada y áspera de su mujer. Le dolían los huesos de tanto revolcarse en sueños y se puso de mal humor.

Encendió el segundo cigarro cuando amanecía. La rojiza claridad penetraba por la ventana del baño y rebotaba en el espejo. Tiró el cigarro para no fatigar sus pulmones. Iba a necesitar todo el aire del mundo para acarrear aquella crucesota en la procesión. Por un instante sintió su aplastante peso sobre la espalda. Se levantó rápidamente, miró el agua limpia y se preocupó.

Su cabeza se interpuso entre los primeros rayos del sol y la superficie manchada del espejo roto. Notó las bolsas bajo los ojos muy hinchadas. Observó su cuerpo un poco fofo a la altura de la panza y, al recordar el tamaño de la cruz, se sintió abatido. Todo por culpa de Juan. El muy pendejo nunca llegó a la repartición de las cruces en la delegación. ¿Cómo no se le había ocurrido pedirle a Eladio que le apartara una cruz? Su cuñado era un hombre cumplido y no se habría negado a hacerle el favor. A ver si se le hacía el milagrito, se dijo tocando con fervor el crucifijo de oro macizo. Justo el día de la repartición había tenido que acompañar a su mujer al hospital. Ahora tendría que llevar la crucesota. Y la recordó imponente como cuando la vio por primera vez. El hombre de la delegación le dijo que de las grandes sólo quedaba ésa, y luego le había mostrado unas diminutas como si hubiera leído en su cuerpo los signos de la decadencia. Herido en su orgullo, había firmado el recibo mientras el hombre de la delegación le informaba que se la llevarían el Viernes Santo al punto de partida para la procesión. El tamaño descomunal de la cruz que le dibujó su memoria lo aterró. Entonces maldijo a Juan, aunque en el fondo lamentaba amargamente su temeridad. El recuerdo de pasadas proezas físicas, correr cien metros con cuatro sacos de cemento al lomo, lo tranquilizó. No era de los que se rajaban, se dijo, y si quería que Diosito le respondiera con veinticinco mil pesos, tenía que sacrificarse. Con tamaña cruz podía dar el milagro por hecho.

Afuera los rayos oblicuos del sol calentaban el pavimento por donde pasaría el Vía Crucis de Iztapalapa. Una nube blanca y esponjosa tapó el sol, presagio de un día largo y agitado.

Cuando bajaron la cruz del camión entre cuatro hombres, desfalleció. Por un instante pensó en abandonar. Todos tenemos una cruz que arrastrar, pero había de cruces a cruces. La cruz de su vida era comparable a aquel monstruo. Le había tocadoÊsustituir al padre desde los ocho años. Luego la muerte de su madre, y ahora la enfermedad de su mujer. Era un buen hombre. No le había hecho mal a nadie. Supuso que eran pruebas que Dios le imponía.

Todas las miradas convergían en la cruz que sobresalía por un metro largo de las otras y en el forzudo penitente que la acarrearía hasta el Cerro de la Estrella. Un grupo de muchachos jóvenes sonreían burlones de la desproporción entre la edad del penitente y el peso de los maderos. Pedro se arremangó la túnica que le estorbaba para ponerse el cinturón de cargador. Se metió debajo del triángulo que formaban los brazos de la cruz y la levantó con relativa facilidad. Pesa como dos sacos de cemento, calibró para sí mismo, y la dejó reposar en equilibrio sobre la calle.

Las sonrisas de los jóvenes se transformaron en expresiones de profundo respeto por la pía tarea que el hombre se había impuesto. Una señora se arrodilló y empezó a rezar en silencio. Pedro se desajustó el cinturón y se sentó a esperar, mientras pensaba en un revoltijo de cosas. Escupió sobre el pavimento y se distrajo viendo a los niños con sus túnicas, sus crucecitas de juguete y sus caras de angelitos. Los jóvenes fumaban y bebían despreocupadamente. Aparecieron los centuriones con sus armaduras brillantes. Al cabo de un rato, Barrabás y Caifás, vestidos con pieles de chivo. Sólo faltaba Cristo para comenzar el Vía Crucis. Un muchacho le trajo una almohadilla.

