La Jornada Semanal, 9 de mayo de 1999
Si escribir es la posibilidad de asomarse por las puertas y ventanas de esas realidades paralelas que de otra manera se escapan; si escribir es no sólo vivir otras vidas, otros tiempos, otras circunstancias, sino nacer y morir y volver a nacer y volver a morir. Si más o menos oculta se esconde una minúscula semilla de la historia particular, de la subjetividad, unas ciertas palabras o giros, un deseo grande de preservar para ese siempre, casi siempre efímero, geografía, personas, atmósferas, tonos que sólo la palabra es capaz de fijar. Entonces, volver a la palabra, recuperarla, es vivir dos veces. Tal vez un giro verbal sea como el espejo cuya superficie vuelve a ser pulida para así devolver la frescura intacta de la imagen vivida o escrita.
Pero las cosas ahora no son igual de sencillas, aunque ella lleve cada lunes un gran ramo de flores acunado entre sus brazos. Y no pueda menos que -lunes a lunes- evocar a la señora Dalloway. ¿Cómo la habrán visto sus vecinos? Alta, con ese rostro algo caballuno que suelen tener las inglesas. Pero, ¿y a ella?, ¿cómo la verán a ella? Qué curioso que pueda haber tal disparidad de miradas. O ¿para qué exagerar?, al menos dos, la del mundo y la de ella, que, pese a las evidencias que la desmienten, se percibe dueña de una estatura más que regular. Y es que el espejo sólo devuelve lo que se puso en él: la imagen fresca, intacta, pero del deseo.
Esta tarde va a reunirlas, sí, el cumpleaños es buen pretexto para que se sienten a su mesa, antes de que sea demasiado tarde, antes de que se vuelva imposible ya.
Por eso hoy el ramo es más frondoso. Y ella dispondrá las flores en varios cuencos. Cómo le ha gustado siempre sentirlas entre las manos, cerca del rostro: el prodigioso despliegue de colores y aromas que luego irá acomodando con ciertos modos ¿silvestres? Bueno, quizá no sean en verdad silvestres, pero sí ajenos a la petulancia usual de las florerías. En la tarde recordará con Ana el color naranja encendido y violento de las mercadelas, lo recordará porque no pudo encontrarlas hoy; ya no venden mercadelas. Aunque sí gozará con ella la blancura de las margaritas en el recipiente de cobre. ¿Como antes?
Pero es que nada puede ser como antes, todo desaparece con harta rapidez. Al instante mismo de formularse se convierte en pasado. Y sin embargo... El ser humano es su memoria y su memoria a veces cobra la profundidad y complejidad del presente. Quizá cuando ella vio a Ana solazarse con las flores aún no lo sabía, ambas eran muy jóvenes. Y a ella aún le faltaba acercarse con cuidado a Nabokov, por ejemplo, y hacer suya la opinión de que la experiencia que pasa a ser narrada en el papel se vuelve desvaída en el corazón. Palabras más, palabras menos, Nabokov opinaba que quien escribe se vacía de la intensidad de sus recuerdos; pero que al proseguir la vida, vuelve a adueñarse de esa misma intensidad colocada en lo que le seguirá sucediendo. ¿Además, de qué se hace la escritura que no lleve en el fondo un, al menos, mínimo germen de lo propio? ¿Y de qué se hace la lectura? ¿Y cuál es el grado de intensidad mayor que puede soportarse sin enloquecer?
Ya no sabe ni cómo se le ocurrió lo de la reunión. Por más que le da vueltas en la cabeza, no logra recordar en qué momento supuso que era una buena idea. Y es que, se lo va a reiterar seguramente esta tarde, la delgada, la del rostro de reminiscencias también caballunas, la que también conoce, hasta la muerte, el lenguaje de las flores, en fin, que ella se refiere a Adelina. Las cosas -podrían decir ¿las dos?, ¿las tres?- no nacen en la fecha en que se registran. Porque los caminos empiezan antes y prosiguen después de una fecha determinada. Acaso se deba a que las huellas del pensamiento se van moldeando por arriba o por debajo de la conciencia.
Ella sacará el viejo mantel de la abuela, o de la tía Sara, y los candeleros que antes fueron de Ana; escogerá la más bella carpeta bordada a punto de cruz, de reverso impecable; acomodará el pastel 33de cumpleaños; colocará las tazas y pondrá a hervir el agua para el té. Y querrá huir por un atajo del tiempo. Querrá revivir voces lejanas, deseos lejanos, amores lejanos; espacios lejanos, y la única geografía posible: la de la memoria.
Está casi segura de que Elena -porque también vendrá Elena- o Ana o ella misma van a traer al presente esa vieja ciudad que fue la de ellas, pero de cuya existencia ya duda. ¿Será posible que cruzáramos el río -por el que ahora transita la corriente de coches- para irnos a visitar? ¿Será posible que cortáramos girasoles y apresáramos chapulines en aquel solar donde hoy se elevan, insolentes, esos edificios? ¿Recuerdan a Carrillo, nuestro primer contacto infantil con un inofensivo y viejo marihuano, de ojos muy muy verdes?
