La Jornada Semanal, 9 de mayo de 1999
Antonio Tabucchi, uno de los escritores notables de nuestro tiempo, invitaba seriamente a los profesionales del pasado a intentar al menos la recuperación de las numerosas maletas perdidas a lo largo de este breve siglo.
Tabucchi se refería con esta imagen al equipaje de mano extraviado en la desesperada fuga hacia una posible salvación durante las guerras de este siglo: pobres bolsas y hasta míseros sacos de plástico en los que escritores, intelectuales y artistas -en fuga con su pueblo- intentaban trasladar sus obras a lugares menos inseguros. En su escrito, el autor de Sueño de sueños mencionaba varios ejemplos para mostrar las dimensiones de esta pérdida. Walter Benjamin, huyendo de los nazis, antes de suicidarse entregó a la mujer que lo acompañaba una bolsa de manuscritos, la cual, por desgracia, ella misma se vio obligada a abandonar. Antonio Machado, un año y medio antes de Benjamin en otro lugar de los Pirineos, en el último tramo de su fuga de los ejércitos de Francisco Franco, no tuvo la fuerza para llevar su equipaje y lo perdió indefectiblemente: ``Su equipaje no será hallado jamás; aunque ligero, tal vez fuera demasiado pesado, tal vez contuviera el siglo XX y sus tragedias.'' Tabucchi mencionó asimismo los casos de Ossip Mandelhstam, Serguci Esenin, Vladimir Maiakovski. Y contó además casos mucho más recientes, como los del poeta y académico Latif Berisha, ``asesinado a sangre fría en su casa, devastada a continuación por sus vándalos asesinos'', y los de Teki Dervishi y Din Mehmeti, ``de quienes no se tiene noticia'', así como el de Xhevedt Bejraj, perseguido por Milosevic, ``para quien el Parlamento de Escritores de Estrasburgo había conseguido hallar por fin un refugio en la Ciudad de México'', y cuyo paradero se ignora. Me pregunto por la situación del autor de El libro de Adem Kahriman, el bosnio Nedzad Ibrisimovic. Tabucchi decía dudar que alguna vez se encuentren las obras extraviadas en medio de las matanzas y la caza del hombre.
Traigo esto a cuento por razones muy obvias, o bien que lo son al menos para mí y para muchos otros que podríamos estar en la misma frecuencia de onda de Tabucchi, pues no sólo conjeturamos las dimensiones de la pérdida que se fue con tal equipaje sino que desearíamos repararla o, en la medida de lo posible, evitarla. Por convicción, es grande mi respeto y aprecio por quienes se empeñan cotidianamente por evitar mayores extravíos en este sentido, aunque sé por experiencia que esto no se restringe a las situaciones creadas bajo el rumor del exterminio de los otros y el estruendo de la guerra.
En nuestro tiempo la Inquisición también se expresa a través del olvido programado. Y ni la eficacia destructiva ni la perversidad de esta amnesia son de ningún modo menores a las de las amenazas directas a la propia existencia, la zozobra del perseguido, el miedo.
Al trabajo de unos cuantos alucinados -ciertos galeristas y museógrafos, ciertos editores y traductores, ciertos historiadores y ensayistas-, se debe la buena condición que hasta hoy parece mostrar el equipaje de un singular grupo de artistas y escritores que vivieron entre nosotros a mediados de este siglo y cuyas imágenes y palabras enriquecieron incalculablemente la dimensión de nuestras imaginaciones -menos inertes gracias a esos viajeros del tiempo en su propio tiempo. Me refiero, entre otros, a Remedios Varo, Benjamin Peret, Wolfgang Paalen, Eva Sulzer, Edward James, Alice Rahon, Katy y José Horna, Leonora Carrington. La obra de algunos de ellos adquirió sus primeros sentidos en los espacios abiertos por los surrealistas en París, en donde su obra trazó los vuelos de una moneda onírica, las tempestades de arena de su pasión. Más aún, propusieron maneras de ver y decir lo ya visto y dicho hasta el cansancio de lo racional, frente a la estampida de cerdos -como la llamó Carrington en uno de sus cuadros. Rara vez se bañaron en la misma hoguera, nunca plantearon una pregunta sabiendo cualquiera de sus respuestas virtuales, fueron un tanto abstractos porque el realismo no dejó más alternativas a su genialidad, lo imaginario fue pesada ancla y plomada estricta para su torre ebria; obraron con la emoción del final y con la ceguera de todo comienzo, y finalmente supieron eludir las evaluaciones de lo contemporáneo porque su trabajo consistió precisamente en aprender lo inmediato, sin conferir atribuciones ni juicios. Se diría que muchos de estos escritos y artistas emprendieron sus indagaciones para construir realidades menos aparentes y más satisfactorias que el sueño.
Pasarán varias décadas antes de que se comprenda a cabalidad que la realidad fue la verdadera pasión de estos creadores. La realidad más compleja. Y entonces, si algo queda, habrá que congratularse de que estas maletas no se hayan extraviado en medio del fragor de nuestro tiempo.