Las ideas-fuerza de San Andrés y sus conceptos fundamentales no aparecen en la actual iniciativa. Ese es el primer hecho que llama la atención. No hay una sola mención a la libre determinación y a la autonomía, ejes articuladores de los acuerdos; no se habla de reconocimiento de derechos de pueblos, sino de ``protección de los derechos de las comunidades'', y si al principio se hace una referencia al concepto de pueblos indígenas, no se vuelve a mencionar en el resto del articulado y se sustituye por el de comunidad indígena.
En su definición de pueblo indígena, la iniciativa aparenta basarse en los conceptos del Convenio 169, pero le quita sus elementos sustantivos. Dice que los pueblos se conforman por personas que descienden de poblaciones, con lo cual se niega de entrada la condición colectiva del pueblo como tal; se afirma que tenían que habitar antes de la conquista en lo que ahora es Chiapas, cuando el Convenio 169 amplía el criterio de prexistencia hasta antes del trazado de las actuales fronteras nacionales. La ley Albores obliga a tener la misma lengua, conservar instituciones políticas y económicas, así como autoridades tradicionales, valores culturales, usos, costumbres y tradiciones propios, cuando el Convenio 169 señala que sólo requerirán mantener sus propias instituciones o parte de ellas.
Más destacable es que la iniciativa no incorpora el criterio de autoidentificación o autoadscripción del Convenio 169, pero sí nos dice: ``Para la plena identificación de los integrantes de los pueblos y comunidades indígenas, el estado establecerá los mecanismos e instrumentos registrales adecuados'' (artículo 4).
Después de minimizar el concepto de pueblo, define a la comunidad indígena como grupo de individuos, con prácticamente las mismas características que el pueblo, pero con menos integrantes y con un asentamiento localizado. Así, entre pueblo y comunidad la única diferencia pareciera ser la dimensión demográfica.
El concepto de pueblo está íntimamente vinculado al de territorio. Por ello la iniciativa rehuye a éste y nos propone en cambio la idea de hábitat, trastocando otra vez al Convenio 169. De esa forma, de acuerdo con la ley Albores los pueblos no tienen territorio, pero las comunidades cuentan con hábitat, esto es, ``el área geográfica o ámbito espacial o natural que se encuentra bajo su influencia cultural y social'' (artículo 3).
Macehualizar a las autoridades indígenas
La ley Albores tampoco reconoce la existencia de un sistema de autoridades propio. Por ello, no tiene ningún problema en decirnos: ``Esta ley reconoce y protege a las autoridades tradicionales nombradas por consenso de sus integrantes y conforme a sus propias costumbres'' (artículo 5). No se trata, en consecuencia, de autoridades con ámbitos de competencia y poder propios, sino autoridades protegidas por el poder estatal. Tampoco se trata de reconocer y respetar la diversidad de las autoridades indígenas, sino de autoridades tradicionales nombradas por consenso. En el fondo no se refiere a que los pueblos indígenas tengan la posibilidad de desarrollar su sistema de autoridades con la fuerza debida y la variedad que le es consustancial, sino de reducir el concepto de autoridad indígena al de autoridad tradicional. En Chiapas, como se sabe, las autoridades tradicionales han sido coptadas en muchas ocasiones por la cadena corporativa y ahí sí están efectivamente protegidas por el poder estatal para garantizar la dominación política de los pueblos y sus comunidades.
Para que no haya dudas sobre el alcance del ``reconocimiento'' de esas autoridades, el mismo artículo precisa: ``Las autoridades tradicionales serán auxiliares de la administración de justicia y sus opiniones serán consideradas en los términos de la legislación procesal respectiva para la resolución de las controversias que se sometan a la jurisdicción de los juzgados de paz y conciliación indígenas''. Autoridades, en síntesis, protegidas, sin facultades y sin competencias. Autoridades auxiliares de otras autoridades.
Lo anterior no debiera sorprender por la coherencia que guarda con las reformas de 1998 a la Ley Orgánica del Poder Judicial del estado de Chiapas, en la cual se establece una ruptura entre autoridades indígenas y jueces conciliatorios: las primeras son meros auxiliares; los segundos, abogados, con título o no, nombrados por el tribunal para atender asuntos civiles y penales menores.
Esta minimización de los derechos, las instituciones y las autoridades de los pueblos indígenas fue ejemplificada por el abogado mixteco Maurilio Santiago, cuando señaló en 1997: ``El nombramiento de las autoridades de los pueblos indígenas es todo un acto sagrado. Deben haber cubierto muchos cargos y cuando esta autoridad indígena llega ante cualquier autoridad de afuera a hablar de lo que la ley dice respecto a los usos y costumbres, el juez le dice a su autoridad `auxiliar, es usted mi mozo'''.
En los ejemplos que hemos referido la supuesta articulación entre el derecho positivo nacional y el derecho indígena no es más que un proceso de subordinación, de incorporación de éste en los últimos peldaños de una lógica cultural y jurídica muchas veces ajena. Que se les reconozca, pero que no interfieran, que no estorben, que no cuestionen la lógica del aparato de justicia. Que se queden ahí, en el rincón, como menores para asuntos menores.
