Aviano, Italia, 14 de mayo Ť ``A los muertos de la Tercera Guerra Mundial. Iniciada en 1999. Perdida por todos'', reza una inscripción colocada sobre un monumento de plástico, pintado de gris acero, que representa a un hombre de pie, el torso desnudo, sin cabeza, con una bandera en la mano derecha y una espada en la izquierda, frente a la entrada principal de la más importante base aérea que la OTAN posee en Italia y por ende en el sudoeste de Europa.
En los hangares y talleres cuyos techos de láminas rojas soportan el atardecer al otro lado de la calle -me cuentan las buenas señoras pacifistas sentadas en sus banquitos de picnic a unos cuantos pasos de la estatua-, hay 200 cazabombarderos de Estados Unidos, Canadá, Portugal y España (la quinta parte de los mil aviones de combate que Bill Clinton y sus colegas aportaron para ``llevar la democracia a Yugoslavia''), pero debajo de la tierra, en instalaciones ultra secretas a las que no pueden penetrar los que no sean estadunidenses, hay una batería de armas nucleares ``60 veces más poderosas que la bomba de Hiroshima''.
Estamos, pues, en Bomb City, por llamarla así, de alguna simpática manera.
Rodeada por cientos de pequeñas cruces blancas, y decenas de mantas que claman por la paz en diversos idiomas, la escultura del hombre decapitado vibra imperceptiblemente cada vez que un rugido sordo empieza a crecer no se sabe dónde, algo que interrumpe las conversaciones como ahora mismo está sucediendo, algo que se mete en la vida y en el cuerpo como un dolor y de pronto, por encima de la infinita pero chaparra alambrada que circunda la base, una máquina infernal, semejante a un mosquito anófeles, aparece a sólo veinte metros de altura sobre la tierra y se dispara rumbo al cielo, para desaparecer de la vista en menos de 15 segundos.
En el transcurso de hoy -cuentan las buenas señoras, cuaderno y lápiz en ristre-, han despegado de aquí 54 cazabombarderos, nada más pero nada menos: 25 entre las 7 y las 8 de la mañana; 25 entre las 2 y las 3 de la tarde, y ahora 4 apenas en los últimos 20 minutos. Con una suerte de impudor exhibicionista, como lo comprobaré a lo largo de la hora siguiente, los aviones suben hasta unos 500 metros y se inclinan sobre su derecha para mostrarnos la obscena carga de proyectiles que llevan debajo de las alas.
Son misiles de tres tipos, cuya clasificación técnica desconozco, y que por lo tanto me limito a describir. Los más ``pequeños'' miden un metro y medio de largo y, pintados de verde oscuro, evocan una extraña forma de tanque de oxígeno para enfermos, con la nariz redonda y negra y una banda amarilla a guisa de cuello, pero las aletas que llevan sobre el lomo y a los lados de la panza les confieren aspecto de tiburones.
Los más grandes, en cambio, de tres metros de longitud por lo menos, gordos como un tanque de gas estacionario, alcanzan la proporción de un tiburón ballena, como Keiko, para mejor entendernos, y también son verdes con la nariz negra. Los últimos, por el contrario, son grises y brillantes y guardan la precisa apariencia de los dardos que se usan en los bares de Londres para jugar al tiro al blanco: de cuerpo muy delgado, construidos con un recubrimiento de uranio empobrecido, son capaces de penetrar en el asfalto y explotar varios metros debajo de la tierra. Los verdes, no menos ingeniosos, contienen 920 granadas de fragmentación, y cuando explotan arrojan, además de fuego y gases venenosos, un chubasco tal de esquirlas metálicas que se expande en una extensión equivalente a cuatro canchas de futbol.
Son las bombas ``democratizadoras'' de Clinton y sus amigos.
