La Jornada Semanal, 2 de mayo de 1999
Resulta interesante que la literatura siga alimentando al cine, que los mejores ``guionistas'' sean autores ya muertos o reconocidos que, en muchos casos, no cobran regalías. Considérese el número de versiones fílmicas de Shakespeare (de Pacino a Luhrmann, pasando por Nunn y Branagh), y qué decir del nuevo auge en los últimos años de la adaptación cinematográfica. Y aquí podríamos traer a colación a novelistas como W.M. Forster, Laclos, Henry James, Balzac, Jane Austen, Wharton, Woolf e incluso Ingmar Bergman...
Otro rubro, menos conspicuo, es el del los escritores, artistas o figuras públicas cuyas vidas han sido llevadas a la pantalla. Aquí de nuevo se llevan las palmas los autores de habla inglesa, que siempre han mostrado una mayor predilección y pericia en el manejo del género biográfico. Jefferson in Paris de James Ivory y Ruth Prawer Jhabvala, se nutría de los hallazgos de Fawn M. Brodie sobre el retrato íntimo de la vida amorosa del estadista ilustrado, señor de Monticello. Carrington, de Christopher Hampton, está inspirado en la vida de Lytton Strachey (1967-68) del reconocido Michael Holrody.
Hace poco se exhibió Oscar Wilde, de Brian Gilbert, cuyo guionista, Julian Mitchell, ha transformado de modo imaginativo el libro homónimo del ya fallecido Richard Ellmann, connotado forjador de largos retratos de artistas irlandeses, entre los que destaca de forma señera su James Joyce. La película abre con un detalle marginal del tour americano de 1882, que en la biografía abarca menos de una página. Presenciamos una escena en exteriores en la que hombres apostados en la cima de una cordillera se pasan la voz. El divulgador del esteticismo, interpretado por Stephen Fry, ha llegado a Leadville, Colorado, y baja a las entrañas de una mina donde cautiva con su charla a unos jóvenes (que a su vez lo cautivan con sus torsos desnudos) en torno a un maestro renacentista que también trabajaba la plata: Cellini.
El primer viso de notoriedad mostrado por Wilde fue su habilidad para leer con suma rapidez. Para asombro de sus compañeros podía despachar una novela en algo así como una hora. En la pantalla esto se convierte en un momento de intimidad doméstica: Constance (Jennifer Ehle), recién desposada, lo observa pasar las hojas una tras otra y reacciona con igual asombro. Otro indicio que vale la pena comentar es una tarde en que andaba de compras con ella por Picadilly Circus y vio en la calle a unos jóvenes pintados. Muchos años después confesaría que sintió ``algo como hielo que lo asía del corazón''; el símil verbal migraría a su obra, terminando en labios del protagonista de El marido ideal.
El Oscar Wilde que nos presenta Brian Gilbert se distancia de los anteriores en el manejo convincente y cinemático de esta clase de detalles, mismos que sirven -como diría Barthes- para enraizar la ficción en la realidad. La caracterización mesurada e hiperverbal que Robert Morely realizó en el film de Gregory Ratoff (1959), no podía esconder su procedencia teatral. En una de sus primeras escenas, el obeso protagonista se hace pasar por inspector de policía y libra a Lord Alfred Douglas Bosie de un hombre que busca chantajearlo. El Wilde de carne y hueso optó por una solución más práctica (como se insinúa en la versión de Gilbert): dispuso con su abogado para que se le pagara. También altamente histriónico fue el desempeño de Peter Finch en la película conocida en México como El hombre del clavel verde (1960).
Estas versiones precedentes tenían como platillo fuerte el proceso judicial, y la vida íntima de Wilde quedaba en un segundo plano. En el Oscar Wilde de Ratoff todo el tiempo vemos a Robbie como hombre adulto y lo asumimos como un amigo leal, pero nunca sabemos -como lo hace patente el largometraje actual -que este estudiante de Cambridge de diecisiete años (quien después sería su albacea literario), sedujo a Oscar iniciándolo en las prácticas homofílicas. Esta primera experiencia, que tuvo lugar en octubre de 1884, cuando Wilde tenía 32 años, merecería una alusión velada en la primera aparición de El retrato de Dorian Gray: al publicarlo como libro, el autor -temiendo ser demasiado explícito- alteraría las fechas.
En las primeras películas Constance está reducida a una mera presencia, mientras que aquí cobra vida. La vemos como partícipe de la faceta familiar de su esposo con sus dos hijos, escuchándolo narrarles cuentos que con toda naturalidad pasarán a ser literatura; presenciamos las ausencias y distanciamientos, la anagnórisis tardía de la preferencia sexual de Oscar y el último perdón en la prisión de Reading. Sin embargo, el guión de Mitchell pasa por alto las actividades de Constance como exitosa oradora pública, como escritora y como precoz simpatizante de las causas feministas.
Tal vez lo más destacable de este retrato confeccionado por Brian Gilbert sea su completa seguridad en el manejo de un material que se presta más al morbo y al escándalo que a la recreación sugerente. La vida de Wilde está repleta de anécdotas fácilmente explotables en la pantalla. Ahí está su encuentro con Whitman, o la cena de navidad con Yeats, a quien le mostró las pruebas tipográficas de The Decay of Lying, y de ahí el joven poeta intuyó la necesidad de construir un mito de sí mismo. Nada de esto vemos, pero nos quedamos con la sensación de que el guionista ha combinado bien la materia prima biográfica.
La vida privada de una persona todavía puede conmocionar a la opinión pública, y así lo demuestra el hecho de que la figura de Wilde siga haciendo ruido un siglo después.