La Jornada jueves 6 de mayo de 1999

Sergio Ramírez
El beisbol mueve montañas

Decidí que no podía perderme el juego entre los Orioles y la selección nacional de Cuba, que se anunciaba como histórico, e hice el viaje de Washington a Baltimore con un grupo de amigos, algunos de ellos deseo-sos de entender los complejos secretos del beisbol, que a veces se parece más bien a una ciencia cabalística. A Andrés Alamán, por ejemplo, fui explicándole durante el trayecto la maraña de reglas que domina cada jugada. Para un chileno, el beisbol es todavía más una ciencia oculta, y lejana.

Bajo la llovizna persistente que obligaría luego a interrumpir por un buen rato el juego, las luces del Camden Yard brillan en la distancia mientras nos acercamos ya a pie por Eutaw Street; y cuando dejamos atrás el viejo Teatro Hipódromo clausurado, con su marquesina rota, pronto la calle entra en fiesta, y vamos metidos en el río de gente que desemboca hacia los portones del estadio que empieza a llenarse. Y a mi vida entra de nuevo esa pasión recurrente que guardo desde niño, cuando también entre ríos de gente iba acercándome de la mano de mi padre al Estadio Nacional en Managua, que abría por primera vez sus puertas para la inauguración de la X Serie Mundial. Las verdaderas pasiones, se ganan en la infancia.

En la esquina de Eutaw con la calle Lombard, donde se alza la torre de Las Artes, con su falso aire florentino y su reloj de la Bromo-Seltzer, una marca medicinal ya olvidada, los revendedores ofrecen los boletos a cien dólares, una cifra astronómica que dice mucho de la fiebre que ha creado este juego, un verdadero clásico. Desde temprano de la tarde están ya vendidas las 50 mil plazas del Camden Park, la atractiva mole de tribunas, escaleras y galerías que se abre hacia el centro urbano de Baltimore como un portaaviones iluminado, y se vuelve parte del paisaje de rascacielos postmodernos, de cromo y vidrio, y viejos edificios góticos de comienzos del siglo. El Camden Park, que vio un día las glorias del pitcheo del héroe nicaragüense Denis Martínez en sus mejores años juveniles, y los más difíciles de su carrera.

Más recuerdos. Hoy, el viejo Conrado Marrero, que un día lanzó para los desaparecidos Senadores de Washington, y también para el equipo León en Nicaragua ya en su edad madura, sin velocidad en la bola pero lleno de mañas maestras, ha tirado la primera pelota.

A pesar del alegato de que se trata nada más de un partido amistoso, este encuentro tiene mucho de símbolo político, y puede ser visto como una probeta donde se ensayan las futuras relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Y nadie puede evitar tampoco que los enconos de muchas décadas desemboquen en esta calle bulliciosa que lleva al Candem Park, y que de pronto parece convertirse en un set de Cinencitá, con Fellini filmando en lo alto de una grúa: mientras los vendedores de camisetas, gorras y emblemas gritan su mercancía desde los stands, apareados al lado de los tenderetes de hot-dogs, cervezas y refrescos, unos caballeros muy circunspectos, vestidos de negro sepulcral y luciendo en el pecho bandas de seda púrpura con un león rampante, se te acercan para ofrecerte volantes. Pertenecen a la Sociedad Americana de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad (TFP). Están en contra de este juego, y su gravedad de enterradores desentona con el desenfado de los aficionados que pasan en alegres gavillas, sin verlos.

Detrás de las barreras de policías montados en esos caballos imponentes que también parecen parte de un set de cine, los manifestantes exiliados cubanos vociferan con sus altavoces, en contra también de la celebración del juego, y al otro lado de la cerca que marca los límites del estadio, las orquestas de salsa venidas de Cuba tocan sin cesar en lo que más parece una kermesse bulliciosa donde hay largas filas para comprar barbacoa cocinada a la cubana. Los cerdos giran en la parrilla, dorándose bajo la llovizna. Por lo menos hoy, los hot-dogs se encuentran mano a mano con la barbacoa, y en lo alto de las astas, los gallardetes con los colores cubanos se agitan en la brisa.

En las graderías, la gente se acuerda poco si este juego tiene o no motivaciones políticas, si responde a una maniobra diplomática concertada, o si, quiérase o no, tiende a normalizar las relaciones oficialmente hostiles entre Cuba y Estados Unidos. Han venido a disfrutar un juego excepcional, que Cuba termina ganando de manera aplastante, y como en cualquier estadio del mundo rebosante de público, hay de todo. Cubanos de allá, arropados en sus banderas, y cubanos de aquí, llegados en distintas oleadas a lo largo de los años, escépticos unos, nostálgicos otros, que por hoy, dicen, están con su equipo, el equipo de Cuba, aunque vuelvan mañana a ser partidarios de los Orioles.

Me ha tocado sentarme cerca de la raya de primera base entre una partida de muchachos negros, fanáticos también de los Orioles, que animan hasta rabiar a su equipo, pero cuando comienza a llevar la peor parte después del tercer inning, gritan ¡Viva la raza! en alegre homenaje al equipo cubano, sin perder el entusiasmo de antes. Y cuando algunos exaltados saltan al campo de juego buscando interrumpirlo, y la policía los saca, los abucheos para los aguafiestas son unánimes.

Mucho se ha ganado al final de este juego, largo a fuerza de batazos como para durar hasta el filo de la madrugada, para que las relaciones entre Cuba y Estados Unidos sean alguna vez normales y respetuosas; y seguramente las 50 mil personas presentes en las graderías del Candem Park no se sentirán extrañadas cuando así ocurra. Se extrañan, más bien, de que todavía no sea así, como me lo dijo uno de los muchachos negros venidos desde los suburbios de Baltimore, sentado junto a mí.

Y alguna vez, a lo mejor, en los tiempos de globalización que nos toca vivir, habrá en las grandes ligas un equipo de Cuba, sin trabas migratorias de ninguna clase, y otro de República Dominicana, y de México, como hay ya en ellas equipos de Canadá. Si se trata de mover montañas, está demostrado que el beisbol, esa deidad nuestra del Caribe, puede hacerlo.

Arlington, mayo de 1998