-Tome. Para los hombros.

-Gracias -fue la seca respuesta de Pedro, resentido contra el gesto compasivo que le recordaba su soberbia-. Te apuesto cinco mil varos a que llego primero.

El reto provocó sonrisas entre los amigos del desafiado, al que empujaron para picarlo. Al ver las piernas nudosas que asomaban bajo la blanca túnica, los músculos de los brazos esculpidos por el trabajo y la mirada resuelta de Pedro, el muchacho desistió.

-¡Aviéntate! ¡Es un ruco! -lo animó un amigo.

-No tengo lana.

-No seas balín -insistió el amigo.

-Aviéntate tú si te empeñas.

El amigo tampoco aceptó el desafío. Pedro rió con socarronería para humillarlos. Eladio se abrió paso entre la gente.

-Al fin te encuentro. ¿Esta es?

Pedro asintió con orgullo.

-Esta mera. Contaba contigo para que me ayudes a subirla y a bajarla.

En ese momento se acercó un hombre joven, seco y nervudo.

-¿Usted es el de la apuesta?

-¿Qué apuesta? -indagó Eladio.

-Ninguna. Era una broma -aclaró Pedro.

-¿Esta es su cruz? -preguntó el desconocido mientras admiraba el tamaño y el grosor de los troncos-. Le apuesto cinco contra diez.

La mente ágil de Pedro concibió un plan.

-Antes tengo que ver la suya.

Cuando alinearon ambas cruces, la del extraño se vio reducida al tamaño de un juguete por los imponentes maderos.

-Mire nomás la diferencia. Cinco a uno como mínimo. Le hago otra oferta: diez contra veinticinco.

-Hecho.

Se dieron un apretón de manos para cerrar el trato y el desconocido regresó a su puesto en la procesión.

-¿Estás loco? ¿De dónde vas a sacar la lana si pierdes?

-Yo sé lo que hago -respondió Pedro, acompañando su respuesta con un golpe tranquilizador en el hombro y besó el crucifijo de oro macizo. Sonrió satisfecho, como si hubiera hecho el negocio de su vida. Al mirar la cruz para ratificar su habilidad negociadora, ya no estuvo tan seguro del resultado satisfactorio de la apuesta. Tenía ganas de evacuar el vientre. Fue un momento al baño de su casa sin obtener resultados, pero aligeró el cuerpo de gases.

Entró en el cuarto oscurecido por las cortinas de plástico negro. Su hija mayor velaba junto a la cama el sueño febril de su madre. Pedro depositó un beso en la frente húmeda de su mujer.

-Cuídala hasta que vuelva.

-Sí, papá.

Llegó Jesús y la atención se desplazó hacia la cruz ritual de abedul tachonada de plata en las puntas. Los reporteros gráficos se apiñaban en torno a Cristo para tomar la fotografía del momento en que alzara la cruz, gesto que iniciaba el Vía Crucis. Las cruces grandes tenían su carril propio detrás de Jesús, pero nadie podía adelantársele. Pedro estaba a tres filas y el desconocido a unas diez, calculó de un vistazo.

Se encomendó al crucificado y se persignó antes de hacer el titánico esfuerzo, pero Eladio, nervioso por la importancia de su trabajo proporcional a la colosal cruz, la desequilibró. Pedro requirió de toda la fuerza de sus piernas para sostenerla, mientras se tambaleaba agachado. Usó la cabeza para controlar el balanceo del madero y se encajó una espina de la corona en la frente. Salió con gran ímpetu, aguijoneado por el dolor y la rabia de ver su dignidad maltrecha, y hasta le resultó ligera, como saco y medio de cemento.

Aprovechó un momento en que el desconocido se encontraba atrapado entre dos penitentes para adelantarlo en la formación. Cuando tuvo el camino libre, concentró su atención en el pavimento para eludir los baches.

