La Jornada Semanal, 9 de mayo de 1999



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Praga, 1912

Aparecimos un día en una casa de huéspedes frente al Hospital de los Hermanos de la Misericordia. Digo ``aparecimos'' porque no recuerdo haber tocado nunca la puerta de esa casa, ni haber negociado el alquiler, ni siquiera el momento en que decidí vivir como huésped. Tampoco sé de qué conocía a los otros dos huéspedes que, no obstante, me demostraban siempre una benevolente obediencia. Todo lo que sé -lo juro- es que éramos tres: dos a mis lados y yo, en medio. Siempre fue así, desde que aparecimos en esa casa y una familia un tanto nerviosa nos dejaba el cuarto de estar para llenarnos las barrigas con fuentes de carne y papas. Yo, aparentemente habituado a una merienda rigurosamente elaborada, probaba la suavidad de la carne antes siquiera de que la mujer que la servía pusiera el platón sobre la mesa. Lo mismo hacía yo con las papas que siempre traía la hija, una ojerosa muchacha de largo cuello, llamada Grete. Alguna vez rocé su muñeca con ánimo galante pero, en vez de su piel, sólo percibí un estremecimiento de sus huesos quebrados ahí adentro. No tuve mayores oportunidades porque su padre siempre entraba, vigilante aunque servil, reverenciándonos con la gorra en la mano. Yo hacía todas estas cosas casi con naturalidad y la reacción de los otros dos huéspedes era siempre la misma: esperar a que yo aprobara la cena. Luego, comíamos los tres en silencio -después de todo no sabíamos ni los nombres de unos y otros, y menos los de nosotros mismos-, para, más tarde, fumar y leer páginas salteadas de un solo ejemplar de periódico que aparecía siempre en aquella sala de estar, y adormecernos. Yo no lo comentaba con los otros dos pero, ocasionalmente, me despertaba con unos extraños ruidos al final del pasillo. Justo al lado nuestro, dormía la nerviosa Grete: ¿sería suyo un lento caminar de dedos, un mover de trastos viscosos, un sonido parecido al de una escoba sobre la alfombra, pero más contoneado que lo habitual, insistente, encerrado y, luego, un silencio? ¿Qué hacía Grete al final del oscuro pasillo? ¿Acaso restregaba su cuerpo desnudo sobre una alfombra? De sólo pensarlo, mis sábanas -puestas ahí por las rápidas manos de Grete- se empapaban, mientras los otros huéspedes se removían en las suyas.

Fue una tarde de finales de marzo que, a la hora del periódico y los cigarros, escuché los acordes de un violín en la cocina. Doblé mi hoja y de una leve abertura de la puerta surgió la cara del padre de Grete:

-¿Les molesta la música?

-Al contrario -dije, y los otros dos huéspedes asintieron con las narices.

Así fue que nuestros avasallados anfitriones entraron al cuarto de estar: la madre con la partitura, el padre con un atril, y la pálida Grete con su violín.

Me coloqué detrás de Grete, fingiendo estar interesado en leer la música mientras ella la interpretaba de una forma, si debo decirlo, vulgar e imprecisa. Pero no eran las notas lo que mis ojos buscaban sino la textura de su cuello. Sin embargo, los otros dos huéspedes se colocaron, como siempre, a mis costados, y tan sólo pude oler su cabello: una mezcla de polvo encerrado y papas horneadas. Me retiré a fumar a la ventana y los otros dos se pusieron a mis costados. Fue en esa posición que lo vi: un hombre yacía en el quicio de la puerta del cuarto de estar, tendido boca abajo, con la mirada suplicante. Debo decir que su olor a estiércol, sudor y mugre invadió el ambiente. Tenía los brazos flexionados y los tobillos sobre las puntas de los dedos de sus pies. Una enorme pelusa, mezcla acaso de cabellos y polvo, le tapaba la boca jadeante.

-¡Señor Samsa! -reclamé al padre, señalando al despojo aquél.

La reacción del padre fue empujarme y, de paso, a los otros dos que se tallaban las barbas en reflexión, hasta terminar por taparnos el ángulo de vista. Mientras éramos arrojados a nuestras habitaciones, sin explicación alguna, Grete se las arregló para poner sábanas limpias en mi cama.

-Quiero que sepan -dije, sin saber por qué- que, a partir de este momento dejo mi habitación, dadas las repugnantes condiciones en las que tienen esta casa. Y, por supuesto, lo que hasta este día debo, no lo pagaré.

Los otros dos también expresaron su deseo de dejar la casa, a coro.

El resto de la noche no pude dejar de pegar el ojo a la cerradura pero nada vi. Tan sólo escuché, tras la tos de la madre, la voz de Grete gimoteando: ``Tenemos que quitárnoslo de encima.''

Fueron los gritos de la criada los que me despertaron temprano por la mañana. No pude comprenderlos hasta que los tres huéspedes estábamos ya a la entrada del cuarto contiguo al de los señores Samsa. Casi no se podía respirar por el hedor a gusanos, a manzanas podridas, a riñones. En el piso yacía el hombrecillo que habíamos visto suplicando la noche anterior. ``Está ¿muerto?'', preguntó la madre; ``Gracias a Dios'', se santiguó el padre; y Grete, con mirada compasiva, describió: ``Mira lo flaco que está. Ultimamente la comida le salía casi como le entraba.''

En eso, uno de los huéspedes -no yo, lo juro- asoció ideas y preguntó: ``¿Y el desayuno?''

Después, no sé con qué fuerzas, el padre nos empujó, escaleras abajo, fuera de su casa. Es desde entonces que vivimos buscándonos.