La Jornada Semanal, 2 de mayo de 1999
En la experiencia cotidiana más humilde hay un trasfondo luminoso y terrible. El poeta vive atento al misterio. Una urgencia de disponibilidad lo hace abrazar hábitos, ademanes, reacciones que lo vuelven inconfundible en la escritura y en el trato cotidiano. Las singularidades son ilimitadas: hay incontables maneras de abordar el asombro. De acuerdo con Yeats, una poética es una lucha con nosotros mismos, no con los demás. Cuando un poeta se propone aclarar los motivos y los empeños de su trabajo, lo que nos entrega es una serie de imágenes que nos revelan su sensibilidad, sus preferencias personales, su sabiduría, sus opiniones acerca de la tradición, su manera de abordar un oficio que no conoce normas de eficacia certificada y que no cesa de inventar su propia ciencia. La poesía no acepta definiciones genéricas, es ausencia de denominador común.
Hace unos días, desde el Excelentísimo Ayuntamiento de Carmona, Sevilla, recibí un delgado volumen rebosante de buenas noticias. Poemas en una balanza es una muestra de la obra poética de Antonio Deltoro (ciudad de México,1947), que contiene además una entrevista con este notable escritor mexicano, realizada por el poeta español Francisco José Cruz. El envío encierra la historia de un largo y fecundo intercambio: hijo de valencianos emigrados a México tras la guerra civil española, Antonio Deltoro Martínez emprende la reconquista del suelo familiar con este recuento de su obra publicado en España; en impecable correspondencia, la edición nos devuelve la poética integral de uno de los pocos autores que, entre nosotros, se han parado a meditar sobre las complejidades y los enigmas del oficio. Recojo algunas de las luces con las que el autor de Balanza de sombras nos aclara su visión de la poesía.
Francisco José Cruz inicia la conversación con una nota penetrante: ``A estas alturas de la historia del hombre, ¿puede uno asombrarse sin recurrir a una especie de ingenuidad deliberada?'' Para Deltoro el asombro no es más abundante en unas épocas que en otras. Asombrarse no sólo consiste en recibir lo de siempre como si fuera la primera vez, sino también en vivir la repetición, lúcida y conscientemente, como un milagro, como un resplandor. Hay dos extremos del asombro: el súbito, pariente del susto y la sorpresa, y el estático, ligado a la admiración y el pasmo. Deltoro se considera deudor del segundo: tiende la red y espera lejos de la agitación del listo, ese personaje de todos los tiempos que, según Pedro Salinas, no está de planta en cosa alguna y se pasa la vida escrutando misterios, con la mirada o el microscopio, para no creerlos.
``Háblame del sentido de la disponibilidad en tu escritura'', requiere Cruz, y Deltoro detalla las horas y las circunstancias de su encuentro con la poesía. En la mañana, el tiempo de los animales y de los dioses, somos propietarios del tiempo. En las tardes somos como esos inquilinos que saben que se les vence el contrato. La poesía nace de esta tensión entre el olvido y la conciencia del tiempo. Escribir poesía es colocarse en cierta posición para alcanzar un estado apenas distante de la vida cotidiana: una ``normalidad aguda'', en palabras de Jorge Guillén, que puede ilustrarse con la imagen de un niño que sale a la calle sin saber qué juego lo encontrará.
``Tu poesía -dice Cruz- nos invita a recuperar una relación más cordial con las palabras, a superar la desconfianza hacia el lenguaje que ha caracterizado a una parte de la poesía moderna.'' Deltoro responde con claridad y buen tino. La poesía, nos dice, nace del trecho de la realidad despalabrado -y al final de cada verso y de cada poema vuelve a él. Incluso en las formas cercanas a la prosa, como el versículo, está presente este vacío. La desconfianza ante el lenguaje, predominantemente intelectual, a veces juguetona pero también visceral y afectiva, pudo ser fértil en los primeros años del siglo. Pero el impulso de hacer cuadros o poemas basados en el abismo que separa al lenguaje del mundo pronto se volvió una pose. En los próximos años se agudizará la sensación de catástrofe y la desconfianza en la palabra dejará de ser una afectación; entonces se hará necesaria la existencia de una poesía más material y más afable, que recalque, como soñaba Einstein, la correspondencia entre el lenguaje del universo y el del hombre. Una de las tareas del poeta sería aliarse de un modo más abierto con las palabras, devolverles frescura y naturalidad. Si el poeta es capaz de afrontar el vacío, si se atreve a cargar su lenguaje de vacío, quizá consiga, paradójicamente, hacer ``de otro modo lo mismo'': crear poesía, poner a la palabra en contacto con lo que no tiene palabras.
La entrevista alcanza uno de sus mejores momentos cuando Deltoro, muy oportunamente incitado por Cruz, arriesga sus opiniones acerca de la memoria y la presencia. ``Háblame de la dimensión de la memoria en tu escritura'', propone el entrevistador, y el mexicano inicia su réplica con una alusión a Proust (``La luz es mi magdalena...''), para luego emprender una apasionada cavilación acerca del tiempo en la poesía. Todos los días se reúnen en el tiempo que pasa y el tiempo que permanece fluyendo. Para tocar la realidad es necesario conjugarla toda en un tiempo presente tan largo, al menos, como la vida en el planeta; de otro modo, la realidad se hace pequeña y se nos escapa como un puño de arena entre los dedos. En los recuerdos y en los sueños el pasado está presente. Ambos tiempos pasan y permanecen en el espacio, bajo cierta luz, en el suelo y en el aire de un día. Somos nuestros hijos y nuestros padres.
Termina Deltoro con una propuesta que sin duda disgustará a los incondicionales del cercenamiento verbal. Nuestra época, sostiene, es fragmentaria, rápida, promiscua, ruidosa. La poesía puede aportar continuidad, lentitud, intimidad, silencio. Una intimidad que, lejos de cortar amarras con el mundo y el prójimo, nos ayude a establecer lazos más fraternales y profundos. El poema puede ser un lugar y, a la vez, ``tiempo en profundidad''. El poeta no debe rendirse a la superstición del resultado, que es la superstición de nuestros días; antes, debe ser fiel a su silencio y a su verbo, cultivar, como el pescador, la religión de la espera.