-¿Cómo vas? -le preguntó su cuñado.

-Bien.

Una gota de sangre resbaló con lentitud por su frente, confiriéndole el aspecto de un Cristo barroco. Eladio restañó la sangre con un pañuelo y sólo consiguió embarrársela. La espina estaba bien enterrada en la carne. El dolor le resultaba agradable, lo distraía del crujido que daban los huesos de su espalda y de sus piernas a cada paso.

-Ya estamos llegando -escuchó que le decía Eladio.

Alzó la vista y le chocó el espectáculo de fanatismo. Le repugnó la piedad fingida de los espectadores. Las caras contrahechas por el dolor de las mujeres, las súplicas fervorosas. Todo se le antojaba falso, como en la televisión. El esfuerzo sobrehumano que le imponía a su cuerpo lo alejaba del espectáculo humano de la fe. Ya nadie quería ganarse el cielo. Todo el mundo esperaba que Dios bajara y le hiciera los mandados, se dijo a sí mismo. Cobró plena conciencia de dónde estaba cuando llegó al punto designado para la primera caída.

Pedro dejó la cruz apoyada sobre un brazo en equilibrio. Salió de abajo, mareado. El desconocido se había retrasado y un río de cruces lo ocultaba de la vista. Se secó el sudor teñido de sangre con el pañuelo que le ofreció su cuñado, pero se negó a que le sacaran la espina y lo curaran. Comprendía que no podía alterar el curso de la manda. Iría contra los mismos principios de ésta. Sufrir, humillarse, expiar sus pecados, sacrificarse por el prójimo, cumplirle a Dios como un hombre.

Recordó que no había desayunado bien y le encargó un licuado a Eladio. Por fin localizó al desconocido como a nueve filas más atrás. El triunfo entrevisto en su imaginación lo relajó. Entonces lo acometieron intensas ganas de cagar. No había tiempo. Se tomó con prisa el licuado de papaya que le trajo su cuñado. Ahora el sudor corría a chorros por su frente y empapaba la holgada túnica en los sobacos.

Elevó una plegaria fervorosa al crucificado para que le concediera fuerzas y se persignó. Esta vez le resultó difícil levantar la cruz por la incómoda presión en el recto. Cuando logró alzarla, le palpitaron las sienes y se le nubló la vista. Respiró hondo y emprendió la marcha tratando de conservar un ritmo constante para ahorrar fuerza.

En la esquina se ensanchaba la calle de Lerdo. Ahora la cruz pesaba como dos sacos y medio de cemento y la presencia de la materia fecal resultaba ineludible, como si trajera un camote clavado en el recto. Distrajo su mente evocando pasadas proezas. Se acordaba de haber descargado un camión de sacos de cemento él solo de dos en dos. Había ganado la carrera de sacos tres años consecutivos compitiendo contra profesionales. Recordó los nueve años que trabajó en la Merced. Una vez había caminado cincuenta metros con media res sobre los hombros por una apuesta. Aquellas hazañas ya no se repetirían, pero su cuerpo viejo, aplastado por el peso de todo tipo de objetos, todavía no estaba acabado. Esta era la prueba. Le quedaban muchos años por delante de cargar y descargar. El trabajo en la compañía de mudanzas era el más tranquilo de cuantos había tenido hasta la fecha.

Levantó la vista y el sol le pegó de lleno en los ojos. Cuando se le pasó la ceguera se dio cuenta de que iba un poco rezagado. Cristo lo aventajaba por media cuadra. Apretó el paso y se tiró un pedo. Aflojó la tensión del ano y por poco y se caga. Tensó el recto y forzó el regreso de la mierda al intestino. Ya había alcanzado al penitente de adelante. Se emparejó para rebasarlo en la vuelta que Cristo estaba dando.

Al tomar la curva, aprovechó para acortar la distancia con Cristo. En la maniobra estuvo a punto de aplastar a una mujer que se le cruzó en el camino. Avistó la tarima de la segunda caída. El hombro le dolía terriblemente y las piernas le pesaban, pero las tenía fuertes. Su abuela se lo decía cuando lo cargaba de leña recogida en los matorrales. Y luego a patear monte. A falta de burro...

