Bárbara Jacobs
El mucho ruido

En la página en blanco escribí: "No sé si las mariposas ya aprendieron a esquivar la red del cazador, pero desde que mamá lee lo que escribo, no me cuenta nada". Mas el ruido a mi alrededor me impedía pasar de ahí. ƑEl ruido a tu alrededor te impide pasar de ahí?, me pregunté, crítica, torturadoramente. Igual que a otros escritores, cuando estoy trabajando bien el ruido a mi alrededor no me importa; pero apenas me atoro, o por esto o por aquello mi trabajo no arranca o no fluye, culpo al ruido como el causante de mis dificultades.

He recurrido a taponarme los oídos, o a colocarme audífonos para escuchar a todo volumen los Conciertos para piano 2 y 3, de Rachmaninov. Pero lo que consigo con estas medidas suele ser provocarme dolor en los oídos, o un placer algo exasperante, pues no sólo tampoco de este modo logro salir del atolladero en que sea que me encuentre en mi trabajo, sino que además no doy nunca suficiente tiempo para que el ruido a mi alrededor cese. El volumen o la calidad de la música que oyen no sé qué vecinos justamente el día en que a mí no me sale mi trabajo, es inmodificable; al menos por medios a mi alcance. Así, he optado por abandonar mi trabajo mientras no cese el ruido, por más que no ignore que el ruido no es en realidad lo que en ese momento me impidió trabajar.

En algunas ocasiones he logrado que cese, y, hélas, el silencio no ha roto con mis dificultades. Después de una semana de soportar el volumen alto del aparato de televisión en el cuarto de mi nana, al lado de mi estudio, me animé a escribirle en una hoja que por favor, mientras yo necesitara silencio, cosas que, esperaba, a ese grado no necesitaría más de un par de meses, le suplica que bajara el volumen de la película que veía todas las tardes, entre cinco y siete. Como ella es sorda, no llamé a su puerta para entregarle, con una sonrisa, mi petición, sino que deslicé la hoja con mi súplica escrita a lo largo con toda claridad por la ranura debajo de su puerta. Y, con la esperanza de que si la veía atendería mi llamado de auxilio de inmediato, volví a mi estudio.

No bien me acomodaba ante mi mesa de trabajo cuando mi nana tocó a mi ventana con insistencia. Descorrí las cortinas. A su vez, me extendió una hoja en la que había escrito: "Ni siquiera sé cuál es el botón del volumen ųanotó, y lo segundaba repitiéndolo angustiadaų; por favor ven a mi cuarto y tú baja el volumen todo lo que quieras". Obviamente, las películas que ve están subtituladas, y ella las sigue al leer la subtitulación.

Por otra parte, no siempre, tampoco, es deseable callar el ruido alrededor de uno. Busqué a mamá y a mi hermana, que trabajan juntas en un proyecto de investigación. Las encontré conversando plácidamente en una terraza al pie del recinto en que ellas se reúnen a trabajar diariamente, al caer la tarde.

Como si yo las sorprendiera en esas en lugar de haberlas encontrado ante su mesa de trabajo, empezaron a disculparse. "Adentro hacía mucho calor". Dijeron, bajando ligeramente la vista. En el regazo, cada una tenía un montoncito de semillas de eucalipto; "las estuvimos recogiendo", parecieron confesarme. Cuando advirtieron que yo no las estaba culpando de nada, pero sin observar que más bien las envidiaba, entraron en confianza.

"Pensamos que no teníamos por qué estar tan ocupadas, que también teníamos derecho a ser felices", dijo mamá; "Si", asentó mi hermana, "salimos a oír el canto de los pájaros, adentro prácticamente no se oye para nada".

Algo sacudida, volví a mi propio encierro. Al haber escrito que no sabía si las mariposas ya habían aprendido a esquivar la red del cazador, pero que, desde que mamá leía lo que yo escribo, no me contaba nada, quería en realidad desarrollar un aspecto de la personalidad de mamá. Y me había propuesto hacerlo porque, días antes de plantearme semejante ejercicio, había estado leyendo a Charles Lamb y tomando notas para escribir algunos comentarios de mi lectura de sus ensayos. Pero, al leer mis apuntes, me di cuenta de que, en primera, no aportaban nada a lo que verdaderos conocedores han dicho de él y, en segunda, más me valía, si era cierto que Lamb me fascinaba y que quería yo aprender de él cuando pudiera, sentarme, con el índice en la sien y, cabizbaja o no, tratar de escribir algo que conociera bien, bajo la influencia de Lamb.

Fue cuando no sé qué vecinos se empecinaron en oír a un volumen exagerado su música, y cuando traté de acallarla para ver si me inspiraba y, logrando acallar el sonido de las películas que ve mi nana, aquí al lado, me di cuenta de que tampoco en silencio me inspiraba, ni fluía de mí nada después de la fase inicial respecto al cazador de mariposas y su red. Desesperada, salí a caminar. Encontré mi presa, representada en mamá y en mi hermana, volvía a mi estudio y me dije que, si no arrancaba, tendría que admitir que, a estas alturas, no había aprendido todavía nada.