La Jornada lunes 3 de mayo de 1999

Héctor Aguilar Camín
Fractura en marcha

A principios de año Jesús Silva Herzog Márquez tomó nota de un ejercicio de The Economist dedicado a pensar los impensables del mundo de fin de siglo, por ejemplo, el riesgo de una guerra nuclear. Silva trató de pensar los impensables de México.

Mencionó entre ellos el riesgo de una fragmentación nacional, la posibilidad de que una parte de México declarara su autonomía, a la manera de las comunidades autónomas españolas, o su independencia política, a la manera de Texas en 1836.

En 1995 tuve una charla con un ex presidente de México que seguía con detalle la votación de Quebec por su estatuto independiente de Canadá. Le pregunté la razón de su interés. Me respondió que no le preocupaba Quebec, sino México. El triunfo de la autonomía quebequense podría tener un efecto catalizador sobre muchas tensiones regionales mexicanas y provocar en algunos estados la decisión de gritar: ``El rey va desnudo: nuestro pacto federal es leonino y no lo aceptamos''.

Me ha recordado ambas cosas el litigio que el gobernador priísta de Chihuahua, Patricio Martínez, tiene con la Secretaría de Hacienda por la legalización de la tenencia de automóviles ilegales que hay en su estado. El gobernador quiere legalizarlos y cobrar los impuestos. Hacienda se niega. Es parte de nuestra cultura de la ilegalidad el que puedan existir tantos autos ilegales en el país -dos millones es el cálculo nacional- y el que sean las propias autoridades quienes defiendan su legalización.

Pero el gobernador Martínez no está solo en esto. Alrededor de 300 diputados de todas las fracciones parlamentarias firmaron una recomendación en el mismo sentido argumentando: ``Con la legalización de las unidades internadas en el país en forma legal, todos ganan: gana el gobierno porque podrá efectuar el cobro respectivo de impuestos: ganan los gobiernos de los estados con el pago de las tenencias: ganan los usuarios que no son vivales''.

La ley es siempre incómoda, entre otras cosas porque es obligatoria. La idea de que porque la ley se ha violado mucho conviene legalizar su violación previa, fomenta la impunidad, afirma la creencia de que la violación de la ley será perdonada con el tiempo por conveniencia política.

El gobernador de Chihuahua ha ido más allá de esta raya, de por sí preocupante, y se ha declarado en práctica rebeldía federal contra la Secretaría de Hacienda decidiendo la legalización y el cobro de esas tenencias. Su decisión es parte de la cultura de la ilegalidad normal en México, pero es también un grito de alerta en el sentido de la molestia de fondo contra el pacto federal que empieza a aflorar en ciertos estados, en particular los norteños, donde los gobernadores, electos democráticamente, se sienten y están más obligados con su comunidad que los eligió que con el centro, al que no le deben el cargo.

Se dirá que hay una exageración en mirar un pleito de jurisdicciones por impuestos como un síntoma de fractura nacional. Desde luego. Pero si esa fractura está en marcha, aunque resulte impensable, probablemente sus primeras manifestaciones serán pleitos jurisdiccionales, en particular por impuestos, límites territoriales y derechos sobre recursos naturales. Los pleitos y agravios por impuestos, ya se sabe, engendran revoluciones. El grito de la independencia de Estados Unidos fue ``No taxation without representa-tion'' (``no impuestos sin representación política''). Una avalancha de impuestos acumulada gota a gota sobre la Francia del siglo XVIII, hizo intolerable la vida para los pueblos y las villas de provincia, tanto como para el pueblo de París que detonó la Revolución Francesa.

Para nadie es un secreto la vieja inconformidad de tesoreros estatales de México con las autoridades federales de Hacienda por los enormes poderes de ésta sobre el pago de participaciones federales a los estados. El pleito de Chihuahua ha despertado a otros gobernadores, el de Nuevo León y el de Zacatecas, en busca de un replanteamiento del pacto federal en esta materia. No es sólo un pleito de gobiernos. Muchas empresas norteñas exportadoras consideran ya la posibilidad de registrarse como empresas norteamericanas, en Estados Unidos. No está dicho que México, ni ningún otro país, permanecerá inmutable como nación en el remolino de la globalización del siglo XXI.

La democracia viene acompañada de un nuevo grito de independencia y una oleada sin precedente de legitimidad de los poderes estatales miembros de la federación. Los viejos moldes centralistas estallarán en pedazos o provocarán explosiones regionales. México tiene un expediente histórico probado para resolver estos litigios que agitan en el armario los viejos fantasmas del desmembramiento nacional. Lo aplicó en el siglo pasado: creó una federación, concedió a los estados soberanías locales, gobiernos propios.

La historia real se llevó muchos de aquellos derechos. Primero Juárez, luego Porfirio Díaz, después la Revolución Mexicana, Calles, Cárdenas, los presidentes y el PRI, convirtieron poco a poco la federación en sinónimo de centralización y a los gobiernos estatales en apéndices de la política nacional decidida en la ciudad de México. Con el fin de régimen del presidencialismo y el PRI, toca a su fin también el control federal de los estados. Los estados recobran una independencia progresiva que está lejos de haber alcanzado su tope. Históricamente, la tentación de las independencias regionales ha sido el separatismo.

Cualquier cosa puede detonar esos sentimientos regionales, sacar a flote toda la historia no resuelta que hay debajo: la historia de una federación que no lo ha sido, que empieza a pelear por ello, y la historia de un gobierno central que acaso subestima esos pleitos como caprichos circunstanciales, sin hacer bien las cuentas de todo lo que ha perdido y lo desnudo que puede estar a la hora de acallar el grito de sus súbditos.