Y, claro, el pasado tiene un valor -el valor que cada quien le otorgue. ¿Entonces será sólo su cumpleaños lo que la impulsó a reunirlas esta tarde? ¿Qué irá a decir Ana de sus truncos sueños infantiles de bailarina que ella jamás compartió, porque los de ella fueron otros también frustrados? ¿Dónde quedaron las palabras del abuelo? ¿Dentro del féretro? Tal vez sea sólo que Ana aceptó su destino, su único destino posible entonces: el matrimonio. Ya les relatará muy pronto qué le sucedió después al paso del tiempo. Porque todo acaba por reducirse al tiempo. Aunque un día puede ser suficiente, o unas horas, o la fracción de un instante...
Sí, tiene que aceptar que caminar le es muy grato, le ordena las ideas o, al menos, se las acomoda casi a la vista. Aunque quizá no es sólo cuestión de ideas, sino de percepciones, cierta luz, cierto olor, ciertos sonidos. Entonces el mundo se despliega para ella; y vuelve a caminar de la mano del abuelo sobre el borde de los arriates, junto a los lirios.
Piensa que quienes van a ir a visitarla hoy debieron haberse apropiado del maravilloso sobrenombre de Dolores Ibarruri: ``Pasionaria''. Vivir con pasión, morir de pasión. Aunque no sean más que unas insignificantes mujeres de vidas anodinas, anónimas, que no lucharon en una cruenta guerra civil. ¿O sí? Guardemos las proporciones, por más que el abismo de cada quien sea inconmensurable.
Elena... Vendrá Elena acaso con un portafolios lleno de sus carbones, de sus tintas; pero también pudiera ser que venga con las manos vacías, que nunca haya llegado a pintar. Acaso su deseo, hasta ese entonces pospuesto, sólo fue un engaño, y nunca modificó su calidad de ser deseo. Porque si la presencia del silencio enmarca la palabra, la del deseo enmarca la trayectoria de las acciones en el cauce del tiempo. La fantasía que robustece la marcha. La liebre para el galgo. El cielo para el santo.
Y de nuevo brota fuerte, cercano, el recuerdo de las flores, el ramo de rosas casi blancas, que llevaron a Elena a pensar, a desear la muerte, que la llevan también a ella a solidarizarse con... ¿con qué? Hoy, mientras camina sintiendo el frágil estremecimiento floral en el hueco de sus brazos, sabe de qué manera la naturaleza la ha magnetizado ensanchando su ávida necesidad de percepciones. Somos polvo de estrellas y polen y ceniza. Somos agua. Somos....
Muchos años después de Ana se le acercó Elena Bernal, la insaciable Elena Bernal. Insaciable, o al menos así la calificaron algunos. Quién sabe... ¿La búsqueda apasionada es mala? -se pregunta-, ¿es mala la pasión? Elena abrió y cerró muchas puertas, ¿y ella? Ya tendrán tiempo esta tarde para interrogarse, para escucharse, para tal vez reencontrarse en el huracán de palabras que de pronto se arremolinan.
Sólo sal y agua y llenar cajones y vaciar cajones y recomenzar, dijo Elena hace ya muchos años, ¿o sería ella quien lo dijo y Elena lo repitió?, ¿pero quién se lo dijo a ella? No es más que una forma de medir el paso del tiempo, de medirlo entre el cotidiano arreglo de la casa, de cualquier casa, y la presencia del mar como metáfora de eternidad. ¿Valéry?, ¿Elizondo?, ¿el mar gris de Veracruz, de Gotemburgo? El eco del mar en el caracol. El eco de las voces, el eco de las palabras.
¿Cuántas puertas más habrá cerrado Elena Bernal? ¿Y ella?, ¿cuántas ha cerrado y cuántas ha abierto? ¿Y cuántas les quedan a cada una? ¿Hablarán de eso mientras le den sorbos al té? El té, mejor sería una copa. Las mujeres que toman el té hoy resultan anacrónicas. El tiempo ha cambiado su ritmo, y entre las bondades amorosas de la tila y el azahar, por ejemplo, y los efectos instantáneos del tequila... ¿Té de tila?, ¿tequila? ¿Te kill-a?, ¿te mato? Lengua franca, el inglés. Va a ofrecer ambas bebidas esta tarde de cumpleaños.
``Cuelga'' le hubiera llamado Sara al regalo, te traje tu cuelga; pero ya nadie lo llama así; y, también -piensa sonriendo con el recuerdo-, tía Sara elegirá el té. ``Sabe a orines de caballo'', así describió la anciana hace ya muchos años el sabor de la cerveza. Otro tono, otra forma de hablar, era otra época la que se asomaba en los ecos del discurso de alguien como tía Sara. Ella se propuso preservarlo, y no sólo en la geografía de la memoria, porque también a ella se le están acabando ya las puertas.
