Una ciudad, un río, una historia, una geografía amable y, a veces, desapacible, un clima que regala algunos días dorados y luego se encapota y se mete en lluvia (niebla ya no hay, gracias a los grandes esfuerzos ecológicos... el pea soup quedó atrás para las novelas de Sir Arthur y Doña Agatha, para las veladas en las casas de los men of property tan bien retratados por el injustamente relegado Galsworthy y para los encuentros con violetas de Covent Garden entre el maestro pigmaliónico y la florista cockney, más tarde dama que hablaba un inglés demasiado perfecto para ser inglesa y brillaba en los salones bajo la mirada tensa, divertida y enamorada del profesor Higgins), el verde milagroso de los parques, los enormes contrastes de la arquitectura, y, sobre todo, un paisaje humano que habitó el inicial Londinium, sufrió invasiones y recuperaciones, luchó contra los imperios y acabó por hacerse imperio y comandar en los mares. El tiempo lo fue hiriendo y aceptó sus nuevas limitaciones con un humor que sabe burlarse de sí mismo. Laborista o conservador, hospitalario o cerrado, este conjunto humano, a pesar de la llamada globalización, conserva los rasgos esenciales de una cultura que debe concebirse como un todo histórico genético. Participé en la presentación de la novela-río London (el Támesis la recorre de arriba a abajo) en mi calidad de ex habitante de Padingtton: 36 Arthur Court, Queensway, muy cerca de Porchester Hall con su piscina victoriana y los salones en los que se reunía la British-Mexican Society para comer taquitos heterodoxos y revivir atemperadas nostalgias petroleras. (En el salón vecino sesionaba el Gay Liberation Front.) Nuestro family doctor se apellidaba Nichols y tenía un agradable rostro de basset hound y toda la bondad justiciera de la National Health wilsoniana. Nuestra tube station era la muy discreta de Royal Oak, el fish and chips estaba a la vuelta y lo exótico lo ponía el restaurante pakistaní que integraba el olor capitoso de sus curries al té de todos los breaks. Iba con frecuencia al Traveler's, y a comer al Simpsons del Strand el cordero con salsa de menta y el ilustrísimo Stilton. Ahí fui testigo de la invasión femenina encabezada por la ya periclitada belleza de Ava Gardner. Les conté todo lo anterior porque pienso que, de alguna manera, soy un pequeño personaje de London, la novela de Edward Rutherfurd, como lo somos todos los londinenses nativos o adoptados y bien recibidos, sobre todo en las épocas del Welfare state. Porque esta novela abarca todas las épocas y todos los seres que han pasado por encima y por debajo de los puentes del Támesis, incluyendo el London bridge que el temor, la ironía profunda y la seriedad dramática de los juegos infantiles aseguran a las bellas señoras que se está cayendoÉ Rutherfurd construyó un notabilísimo collage histórico y literario: las crónicas romanas, las de la cristianización, la presencia sajona y los conquistadores que venían del continente, la edad media con sus santos, ajusticiados, ambientes prostibularios, sol y sombras; el renacimiento con sus fiestas en el jardín, sus cultos y separatistas monarcas; los primeros pasos hacia la formación del imperio, la ciudad a punto de desaparecer por el incendio, la arquitectura neoclásica, los elegantes crescent y los tortuosos mews; el imperio, la estratificación social, la ciudad y sus barrios con su peculiar forma de hablar la lengua común o de ocultar las cosas valiéndose de los eufemismos de la moral victoriana; las primeras feministas; la gran guerra y la multitud de muertos que Eliot vio caminar por el Strand; la ciudad bombardeada; el imperio que se fue, el vaivén laborista-conservador y la invasión que convirtió a la vieja capital del Imperio en una ciudad de inmigrantes. Por eso se pueden comprar chiles habaneros en el mercado de Sheperds bush que atiende a los jamaiquinos y todos los ingredientes para el curry trinitario, ese plato que es un testimonio vivo del imperio, pues junta al Caribe con Europa y lo aromatiza todo con las especias asiáticas. La madre Africa aporta sus raíces comestibles a esta cumbre del mestizaje culinario. ``Todos son londinenses'' dice Penny al observar a la variopinta comunidad que cultiva sus diferencias, pero se une en torno a una serie de pautas culturales básicas. Los personajes de la novela mueven sus vidas a lo largo de todas las etapas históricas de la ciudad y esto, en lugar de petrificarlos o convertirlos en pretexto, les da una carga de humanidad y una fuerza excepcionales. Pienso en Rufus, Julius, Godiva y la cruz, Simón el armero, Elías Bull, los actores de ``El Globo'', los muertos en el incendio, la dickensiana Lucy, los financieros de la nueva clase, la aristocracia encerrada en los castillos visitados por los turistas (mi homenaje a Charles Laughton por su wildeano fantasma de Canterville) y toda la peculiar actitud ante la realidad de una ciudad nutrida en sus contradicciones y en su respeto a las vidas privadas y al imperio de la ley. Camila Battles ha traducido con vigor e imaginación esta gran novela que las Ediciones B ponen ahora en nuestras manos. Quiero terminar desde Lavender Hill. Así dice nuestro autor: ``Lavender Hill, pasado el mediodía, el sol de agosto derramaba su amplio y generoso calor.'' Ahora, las plantas azules de la lavanda están ya urbanizadas, pero siguen ahí y ahí está el Thames que corrió con sangre y contaminación industrial y ahora ha recuperado sus aguas claras. HGV
