La Jornada Semanal, 2 de mayo de 1999
Hasta ahora nadie, ni el más sabio de los economistas, ha podido prever el momento exacto en que va a iniciarse una crisis o una depresión. Esto fue cierto para la década de los treinta y lo es aun para este fin de siglo. Hubo voces que, antes del nefasto suceso de 1929, advertían que el desenfrenado auge especulativo de la Bolsa de Nueva York terminaría, para muchos, en un desastre. Pero todos sabían que nadie podía prever el día, la magnitud del ajuste y su influencia sobre el resto de la economía.
En enero de 1929, en los más altos círculos financieros, la opinión dominante era que el auge llegaría a su fin antes del fin de año. Casi todos los observadores serios coincidían en que era imposible aplazar el suceso por más tiempo. Sabían que cuando los precios de las acciones comenzaran a bajar, las compras basadas en créditos y fianzas (especulación al alza) perderían sentido y todos se abalanzarían a vender, precipitando aún más la baja. Quienes podrían haber hecho algo, sabían que sólo había dos alternativas: provocar deliberadamente una coerción inmediata, con la esperanza de atenuar la violencia del aterrizaje, o esperar que el desastre sucediera naturalmente, sabiendo que sus efectos serían más graves. Lo que al final sucedió es que no se hizo nada y en los hechos se fue imponiendo la segunda opción. Veamos por qué. Se sabía, en primer lugar, que reventar una burbuja no era difícil, pero lograr que se fuera desinflando poco a poco representaba una tarea prácticamente imposible. Por eso, actuar parecía casi tan terrible como cruzarse de brazos. Luego, muchas personas estaban acumulando grandes fortunas y tenían interés en que la tendencia al alza se mantuviera lo más posible. Y por último, nadie quería ser acusado de ser el autor del fin del auge.
El verano de 1929 fue una era de efervescencia en Wall Street. Los precios en la bolsa se elevaban día tras día. En junio y julio, el índice de valores industriales del Times ganó 77 puntos y en el mes de agosto hubo un nuevo salto de 33 puntos. Frente a eso, el ascenso del año anterior con sus 86.5 puntos, considerado por todos como portentoso, era más bien modesto. En la Bolsa de Nueva York se negociaban cifras fabulosas de acciones que llegaban a los cuatro e incluso cinco millones diariamente. Pero, además, se produjeron incesantemente nuevas emisiones que se canalizaron a través de las bolsas de Boston, San Francisco y Cinncinatti. Esas plazas, que hasta entonces habían seguido las tendencias de Nueva York, adquirieron una dinámica propia con un auge vertiginoso.
Pero no sólo subía el precio de las acciones. Los préstamos otorgados a los agentes de bolsa durante ese verano aumentaron en 400 millones de dólares, hasta alcanzar la cifra sin precedente de siete mil millones. Más de la mitad de ellos provenían de sociedades particulares en los Estados Unidos o el extranjero, mientras que el resto era proporcionado por los bancos. El tipo de interés de estos préstamos -que se otorgaban en 24 horas y eran susceptibles de cancelación sin previo aviso- oscilaba entre el 7 y el 12% y llegó en ciertos días al 15%. Muy pronto, las empresas en otras partes del globo se dieron cuenta de que estos créditos ofrecían gran liquidez, un alto grado de seguridad en un mercado al alza y jugosas ganancias, y afluyeron de todo el mundo. A medida que el verano llegaba a su fin, algunos observadores señalaron los peligros que encerraba la situación, pero fueron acallados por los voceros más conservadores y prestigiados del establishment.
En marzo de 1929, Paul M. Warburg, presidente del International Acceptance Bank, conminó a la Reserva Federal de Washington a que adoptara una política monetaria agresiva que pusiera fin a la orgía especulativa. Preveía que, de no ser así, se acabaría en un colapso del mercado y todo el país se vería envuelto en una depresión general. También había un grupo muy minoritario de columnistas económicos que mantuvieron una actitud pesimista, pero rara vez ésta era consistente y sostenida. Un caso muy penoso fue el de la Harvard Economic Society, que se había constituido para ayudar a los hombres de negocios y especuladores con pronósticos sobre la situación de la bolsa y la economía, los cuales publicaban varias veces al mes. A principios de año, su posición era moderadamente pesimista. Sus participantes habían localizado factores perturbadores en la economía y comenzaron a pronosticar la inminencia de una leve recesión. Como en el verano no se produjo el receso, cambiaron de opinión, reconocieron su error y se sumaron al coro laudatorio en vísperas del crack.
De hecho, la gran mayoría de los voceros de Wall Street siguió defendiendo hasta el final la tesis de que el auge bursátil se mantendría y que la economía iba bien. Algunos medios comenzaron a tratar a los pesimistas como a traidores y sostenían que no había lugar en los Estados Unidos para quienes amenazaron con destruir la confianza en la prosperidad nacional. En junio, Bernard Baruch, importante estadista, declaró en una entrevista muy publicitada que ``la situación económica del mundo era óptima para dar un salto hacia adelante''. Menudeaban las declaraciones de prestigiados economistas del medio académico, que defendían el desbocado crédito a los especuladores. Así, en agosto, el Midland Bank publicó el resultado de unos estudios que demostraban que no había por qué preocuparse por los préstamos especulativos hasta que alcanzaran el tope de doce mil millones de dólares. Uno de los principales baluartes de la fe en la durabilidad del auge eran los bancos, pero ello no debía sorprender a nadie. Muchas de las sucursales vendían acciones y obligaciones al público y los grandes banqueros especulaban desenfrenadamente en la Bolsa.
