Desde hace unos meses, la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México trata de ampliar su base de público por medio del obsequio generoso de boletos para sus conciertos, repartidos entre diversos sectores sociales. Esto, como casi todo lo que suele hacerse en este ámbito, es una moneda de dos caras. Por un lado, hay que aplaudir casi incondicionalmente (el ``casi'' es importante) todo lo que se haga por reducir el abismo que hay entre las orquestas y los oyentes; si esta labor se realiza entre quienes tienen escasas posibilidades de pagar los boletos de los conciertos, tanto mejor. Por el otro lado, esto no permite apreciar con claridad cuál es el verdadero poder de convocatoria de la OFCM, sus directores, sus solistas y sus programas. Dicho de otro modo: los llenos y cuasi-llenos recientes en la Sala Ollin Yoliztli, bienvenidos como son, pueden calificarse como un espejismo.
Pero más importante que esto es el hecho de que al parecer las autoridades de las que depende la orquesta no se han puesto a pensar con detenimiento en el hecho de que, al menos para aficionados primerizos, hay ciertas músicas que van mejor con determinados públicos, y que no necesariamente cualquier concierto sinfónico se presta idealmente para la bienintencionada labor de difusión que la filarmónicaa y el gobierno del DF promueven. Como uno de tantos ejemplos de ello, menciono el séptimo programa de la temporada de la Filarmónica de la Ciudad, ofrecido hace un par de semanas en su auditorio sede. Para este concierto, en la sesión del domingo, arribaron a las puertas de la Ollin Yoliztli varios camiones pletóricos de personas principalmente jóvenes (a veces demasiado jóvenes) con boletos de cortesía.
A primera vista, el espectáculo era reconfortante, pero no pude dejar de preguntarme: ¿los 65 minutos de la Séptima sinfonía de Bruckner, precedidos por el áspero concierto para alientos y cuerdas de Martin, son el mejor medio para llevar a cabo la loable labor de difusión que proponen la OFCM y sus jerarcas? Mi propia respuesta es un no categórico, a juzgar por lo visto y oído en este y otros conciertos recientes de la filarmónica. Si bien estoy de acuerdo en explorar todas las vías posibles para la difusión musical, no creo que el convertir todos los conciertos de la OFCM en una romería dominical plena de niños de brazos, adolescentes inquietos y melómanos reticentes, sea el mejor medio para lograr ese importante acercamiento. Otros serían los resultados si los promotores de este tipo de difusión se preocuparan, en todo caso, de preparar a sus oyentes primerizos con un mínimo de información práctica sobre el protocolo de un concierto sinfónico, la música a escuchar, y los modales musicales mínimos. De otro modo, todos salen perdiendo: el público, la orquesta y la música.
Terminada la digresión extramusical, vale decir que el mencionado concierto resultó, dadas las circunstancias, de muy buen nivel. Bajo la batuta de Carlos Miguel Prieto, joven director cuya carrera avanza a muy buen ritmo, la Filarmónica de la Ciudad de México inició su programa con el Concierto para siete alientos de Frank Martin, llevando como solistas a los principales de la propia orquesta. Con tales solistas, el resultado no podía ser sino bueno, considerando además que tanto el director como ellos supieron proyectar, entre otras cosas, la sabiduría de Martin para utilizar alternativamente al grupo solista como un quinteto de alientos o como un trío de metales, además de las posibles permutaciones que la combinación permite. Oh, contradicción: la cuerda de la OFCM se ha mantenido tan sólida y compacta, que el aligerar un poco su textura (en número o en intención) hubiera ayudado a una mayor transparencia en el trabajo del ensamble solista. De una labor uniformemente encomiable de los instrumentistas, destaco el trabajo del trompetista Christopher Thompson, quien tocó con una convicción y certeza admirables.
Después, el joven director se aplicó a la titánica tarea de conducir la enorme Séptima sinfonía, de Anton Bruckner, tarea compleja sin duda para un músico de su edad. Si la versión no resultó plenamente redonda, quizá por la falta de costumbre de enfrentar este tipo de repertorio, sí tuvo muchos momentos de lucidez y enjundia, particularmente en el scherzo, que fue delineado por Prieto de manera sólida, compacta y convincente con la ayuda del poderoso y rico sonido de la OFCM. No me cabe duda que, ya dominadas del todo las cuestiones de balance y arquitectura, la próxima vez que Carlos Miguel Prieto aborde esta magistral sinfonía se soltará el pelo y se permitirá, por ejemplo, darle al adagio toda la cuota de pasión que Bruckner propone y exige.