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del señor Lenteja
El otro día hallé, sin buscar, en una libreta vieja, un cuento a medio escribir. Tiene mi caligrafía, pequeña y bien trazada, pero no me acuerdo cuándo escribí lo que ahí se dice. En la parte superior no hay fecha ni título del relato, sino tres sinónimos, ``filón, yacimiento, venero'', que anoté de seguro para ambientarme en la minería. Antes hacía eso: apuntar palabras a lo loco sobre el tema que iba a desarrollar (mi casi tocayo Victor Hugo hacía eso, y yo lo imitaba). Vienen luego una anotación ocasional ``AeroMéxico 11:10'', cuya referencia he olvidado por completo, y un epígrafe sin firma: ``dicen que el yacimiento creció con la lluvia'', y sin más sigue un fragmento de narración que se interrumpe de pronto. No figura el desenlace; lo he perdido, no entre mis papeles, sino en mi memoria. El texto conservado se presenta como un diálogo entre dos personajes cuya identidad se ha perdido, hecho que no importa para entender lo que se entiende en la narración, que dice así: -La mina de Santa Bárbara explotaba un yacimiento de cobre. -¿Y qué pasó con Lenteja?, ¿halló un filón? -Caminó mucho antes de que pasara lo que pasó. -¿Qué?, ¿abajo, en la mina? -Sí, abajo, pero antes, se perdió. l, un minero como él, con esa experiencia, se había perdido. Aun para un hombre como el señor Lenteja puede ser atroz perderse en una mina abandonada... Pero antes de que llegara el pánico, vio una puerta de madera con laca anaranjada, labrada. -¿Abajo, en la mina, una puerta, labrada, dices? -Sí, muy fina, un trabajo exquisito. La abrió y entró a un gran salón con columnas enormes y juegos de escaleras; el techo estaba tan arriba que casi no podía verse. Toda esa inmensidad estaba cavada en la roca y parecía una de las invenzioni de Giovanni Battista Piranesi. Es decir, ¿por qué negarlo?, parecía una cárcel monumental y lunática. Empezó a caminar y sólo se oía en aquella grandiosidad el eco ronco y repetido de sus pasos sobre la cuadrícula amarilla y roja del suelo. -Dios, qué horror. ¿Y qué sucedió? -Lenteja vagó por mucho tiempo. Subía -¿o bajaba?- entre discordantes leones de piedra, y pasaba de una sala a otra por corredores de techos abovedados recubiertos de ladrillo, y reflexionaba temeroso quién podía vivir ahí, en eso, el palacio de un emperador loco o el monasterio de monstruosas y nunca vistas devociones. Pero no veía ni oía a nadie. Se dio cuenta de que estaba, ahora sí, definitivamente perdido en el laberinto y era del todo incapaz de hallar de nuevo la puerta de madera de laca anaranjada. En alguna parte, encontró el esqueleto de algo que parecía un elefante, y pensó que tal vez moriría de hambre en esa vasta e incomprensible soledad. Llegó a un patio claustral enmarcado por pequeños arcos románicos en cuyo centro, de arena púrpura, yacían en desorden diez o quince barcos de vela... Ante una tortuga dorada, grande como un templo, de ojos sedentarios y mandíbulas paleontológicas, las fuerzas abandonaron a Lenteja, no pudo más, se sentó en un escalón de piedra y se echó a llorar. -¿Y qué pasó, por qué te callas? -Viene lo más raro. Así estaba cuando sintió el peso de una mano sobre su cabeza, alzó los ojos, vio a Sara, su esposa, y dio un grito. -Claro, ¿qué hacía su esposa ahí abajo, en la mina abandonada? -No, es que su esposa había muerto hacía cuatro años. Eso es todo, no conservo más de esta historia, de seguro se encaminaba a alguna parte (el trazo del enigma es firme), pero he olvidado a dónde. Sin embargo, puedo inferir algunas cosas. Me parece que lo que quería hacer era mostrar que Lenteja entra físicamente a un sueño que había tenido su mujer. Es decir, exploraba la fantástica posibilidad de que Sara hubiera soñado la cárcel de Piranesi y a su marido, el señor Lenteja, deambulando por ella, y que ese sueño subsistió de algún modo, es decir, cobró realidad independiente y corpórea, como un limón, una mesa o un choque de automóviles, y se le materializó al pobre señor Lenteja que, totalmente desprevenido, entró a caminar en él. Pero más no sé. Aquí, por supuesto, falta un diálogo de los esposos. Sin embargo, este final es deficiente si deja sin aclarar la naturaleza del palacio loco donde Lenteja vagaba. Después de todo, la cárcel de Piranesi es el personaje más interesante del cuento y la pregunta ¿quién construyó eso y para qué?, tiene, creo, que responderse.
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