La Revolución francesa puso de moda la expresión citoyen, ciudadano, el hombre que asume el poder a través de los actos de la democracia. Era la ruptura del viejo orden, de la sociedad estratificada, cada grupo con su cauda de privilegios y la gran masa del pueblo, los sans culotte, sin otro derecho que hacer la revolución. La hicieron. El nuevo poder se sirvió de la guillotina y cometió las crueldades de estilo. De allí nació la República, en el concepto más prístino del gobierno de los iguales. El Estado ya no era Luis XIV. Ahora su encarnación estaba en los ciudadanos.
Rousseau había construido el Estado a base de un contrato social. Los hombres que vivían sin reglas en la naturaleza se reunieron en una gran asamblea en el bosque y cada uno cedió una parte de sus facultades, y las entregó a la organización política. El Estado asumió las responsabilidades mayores y, entre ellas, la de legislar, la de resolver las controversias (hacer justicia le llaman impropiamente) y la de hacer cumplir las normas en beneficio de la sociedad.
Las leyes ya no las dictaron los soberanos ni se crearon fueros especiales en beneficio de los privilegiados. La libertad, la igualdad y la fraternidad sustituyeron al poder absoluto. La Asamblea de los ciudadanos asumió la máxima responsabilidad de construir el marco jurídico de la convivencia.
El resultado, explosivo, encontró en pocos años que la libertad era la libertad para explotar a los semejantes, engañados por la posibilidad, teórica, de celebrar contratos como máxima expresión de la autonomía de la voluntad y, en realidad, la gran mentira que se fundaba en la ley del más fuerte. Sobre todo en el mundo laboral. Pero esa es otra historia.
Con el paso del tiempo la fortaleza del Estado fue imponiéndose y la brecha se volvió a abrir. Reconoció derechos sociales pero los subordinó a su propio interés económico. Las leyes se dictaron de manera vertical. De arriba hacia abajo. El ciudadano dejó de protagonizar la política. Esta, particularmente en nuestro país, se convirtió en monopolio partidista. El antiguo ciudadano pasó a ser un modesto destinatario de las reglas, por lo general, represivas.
En estos tiempos de tormenta, si algo se ha removido entre nosotros ha sido la vieja pasividad de los ciudadanos. Pero desde hace algunos años la ciudadanía, aburrida de su mínimo papel pasivo en el juego de la política, intenta y a veces consigue fijar las reglas de juego.
En la concertación social, invento nuevo derivado de la vieja cogestión alemana de la Constitución de Weimar, de 1919, el Estado asume el compromiso de convertir en leyes lo que los sectores acuerdan. El Estatuto de los trabajadores de España nació de la concertación. Sus cambios repetidos, también. El movimiento descendente de las normas cambió de tendencia. Hoy la sociedad crea las normas y el Estado debe obedecer su mandato.
"Consulta ciudadana", un club de hombres y mujeres con sensibilidad política y preocupación por nuestro entorno en el DF, hace valer hoy, este domingo, su petición de un mandato para que los habitantes de este gobierno exijan las nuevas reglas que la vocación democrática, tan ajena a nuestra historia y tan presente en nuestras necesidades, hace indispensable dictar. Varias son las preguntas y las alternativas de respuesta. Son producto de un enorme y prolongado trabajo colectivo. El resultado es que nos invita a participar en el proceso legislativo, con el único objeto de definir los nuevos perfiles de la democracia en esta nuestra casa.
Ya no puede el DF mantener vivas las reglas que inicia o dicta el Poder Ejecutivo federal. Debe encontrarse a sí mismo, expresar su voluntad colectiva. Debe convertir a las delegaciones en auténticos municipios, a la Asamblea Legislativa (ya existe la tendencia) en la casa de hacer leyes sin necesidad de que las haga el Congreso de la Unión.
Tres hombres fundamentales: Jaime González Graf, Manuel González Oropeza y José Agustín Ortiz Pinchetti, encabezan la numerosa colectividad que ha construido la iniciativa y que hoy nos convoca a expresar, como ciudadanos, nuestra voluntad política, un auténtico mandato que deberá ser obedecido por las estructuras encargadas de legislar.
Ejerzamos el derecho de expresar la voluntad ciudadana. No hay exigencia de mayor rango para quienes, bajo las circunstancias que sean, detentan el poder. Cambiemos el verticalismo por la democracia. Votemos hoy.