Y es que en las palabras se conservan impolutas ciertas estructuras del pensamiento. Esas palabras, esos dichos que van nombrando al mundo, a medida que el niño y la niña se asoman a él y con él permanecen para siempre. Ahí, al interior, se conforma éste con toda arbitrariedad. Y es de la mezcla de registros diversos, acaso contradictorios, que el mundo va a construirse para siempre en la memoria. Entonces, una sola palabra es capaz de abrir ese registro, y desplegarlo fresco, radiante, fuera de cualquier referencia al tiempo. Y alguna palabra surge, intempestiva, de los cajones abiertos y cerrados tantas veces.
Ella conversará con Ana y con Elena para tender puentes y reconstruir su ciudad y su gente, sus actividades, sus esperanzas, sus temores, que poco a poco se les fueron alterando, o marchitando como estas flores que lleva y que se secarán al correr del tiempo. Sin embargo, tiene la certeza de que con Adelina y con Sara se dedicará, más bien, a incitarlas a hablar, querrá escucharlas con fervoroso cuidado. Querrá ayudarse de sus palabras en la reconstrucción de aquel tiempo todavía más lejano que a ella ya no le tocó vivir. Pero que vivió, sí, en las palabras de ambas, en la voz añorante, en los ojos vueltos hacia un pasado mucho más remoto, a una ciudad aún pequeña, provinciana, que estaba cambiando los tranvías de mulas por los eléctricos y empezaba a desplazar los carruajes de caballos, ciudad olorosa al carbón de las estufas, pero también al tufo de las alcantarillas, y que apenas había dejado atrás el humo de pólvora del combate revolucionario que ellas sí vivieron, como vivieron sujetas a los prejuicios que condenaban, sin remedio, a algunas jóvenes a los muros insalvables de la soltería. Las miles de hijas de Bernarda Alba. ¿Estaremos hoy menos solas?, se pregunta. ¿O serán otros nuestros muros?
Desde luego que vendrán también a la cita varias Margaritas -piensa, mientras estruja el ramo-, y las abuelas, las tías, y... Muchos nombres, muchos rostros, muchas historias fundidas en las figuras delgadas de estas dos viejas. ``Delgadas no, flacas, o, mejor aún, entecas'', le corregiría alguna de ellas. Cómo recuerda el interés de aquellas otras ancianas -las que ella conoció y amó- al reconocerse alborozadas en ciertas opiniones o expresiones o prejuicios, espejo de sucesos concretos que a cada quien le habían pertenecido. Y, de la misma manera, las vio perder el interés en las otras páginas, al dejar de sentirse reflejadas por las palabras escritas, las palabras -de todas, pero también de cada una- que ella decidió preservar, inevitablemente mezcladas entre sí, palabras e historias.
Pero, ¿qué hacer con Julia? ¿Qué hacer con el delirio?, la fascinación perenne por la locura, la transgresión de las fronteras, un discurso acaso más libre o acaso no, pero que se ilumina de otra manera. Iluminada, Julia, la iluminada. Aunque también podría ser Julia, la lunática Julia, a quien la luz le llega oblicua para destacar, así, regiones alternas del pensamiento. Existe el sortilegio al que el artista se aproxima seducido por sus oscuridades abismales. Porque ahí, en esas regiones, hará finalmente suya la riqueza que se le escapa. Aunque desde la realidad objetiva sólo se trata de un espejismo, un espejo que no refleja, que limita, que destruye, y sin embargo... Sin embargo se insinúa ahí la posibilidad para dilatar al tiempo, para forjar el temblor del instante que se expande sin las trabas de la razón. El instante supremo en que el universo no es más que uno mismo. Un uno mismo capaz de serlo todo, de percibirlo todo, de experimentarlo todo, de saberlo todo.
Si Julia viene esta tarde -si viene-, no podrá reconocerse en sus palabras. Tampoco -piensa mirando las margaritas- podrá reconocerla ella del todo. No, porque ésas no son palabras de Julia. Pero ella así decidió escribirlas, ella así decidió explicarse a esa mujer. Entonces tomó su mirada azul perdida en un deseo irrealizable, sus manos que alguna vez empuñaron los pinceles, su charla obsesiva. Y decidió no hablar del incestuoso, del terrible amor de Julia.
Es curioso o quizá no lo sea, pero hoy que me propongo darle término a estas consideraciones que la relectura de mis libros viejos me ha desatado, hoy es lunes también para mí. Y yo, como todas ellas, abriré la puerta, e iré a comprar un ramo de flores para ayudarme a unir los cabos sueltos que entrelazan imaginación, escritura y lectura.