Jurisdicción rigurosamente vigilada
El segundo capítulo, llamado De la jurisdicción, simplemente nos remite a las limitaciones de los juzgados de paz y conciliación indígenas, por no decir que no reconoce ninguna. Para reconocer jurisdicción hay que reconocer un sistema normativo y de resolución de conflictos, un sistema de autoridades y su ámbito de competencia. La iniciativa sólo habla, en cambio, de ``usos, costumbres y tradiciones'', no -valga la insistencia- de un sistema de autoridades, normas, procedimientos y medios de ejecución. ``Dichos usos, costumbres y tradiciones -reza el artículo 10- se distinguen por características y particularidades propias de cada comunidad indígena y tendrán aplicación en los límites de su hábitat, siempre que no constituyan violaciones a los derechos humanos''.
El Tribunal Superior de Justicia establecerá los juzgados de paz y conciliación, cuya competencia jurisdiccional será la establecida en los códigos en la materia, esto es, asuntos civiles y penales menores, y en los cuales se ``podrán aplicar las sanciones conforme a los usos, costumbres y tradiciones de las comunidades indígenas donde ocurra el juzgamiento, en tanto no se violen los derechos fundamentales que consagra la Constitución de la República ni se atente contra los derechos humanos''. Pero, además, tales juzgados de paz y conciliación sólo tendrán jurisdicción para conocer de los asuntos o controversias en que ambas partes sean indígenas (artículos 11, 12 y 13).
La supuesta jurisdicción indígena no tiene ámbito territorial, sino de hábitat. No se ejerce por las autoridades de los pueblos indígenas, sino por medio de unos Juzgados nombrados por el Tribunal Superior del Estado. Tienen competencia sólo en asuntos menores y únicamente cuando ambas partes sean indígenas y, además, parte de un prejuicio: vigílenlos bien, porque pueden violar los derechos humanos y los principios fundamentales de la Constitución (¿no son acaso los mismos?). A todo este cúmulo de restricciones, condiciones y prejuicios la ley Albores le llama De la jurisdicción.
El esfuerzo por desnaturalizar el derecho indígena y convertir a las autoridades de los pueblos en empleados menores del aparato estatal se ha impuso de forma consistente en el país, empezando por estados como Chihuahua y Campeche, que en sus reformas constitucionales habían reconocido con mayor amplitud los sistemas normativos internos.
Muchos programas, pocos derechos
Así definió Magdalena Gómez el sentido de la iniciativa de Albores Guillén. Y no le falta razón. Después de decirnos todo lo que los pueblos, las comunidades y sus autoridades no pueden hacer, la iniciativa del gobernador-sustituto-del- suplente se dedica a decirnos en la ley todo lo que el estado sí puede y va a hacer. De paso convierte una ley de derechos y cultura indígenas en un listado de programas gubernamentales, casi en un capítulo más de la ley orgánica de la administración pública local. A los pueblos les negó su reconocimiento como sujetos de derecho, pero a continuación nos demuestra cómo el estado es el verdadero agente social activo entre los pueblos indígenas.
La ley en ningún caso dice que los programas deberán realizarse en acuerdo, consulta y corresponsabilidad con los pueblos indígenas y sus autoridades.
Muchos de esos programas son sólo el reflejo de los miedos y prejuicios del gobierno estatal hacia los pueblos indígenas. Así, se establecen programas dirigidos a los indígenas para que conozcan la ley, cuando debieran de ser en todo caso dirigidos al conjunto de la población. Programas para que los indígenas reorienten las prácticas que atenten contra la dignidad de las mujeres, cuando debieran ser orientados, en todo caso, al conjunto de la sociedad chiapaneca. También programas para que la niñez indígena conozca de los peligros del alcoholismo y las adicciones, cuando son problemas generales en la sociedad indígena y no-indígena de Chiapas. Con esos programas, propios de un Club de Rotarios, pero inscritos en una ley, en realidad se nos vuelve a presentar la imagen oligárquica del indio borracho, golpeador, desobligado al que el Estado, en el fondo, tiene que civilizar.
En la iniciativa de ley el estado no se impone obligaciones hacia los pueblos, pero a toda acción de éstos impone sistemáticamente obligaciones y restricciones. La entidad no se obliga a consultar a los pueblos ni media su acción en función de los derechos de éstos, pero en cambio hasta la más mínima práctica indígena se encuentra acotada. Así, en relación con la medicina indígena, el artículo 49 reconoce a los médicos indígenas con las restricciones, que algunos casos llegan a la penalización, que impone la Ley de Salud de la entidad y la Ley General de Salud.
Esta no es, por cierto, una lógica privativa del gobierno de Chiapas, proviene del gobierno federal. Desde esa perspectiva, no es el Estado, la legislación y las instituciones las que tienen que modificarse para reconocer los derechos indígenas, sino que son los pueblos y sus comunidades los que tienen que transformarse, adaptarse y subordinarse a la estructura actual del estado y del orden jurídico. Que cambien los pueblos, no las leyes. Que tengan derechos, pero residuales. Que tengan autoridades, pero no poder. Por ello desde el gobierno federal se hace una utilización discursiva que celebra la diversidad cultural siempre y cuando no se traduzca en derechos reales y, por tanto, en pueblos fuertes.
En esta hora de definiciones, el país y los pueblos salen ganando con un reconocimiento sin candados de los derechos para terminar con esta macehualización de las instituciones y autoridades de los pueblos indígenas, para revertir la pulverización política de la que no se quiere que salgan y en la que tengan, cuando más, derechos minimizados.