Eladio le tocó el hombro. Frenó en seco para no chocar contra Cristo. Cuando bajó la cruz, las piernas le temblaban. El desconocido había perdido terreno, unas doce filas de cruces los separaban ahora. Hacía calor y no soplaba nada de viento. Tenía el hombro pelado y tremendas ganas de cagar. La túnica empapada en sudor. Eladio le trajo un agua fresca. Se sentó en el borde de la banqueta sorbiendo lentamente el líquido frío con terribles ganas de evacuar. No le daría tiempo. Ya le estaban dando vinagre a Cristo. La atención de la multitud estaba dividida entre su imponente cruz y el Cristo oculto parcialmente por la nube de fotógrafos.

Las moscas acudieron al olor de la sangre fresca. Las espantó con la mano y revolotearon alrededor de su cabeza formando una aureola viva. Tuvo una imagen de sí mismo aterradora, avivada por la carga de su intestino. Se imaginó como una gran plasta de mierda acosada por una nube de moscas azules. Desterró los pensamientos del demonio, oró con fervor y se persignó. El sonido de las cámaras lo devolvió a la realidad. Rodeado por varios fotógrafos y la multitud de fieles se sintió más solo que nunca. Si tuviera un momento de respiro para ir al baño, pensó con tristeza. Cristo se disponía a continuar el Vía Crucis. Desde su posición se alcanzaba a ver la tarima de la tercera caída, pegada a la avenida Iztapalapa. Al fondo se divisaba el Cerro de la Estrella, el anhelado calvario de todos los penitentes.

Al levantar la cruz sintió una terrible punzada en el hombro que lo hizo tambalearse. Apartó su mente del dolor con pensamientos banales. Era la hora de la medicina de su mujer. Ojalá que Mariana se acuerde. Por andar distraído se metió en un bache. El golpe aumentado por el peso de los troncos lo encorvó. Apretó los dientes y jaló con todas sus fuerzas. Los intestinos comprimidos por los músculos abdominales amenazaron con disparar su carga y de milagro no se cagó. Entonces tuvo una revelación.

El Vía Crucis representaba su vida llena de penalidades y cargas, y la imperiosa necesidad de evacuar equivalía a la tentación de la carne, a la que había sucumbido alguna vez, lo que aumentaba el rigor de la penitencia, la glorificaba. Seguro que Dios lo tomaría en cuenta a la hora de concederle el milagro. Allá en su pueblo contaban una historia de la transformación de la mierda en oro. Se la había escuchado contar muchas veces a su abuela. Pensó en el pueblo, pero sus pensamientos fueron interrumpidos por un calambre en el hombro, seguido de una punzada en el ano.

-No pujen, no pujen -escuchó que alguien decía detrás y se sintió aludido en lo más vivo. Segundos después volvió a escuchar: -No empujen, no empujen -y se rió de la broma que le había jugado la imaginación.

Cuando bajó la cruz, se cayó. Sus piernas agotadas apenas lo sostenían. Eladio le secó el sudor de la frente con el pañuelo.

-¿Te sientes bien? -le preguntó con preocupación.

No le respondió. Su solicitud lo asqueó. No le hacía falta la compasión de nadie. Aflojó el cinturón y las ganas de cagar remitieron.

Miró con profunda decepción a los penitentes que lo rodeaban. Ninguno conocía el verdadero sufrimiento. Se sintióÊmás ajeno que nunca al dolor de los demás. Miró con amargura a Cristo, que había sido relevado de su martirio por el cirineo. ¡Le pareció un acto monstruoso! ¡Todo hombre tiene que saber llevar su cruz hasta el final, como él, Pedro Tadeo Jiménez!

