Simplemente príncipe*

n Ricardo Garibay n

Y bronco tambor bramido arrancó el toro astillando charcos, levantando estrías de arena negra. Devoraba el anillo de parte a parte. Corría hundiendo la feroz cabeza rizada hacia las manos, bajo la bárbara gritería de miles de hombres en pie, miles de hombres en pie porque el ruedo era sin límites y El Ranchero Aguilar sólo esperaba. Quieto. La cara enterrada en los hombros. Quieto. La muleta ondulante al nivel de los iliacos. Quieto. Las zapatillas fundidas una en otra. Quieto. Quieto como desolado coágulo de voluntad o desventura. Y el aguacero rompía de nuevo y borraba de sopetón el arcoiris, y campeaba un universo bramadero de locos súbitamente gris.

Y el toro nunca llegaría, no llegaba, no llegaría. No había en el mundo macho que resistiera el huracán de rabia que trazaba aquella recta de toneladas y cuernos y patas y tensa cola de hierro y abruptos camposantos.

Trompeterías de la tragedia, sordo El Ranchero hechizado, ya se alzaba, se lanzaba a los cielos desde la agonía roncamente el óoooleeé que despanzurraba la tarde, y explotó como gloria o desesperación cuando ese matador, simplemente príncipe, dejó caer los brazos o rindió la muleta dulcemente y como trastazo, y un airón de toro lo bañó de arena y agua, y fue aquello una cruz o saeta resplandeciente o trazo de una estrella o parpadeo de eternidad dichosa o abrir y cerrarse de un planeta verde y oro y rojo y negro y blanco disparado a lo hondo de una O colosal.

Y giró lentísimo El Ranchero, revolviéndose el demonio en cuatro o cinco metros, y El Ranchero lo recibió embarrando en el lodo la muleta, y el hermosísimo animal ahí avanzaba durmiéndose milímetro a milímetro.

* Fragmento tomado de Aires de blues, libro publicado por Grijalbo.