El 2 de septiembre, día festivo en los Estados Unidos (Labour Day), la bolsa estuvo cerrada y todo parecía normal. Al siguiente día, el mercado se mantuvo firme y se registraron más de cuatro millones de operaciones. La Reserva Federal publicó cifras sobre los préstamos a agentes de bolsa que mostraban un incremento sin precedente de 137 millones en una semana. Sólo mucho más tarde se sabría que ese fue el último día del gran auge bolsístico norteamericano. A partir de entonces, el mercado ya no mostraría la ilimitada confianza de los años pasados. La tendencia a la baja se impuso y aun cuando hubo picos importantes, estos sólo fueron interrupciones momentáneas. El 5 de septiembre, el índice del Times arrojó una baja de 10 puntos e, individualmente, algunas de las acciones de punta perdieron mucho más. El volumen de las operaciones subió a 5.5 millones de acciones y muchos accionistas comenzaron a deshacerse de partes de sus portafolios. La baja se adjudicó a Roger Babson, filósofo, futurista y economista muy popular en la época. En una conferencia que pronunció ante la influyente Conferencia Anual de Cámaras de Comercio, pronosticó que la depresión era ya inevitable y que sus efectos serían terroríficos. Dijo que los índices del Dow Jones sufrirían descensos de 60 u 80 puntos y que la desocupación sería masiva. Wall Street denunció de inmediato a Babson, llamándolo ``profeta notorio por sus predicciones fallidas'' y el prestigiado economista Irving Fischer dijo que los índices económicos eran un mentís suficiente y definitivo a sus predicciones. ``Es posible, dijo Fischer, que haya una baja en los precios de las acciones, pero de ninguna manera una depresión severa.'' El mercado se repuso al siguiente día y las próximas dos jornadas fueron normales. Quienes habían vacilado por un momento recuperaron su fe en la Bolsa. Pero el 9 de septiembre, apenas una semana después, los mercados volvieron a sufrir una sacudida. A partir de entonces, la inestabilidad se fue imponiendo. Algunos días el mercado se estabilizaba, sólo para protagonizar una nueva baja.
Veinte años más tarde, los economistas llegaron al consenso de que, ya a fines del verano de 1929, la economía norteamericana había entrado en la recesión y los índices productivos exhibían una desaceleración. Pero en aquellos días nadie supuso que estos síntomas llegarían a transformarse en depresión y, durante todo el mes de septiembre y buena parte de octubre, la confianza en la Bolsa, aunque menos exaltada, se mantuvo. Una vez más, el 19 de octubre, en una actividad moderada, el índice del Times mostró una caída de doce puntos, mientras algunas acciones importantes perdían hasta el 40% de su valor. Sin embargo, la mayoría de los analistas sostuvo de inmediato que lo peor había pasado ya.
El lunes 21 fue un día lamentable. Las ventas subieron a 6.1 millones, la tercera cifra más alta en la historia de la Bolsa. El movimiento fue tal, que el registro de las operaciones (ticker) comenzó a rezagarse, de manera que el público se enteraba de la realidad con dos horas de atraso. Sin embargo, la situación no parecía desesperada y, al final del día, el mercado tuvo un ligero repunte. Todavía hubo quien habló de ``una corriente saludable'', mientras que Babson recomendaba a los accionistas vender y comprar oro.
El miércoles 23 se produjo un nuevo desastre. En dos horas se transfirieron 2.6 millones de acciones y el índice de los valores industriales del Times bajó de 415 a 384. Los acreedores comenzaron a pedir su dinero a los especuladores, ya que las fianzas a los nuevos precios no cubrían el valor de los préstamos. El jueves 24 fue el primer día de verdadero pánico. Se transfirieron más de 12 millones de acciones, muchas de ellas a precios bajísimos. Con frecuencia faltaron compradores para responder a la oferta y sólo aparecían cuando los precios bajaban hasta un mínimo que destruía todas las esperanzas.
A las once de la mañana el mercado se había transformado en una avalancha de vendedores. Muchas personas, ante la incapacidad de aumentar las fianzas, vendieron todo y se retiraron. A las once y media el pánico se había apoderado de la Bolsa. Se generalizaba el rumor de que las acciones se vendían por nada y que las bolsas de Chicago y Buffalo habían cerrado sus puertas. Una ola de suicidios se apoderó del mundo de las finanzas. A las doce se anunció que los grandes financieros estaban sesionando en las oficinas de J. P. Morgan y que se estaba organizando un rescate de emergencia. Ante el anuncio de que se había llegado a un acuerdo entre los hombres más poderosos de los Estados Unidos, el mercado comenzó a comprar y los precios recuperaron su tendencia al alza. Sin embargo, al final de la jornada las ventas habían retomado su ritmo vertiginoso a la baja. El día pasaría a la historia como el jueves negro de Wall Street. El viernes y el sábado que siguieron, aun cuando el volumen continuó alto, los precios se mantuvieron. Todos daban gracias a los banqueros y muchos todavía creían que la especulación recomenzaría, ya que los títulos se encontraban ahora a un muy buen precio.
Pero el 28 de octubre el crack se produjo en forma ampliada. El volumen de las ventas fue inferior al del jueves negro, pero los precios bajaron mucho más. El índice del Times bajó 48 puntos y al final del día no hubo recuperación alguna. El día siguiente, el martes 29 de octubre, fue el más devastador en la historia de la Bolsa de Nueva York. Todos los fenómenos negativos de los días anteriores se repitieron en forma más aguda. El volumen de ventas fue muy superior al del jueves negro y los precios siguieron bajando hasta que muchas acciones desaparecieron del mercado. El desastre se había consumado.