Apartó los pensamientos inicuos de su mente. El desconocido se había acercado unas cinco filas. Tenía la boca seca y pastosa por la sed y el polvo que arrastraba el aire del cerro pelón. Sentía impaciencia por llegar y sentarse en un excusado para aliviar el cuerpo y descansar las piernas. Sólo un obstáculo lo separaba de la gloria: la subidita.

Ahora Cristo caminaba al frente con las manos atadas por una cuerda que jalaba un centurión. Sus cabellos nazarenos, su barba calculadamente descuidada, la expresión de voluptuoso sufrimiento, lo llenaron de indignación. Pura telenovela, se dijo con resentimiento. ¿Qué iban a saber esos pelados del verdadero martirio de la vida? Vivir y sufrir, morir y descansar, ya lo decía su abuelita.

La cruz se negó a ser alzada. Pedro pensó que se debía a sus impíos pensamientos. Elevó una fervorosa plegaria. Juró ir de rodillas hasta la basílica si Dios le concedía fuerzas para arrastrar la cruz hasta lo alto del cerro. Al segundo intento tampoco pudo y prometió que se pondría corcholatas en las rodillas. Pero el cielo permaneció sordo a sus súplicas. Lloró de impotencia y rabia contra el cuerpo desgastado que no respondía al llamado de la fe. La procesión ya se había puesto en marcha y los penitentes pasaban a su lado ansiosos por cumplir. El desconocido lo rebasó. Las lágrimas se mezclaban con el sudor. Apoyó las manos en las rodillas y, con un supremo esfuerzo, consiguió levantar la cruz. En su mente se le representó que pesaba como un camión entero de sacos de cemento.

-¡Paso, paso! -gritó Eladio al ver que su cuñado arremetía contra la procesión.

Al inicio de la cuesta, Pedro cerró los ojos, tomó aire y se cagó. Le iba pisando los talones al desconocido. Confundió el sonido metálico de las campanitas que acompañaban a la procesión con el tintineo de unas campanas celestiales. El incienso de unos fieles le olió a gloria. Un rayo partió el cielo a la mitad, testimonio infalible de la confirmación del milagro. ¡Dios le había cumplido! Aligerado de la carga terrenal, escaló la cuesta con el presentimiento de la expiación.

Pedro apoyó la cruz sobre la tierra y se limpió el sudor de la frente con el antebrazo. Eladio miraba asombrado a su cuñado que irradiaba un aura de santidad envuelto en un fuerte olor a soledad. El desconocido se acercó con una sonrisa afable:

-La verdad es que no creí que me ganara. Si no hubiera sido por la subidita...

-Apuestas son apuestas -dijo Pedro con humillante superioridad.

-¿Cree que no le pensaba pagar?

-Yo no dije eso.

Las partidas de fieles ascendían en desorden con anhelo de llegar a la cima. El desconocido se quitó una cadena de oro con una medalla de la Virgen que traía al cuello y se la pasó a Eladio para que la examinara.

-La pura cadena vale como treinta. Se las dejo en prenda.

-Es de oro de buena ley -confirmó Eladio después de catarla con los dientes.

Pedro agarró la cadena con una sonrisa triunfal. Los miles de penitentes aglomerados en la cima y laderas del cerro eran comprimidos por las oleadas de fieles que no paraban de subir. El movimiento ondulante de la gente se transmitía desde la falda hasta la cima como en un cuerpo líquido.

-¡No hagan olas! -gritó una voz anónima.

Una mujer empujó a Eladio, que se apoyó en la cruz para no caerse. La masa de gente se abrió para evitar ser aplastada. Pedro no tuvo tiempo. Los maderos le cayeron encima del pecho que emitió un chasquido como el cristal al romperse.

Alcanzó a ver un rayo de sol abriéndose paso entre los densos nubarrones que cubrían el cielo. Cuando levantaron la cruz entre Eladio, el desconocido y otros penitentes, Pedro sonreía con beatitud y sujetaba la cadena de oro en su puño cerrado. Su corazón había cesado de latir.

El viento levantó una polvareda en el declive del cerro lleno de fieles. Una nube ocultó el sol. Entonces comenzó a llover.