La Jornada Semanal, 2 de mayo de 1999
Hay niños, débiles y moribundos, que viven dentro de burbujas de plástico; su sistema inmunológico es precario y tienen que ser protegidos del mundo exterior. El aire que respiran ha sido purificado y el alimento que reciben -no puede llamársele comida-, les es administrado por manos enguantadas y esterilizadas, a través de sondas especiales.
Los expatriados profesionales también viven así. Los auténticos viajeros son criaturas vulnerables, atraídas y repelidas, a un mismo tiempo, por las culturas que visitan, pero los expatriados son inaccesibles y difíciles de impresionar; llevan a cuestas la burbuja de plástico de su propia cultura y nada los toca antes de ser filtrado por la membrana protectora del prejuicio; es su sistema de sobrevivencia y el exceso de equipaje invisible que cargan al trasladarse de un puesto de trabajo a otro, a un país distinto y a un nuevo repertorio de quejas.
Pero los expatriados sí hacen algunos viajes. Sus excursiones son muy breves; una palabra fortuita, una mirada. Basta una situación desagradable o imprevista para que el mundo exterior derribe las defensas. Descubres lo que has estado evitando descubrir; el extranjero no es el país, el clima o la gente, eres tú mismo.
Cuando llegué a Arabia Saudita, hace tres años, fui trasladada del aeropuerto internacional King Abdul Aziz, a un departamento a una cuadra de distancia de la calle Medina de Jeddah. Era de noche, me fue imposible descifrar la ciudad y al día siguiente el panorama no había cambiado. Al llegar a Arabia Saudita, uno deja de viajar como se acostumbra normalmente. Para desplazarse de una ciudad a otra, se necesita una carta de las autoridades; una suerte de pasaporte interno, que sólo es expedido por buenos motivos; las mujeres también necesitan el permiso escrito de sus maridos. Dentro de la ciudad, la situación no mejora. A las mujeres no se les permite manejar y, si saben lo que les conviene, evitan caminar por la vía pública. Los hombres tampoco lo hacen, excepto bajo las presiones de la pobreza extrema; las calles no están hechas para caminar; son para los automóviles que eliminan al peatón. Alguien me comentó que, anualmente, mueren más personas en las vías públicas del reino que las que nacen; la estadística parece dudosa, pero tiene una verdad poética.
La ciudad está dividida en guetos; palacios para las familias pudientes de comerciantes Hezaji y los principitos de la casa de Saud; conjuntos residenciales, tras muros, para los khawajahs, los de cabello claro, los directivos y especialistas; campos de trabajo prefabricados para los asiáticos, la fuerza laboral, a quienes la prensa saudita llama ``nacionales del tercer mundo''. No resulta fácil desplazarse entre los guetos, pero siempre quedan aquellas pequeñas y eficaces excursiones, que ningún régimen puede prohibir; así que decidí incursionar al piso de arriba para conocer a mi vecina.
Nuestro primer departamento estaba en las afueras de la ciudad; era amplio y no demasiado salubre; lo que la gente llama ``muy saudita''. Había vidrio esmerilado en todas las ventanas, para preservar la vida privada de los habitantes y el pudor de sus mujeres. En el piso de abajo vivía una ruidosa familia sudanesa, cuyos visitantes tocaban en nuestro timbre a todas horas. Su cena, una cabra, era atada bajo mi ventana y podía verla, si salía al balcón. Diferentes cenas, algunas más suculentas que otras, pero todas retorciéndose de manera similar en el extremo de la cuerda, como personas recién ahorcadas. Algunas veces pensé en liberarla, pero ¿adónde huiría? Seguramente encontraría la muerte en la autopista contigua de seis carriles.
En la actualidad, todas las ciudades de Arabia son iguales; los mismos rascacielos, vías rápidas, áreas verdes municipales -mantenidas a costos altísimos-, y playas llamadas Corniche, Al Kournaich o Cornish Road. A lo largo del triste y aceitoso mar, hay inmensos parques de diversiones, donde los solemnes jeques y sus vástagos prueban su temple en la montaña rusa; las mujeres, siempre en grupo y con acompañantes, compran pieles y diamantes en los enormes y relucientes centros comerciales: los ``Schnbrunns'' y palacios de invierno del arte del consumo. Hay un penetrante olor a aguas residuales y el aire es sofocante y gastado. La gasolina se paga con monedas sueltas. En el carril de acceso al hotel Marriot, los niños negros se precipitan en medio del tráfico y arrastran trapos por los parabrisas; golpean en las ventanas y alargan el brazo en espera de alguna moneda. A veces hay un anciano sentado en la banqueta, con la túnica sucia, hecho un ovillo, contemplando la caravana de automóviles. La velocidad de la vida es homicida. Cada cruce encierra una pequeña masacre.