Estaba hace apenas algunas horas -lo cuento como lo vi- a un kilómetro del campamento pacifista, en otro punto frente a la alambrada de la base de la OTAN, exactamente delante de la punta de la pista de aterrizaje, mezclado con unas veinte o treinta personas más, vecinos de esta localidad, ancianos jubilados en su gran mayoría, que munidos de binoculares aguardaban la reanudación del espectáculo. De la fortaleza nos separaba una delgada carretera, que parte de la ciudad de Pordenone, a 12 kilómetros de aquí, y enlaza los pequeños poblados como Aviano, dispersos al pie de los Alpes en el noreste de Italia, muy cerca del mar Adriático.
Geografías aparte, decía, estaba frente a la base contemplando una hilera de Hércules C-130 grises, con enseñas de Estados Unidos, entre los cuales había dos aparatos más, pero amarillos y cafés con los colores nacionales que Franco le impuso a España. En la orilla opuesta de la pista únicamente se distinguían las siluetas de algunos cazas, más bien anticuados, que tienen la peculiaridad de doblar las alas contra la cabina del piloto cuando se encuentran en tierra y los muchachos bajan a comer hot dogs.
Detrás de la interminable malla metálica, adornada con graciosos letreros que advierten ``no photos'' y ``prohibido acercarse, zona bajo vigilancia armada'', hay un camino de asfalto que circunda la pista de aterrizaje y por el cual transitan los más variados vehículos: pipas de gas avión, tanquetas artilladas, autos deportivos, carros de bomberos, pick ups, trailers, camioncitos que supongo llenos de golosinas.
Entonces miré hacia el fondo del paisaje a mis espaldas, y vi en el cercano horizonte una arboleda de cipreses alrededor de las siluetas de un conjunto de bodegas. Pero vi también que desde allá se aproximaba hacia la base un convoy de vehículos, por supuesto verdes, que avanzaba con la triste lentitud de un cortejo fúnebre. Minutos más tarde, a escasos metros de nosotros y a diez kilómetros por hora cuando mucho, comenzó a pasar una ráfaga de misiles, de los tres tipos descritos, que eran jalados sobre remolques, por una pick up, los ``tiburones'', en baterías de seis en seis; por un trailer, los ``keikos'', de tres en tres, y por otra pick up, los grises ``dardos'' brillantes.
Con gran parsimonia, una patrulla de carabineros detuvo el tráfico de la carretera a Pordenone, dos soldados abrieron un portón que forma parte de la malla metálica, y entonces el macabro convoy penetró en la base, mientras los remolques y los misiles saltaban con inquietante alegría debido a los desniveles del suelo.
Cuando estalló la guerra, el 14 de marzo, cuentan los periodistas de Reuters y Canal 5 de la televisión italiana -que acampan desde entonces frente a Bomb City-, ``aquí había más de 500 periodistas de todo el mundo, y por las noches organizábamos parrilladas y hacíamos quinielas sobre el número de aviones que despegarían en las próximas horas; ahora sólo quedamos nosotros y estamos hartos'', afirman con airada convicción. Y es que seis semanas después del primer bombardeo contra Belgrado, ahora que la OTAN ha cumplido 20 mil ataques aéreos y ha dado muerte a más de mil civiles inocentes (serbios y albaneses por igual), asesinados por ``daños colaterales'' o por ``errores de buena fe'', el tedio de los periodistas no oculta a nadie que toda esta horrenda carnicería, tan ociosa como estúpida, no ha servido para salvar a un solo albanés de las milicias racistas de Milosevic, y al contrario, no ha logrado sino complicar a cada instante el panorama internacional, agravado por el caos en Rusia y la cólera de China.
La oposición contra la guerra crece en la Europa que sólo hace algunas semanas la veía como un mal necesario pero que, en fin, sería breve. El Partido de Los Verdes, en Alemania, se había escandalizado porque sus representantes en el gobierno de Gerhard Schreder fueron arrastrados a la más loca aventura de Clinton. Sin embargo, hoy cuando la comedia amenaza con transformarse en tragedia, bombardean con tinta color caca a su dirigente Joshcka Fischer y le dañan un tímpano. En España, las manifestaciones y las críticas suben de tono, mientras en Francia e Inglaterra la duda metódica y el desdén ancestral conservan su fría y dura indiferencia, pero en Estados Unidos, el magnate de la CNN, John Warner, amonesta a Clinton diciendo a la opinión pública de su país: ``Si por una nueva equivocación la próxima vez bombardeamos la embajada rusa en Belgrado, no veremos el siglo XXI''.