El vidrio esmerilado me aislaba de la vida real; un día se fundía en el siguiente. Si salía al balcón, los hombres se congregaban en la calle para mirarme y hacerme señas ``fáciles-de-entender'', invitaciones multiculturales, y lanzar expresiones monolingües de desprecio. Entonces nos mudamos al centro, a un departamento en Al-Hamra, el mejor distrito de la ciudad, que congrega a todas las embajadas. El edificio era relativamente nuevo y de cuatro departamentos: un grupo de cristianos de Sri Lanka, un influyente matrimonio paquistaní y un contador saudita, su mujer y su bebé. El último inquilino del nuestro había sido obligado a desocupar; era un soltero norteamericano, solitario y parlanchín; un hombre de aspecto inocente, no joven, que se había metido en líos por dirigirle la palabra a una dama saudita; ella descendía las escaleras, en velo, para subir a un automóvil, y él andaba por ahí, deseoso de compañía. El intento de conversación la había ofendido. Su compañía lo tiene en un hotel hasta que se decida si será deportado; es lo más probable.
Así que había que andarse con cuidado y acercarse a los vecinos con cautela. Vivíamos en nuestro mundo/burbuja de expatriados. Comíamos hamburguesas con los amigos y nos reuníamos para conversar y ver videos ilícitos. Comprábamos The Times por una libra y media y leíamos lo que los censores nos habían dejado. Los fines de semana se podía recorrer la costa en busca de playas; casi toda la arena de los sauditas está en los sitios más inusuales, pero le han tomado gusto a la vida de mar y la importaron de Bahrain. ¿Qué más se puede hacer? Hay un coro, y la elaboración de cerveza casera ocupa muchas horas. Los ingleses juegan criquet contra los paquistaníes, a pesar de que los partidos son considerados reuniones ilegales y pueden ser disueltos por la policía. Las señoras se reúnen por las mañanas para tomar café y vender trabajos manuales, y las cenas también entran en la categoría de competencias deportivas.
Todo este tiempo estuve consciente de la otra forma de vida que transcurría por encima de mi cabeza. A mi vecina casi nunca la veía. Compartíamos un corredor común, con piso de mármol; no era territorio de nadie y nunca había un alma. Algunas veces -vestida apropiadamente: manga larga y, a lo mejor, mostrando los tobillos-, mientras sacaba la basura o barría el polvo grisáceo que se acumulaba incesantemente sobre el piso del corredor, me topaba con su marido descendiendo a zancadas la escalera. Mi esbozo de sonrisa, vacilante, era recibido con una mirada opaca, nada que pudiera interpretarse como el saludo de un ser humano a otro. Era como si su mirada me traspasara, fijándose en la pared de ladrillo a mis espaldas.
La mujer era como una sombra, a veces vislumbrada por las tardes, escondida en su abaya negra y en la versión saudita del velo -que oculta el rostro por completo, incluyendo los ojos. Abrazando a su bebé, circulaba de la puerta de entrada al asiento trasero del coche. Los automóviles de las familias del reino están equipados no sólo con tapetes de flecos, cajas de Kleenex y muñecos colgantes, sino también con cortinas; de manera que, una vez instalada en el asiento trasero, la mujer puede levantarse el velo con toda tranquilidad. No puede ver, ni ser vista. Pero ¿para qué querría ver el paisaje?
Mi vecina de Paquistán me informó que la joven de arriba tenía diecinueve años y deseaba conocerme. Ella era una musulmana devota que ocultaba brazos y piernas y siempre llevaba la cabeza cubierta, pero tenía en su haber un guardarropa de prendas occidentales para sus viajes al extranjero, habiendo vivido, según me comentó, dieciocho meses en Hampstead. Me explicó que nuestros vecinos eran una familia particularmente tradicional y religiosa y me insinuó, sin decirlo abiertamente, que el contador podría desaprobar la amistad entre su esposa y una occidental. Seguramente así sería; ninguna de las mujeres que yo conocía tenía amigas sauditas.
La prensa, sobre todo las columnas religiosas de los viernes, exponía la situación. Se citaba el Corán y, especialmente, el Surah predilecto: ``Al-Nisa'', verso 34: ``Los hombres mandan sobre las mujeres; así lo ha dispuesto Alá, al hacer a uno superior al otro...'' Y estos conceptos no deben corromperse. ``¿Por qué no pueden aceptar'', protestan por escrito los lectores, ``que el hombre es superior a la mujer, si ésa es la voluntad de Dios?'' Un día, mi vecina paquistaní apareció de improviso y sorprendió a mi marido planchando una camisa. Me dio la impresión de que decidió atrasar la reunión con la mujer saudita. Mientras tanto, hacía las veces de casamentera y despertaba nuestro apetito, hablándole a una sobre la otra.