La gran diferencia con los distintos procesos que viven estos países ante la guerra la marca Italia, donde un activismo frenético ha movido a la izquierda no gubernamental a desarrollar apasionadas iniciativas no violentas. El domingo 11 de abril, aquí en Aviano, la Asociación ¡Ya Basta! bloqueó la entrada a Bomb City, y al ser atacada por la policía desencadenó una lluvia de piedras contra los uniformados. Manifestaciones semejantes ocurrieron días después en otros puntos estratégicos de la península, pero el hecho más audaz se produjo el 25 de abril, no lejos de aquí, en la base militar de Istrana. Y estuvo de miedo, relatan sus participantes, que la víspera de los hechos entregaron el siguiente comunicado, inspirado -aseguran- en el humor de la retórica zapatista.
``A Javier Solana, secretario general de la OTAN; a Wesley Clark, comandante supremo de las fuerzas de la Alianza; al Comando de la 51 Flota Aérea de Italia. Señores: aprendimos de ustedes que cuando subsisten razones superiores se pueden violar las leyes, como ustedes violaron las de la ONU, el reglamento de la OTAN y la Constitución italiana. Aprendimos de ustedes que, cuando los derechos humanos están en peligro, hay que realizar las llamadas injerencias humanitarias. Estamos perfectamente de acuerdo con ustedes. Por lo tanto, el día de mañana nuestras tropas de tierra (se) manifestarán cerca de vuestra base militar para detener esa locura que es la guerra y los bombardeos contra personas inocentes. Desde ahora les decimos que no estamos dispuestos a aceptar que desde Istrana salgan sus bombarderos. Estamos abiertos al diálogo. Firmado: Centros Sociales del Nordeste, Comando General''.
Al día siguiente, Gianfranco Bettin, vicealcalde de Venecia; Beppe Caccia, representante oficial del alcalde de Venecia; Luca Cassarini, candidato a la alcaldía de Padua, y don Vitaliano della Sala, cura párroco de Avelino, provincia de Nápoles, a la cabeza de unos dos mil pacifistas cortaron la alambrada de la base militar de la OTAN y penetraron en las instalaciones, para colgar una manta que gritaba ``¡Stop the bombs!'', antes de ser frenados por una barrera de soldados que a punto estuvo de dispararles. La noticia, claro está, desató un escándalo, pero sobre las olas del escándalo, 48 horas después, Bettin, Caccia, Cassarini y Della Sala entraban en Belgrado y leían en la televisión nacional de Serbia un duro comunicado contra la OTAN y contra las matanzas de albaneses en Kosovo.
De las grandes protestas contra la guerra, habidas hasta el día de hoy, estas dos -junto con las multitudes que apedrearon la embajada de Estados Unidos en Pekín y los bombardeos de tinta color caca contra el líder de los Verdes alemanes-, auguran el despertar de la sociedad civil que en muchos países -y México entre ellos- todavía no comprende hasta qué punto es vital que movilice todas sus energías para poner fin tanto a la estúpida guerra ``inteligente'' de Clinton como a los horrores sin límite de Milosevic.
Entre tanto, nuevos ``daños colaterales'' suben a la superficie de lo evidente. La semana pasada, en Chioggia, frente a la costa de Venecia, cuatro pescadores fueron gravemente heridos cuando las redes de su barco detonaron una de las muchas bombas que los aviones de la OTAN descargan sobre el Adriático, al volver de Yugoslavia rumbo a la base de Aviano, donde una vez que aterrizan y entregan la nave, después de informar sobre las hazañas de la jornada, toman su Ferrari y pisan el acelerador, sonriendo, porque todos sonríen, quiéranlo o no, cuando ven el monumento ``a los muertos de la Tercera Guerra Mundial. Iniciada en 1999. Perdida por todos''.