En otra ocasión, mientras colgaba la ropa en mi patio de servicio de elevados muros, escuché voces en lo alto. Jamila, mi vecina saudita, había abierto la puerta de su balcón y, escondida, chismeaba con la mujer del edificio de al lado. Hablaban envueltas en sus cortinas. Su voz me sorprendió; al aire libre sonaba áspera, gutural, desinhibida. Salió un instante al balcón, cubriéndose la nariz y la boca con un vestigio de tela; la otra mujer le hizo reparar en mi presencia y miró hacia abajo. Ambas estallaron en risas. Con toda seguridad, mis labores de sirvienta eran el motivo de su regocijo.
Finalmente conocí a Jamila porque necesitaba ayuda con sus lecturas de poesía. Asistía a las conferencias vespertinas de literatura inglesa en la universidad para mujeres y tenía problemas con los textos. Venciendo mi temor de no poder entenderlos, me ofrecí a ayudarla. En aquella primera visita me sirvió Pepsicola; el contador acababa de irse al trabajo. Su enorme retrato en blanco y negro, amplificado diez veces de su tamaño natural y enmarcado en dorado, dominaba la sala; sus rasgos eran una plasta de puntos reventados, sin definición alguna. En el librero vacío descansaba un velero a escala, que se encendía e inundaba la habitación de una tenue luz rojiza. La luz del día era incierta y de una tonalidad verde grisácea al filtrarse entre las anchas y polvosas hojas del árbol al otro lado de la ventana. Yo lo miraba con frecuencia y sabía que nunca echaba brotes, nunca perdía una hoja. Podría haber sido de plástico. La sala de Jamila, más alta que la mía, daba al mismo lote baldío pero dominaba un panorama más amplio de desolación, donde los mosquitos se multiplicaban en el agua estancada.
Jamila sacó sus libros de texto. Era una mujer fuerte, vigorosa, de mandíbula cuadrada y larga cabellera ligeramente ondulada, de un brillo negro y áspero. Sin el velo, la blancura de su rostro resultaba poco natural y revelaba algunas tenues marcas de acné. Pensé en las mujeres europeas que, no hace mucho tiempo, blanqueaban y envenenaban sus pieles con plomo. Más tarde, Jamila me comentó que la fortuna marital podía depender del color de la piel; el hombre tenía que aceptar a ojos cerrados, ya que, en las buenas familias, aún no se acostumbra levantar el velo antes de la ceremonia nupcial. Ella había tenido suerte; su pequeña hija, no. Tenía una nariz imperdonablemente chata y el cabello como de alambre. ``Eso no viene'', le dijo al contador, ``de mi lado de la familia.''
La universidad para mujeres sí cuenta con conferenciantes masculinos, pero sólo a través de circuitos cerrados de televisión. Jamila tenía que leer Absalón y Ajitofel. ``No sé nada sobre Dryden'', le dije, mientras leía las notas al final del libro. El poema aborda las maniobras políticas durante el reinado de Jacobo II. Podemos comenzar, le dije, partiendo de estos datos. Jamila estaba encantadoramente distraída. Jugueteaba con las pulseras de oro que adornaban sus brazos. ``¿Dónde conociste a tu esposo?'', me preguntaba. ``¿Fue un arreglo entre familias o lo conociste en una discoteca?''
Es bueno que una joven sea culta, pero no demasiado. Después de contraer matrimonio, puede tomar cursos como pasatiempo. Si su familia es muy liberal, se le permite trabajar, quizá uno o dos años, en una escuela primaria o en un hospital para mujeres. En realidad, puede trabajar donde sea, siempre y cuando tenga la certeza de no toparse con ningún hombre durante su ruta diaria o su jornada laboral.
En la secretaría de planeación hay un piso aislado, donde las economistas, desde sus escritorios, se comunican con sus colegas hombres por teléfono. No se envían cartas de amor, sino disquetes de computadora.
Es el apartheid: riguroso, absoluto. Los cafés están segregados, los autobuses públicos, también. Alá ha asignado la tarea, tanto a hombres como a mujeres, de abocarse a la búsqueda del conocimiento, pero, comenta con enojo un lector, ``las mujeres pueden leer libros e investigar en casa''. La educación es un ornamento que permite a una ser mejor madre. Las niñas repiten un dicho escalofriante: ``Colgaremos nuestros certificados en la cocina.''
A partir de entonces escucharía su voz por el teléfono, en las mañanas, rasposa y segura de sí misma: ``Vamos a La Meca, ¿se te ofrece algo?'' Cuando no había peligro bajaba, en velo, a tomar café. Apenas franqueaba la puerta, aventaba el abaya, revelando su camiseta y sus Levis. ``Deberías tener una de éstas'', solía decirme, mientras abandonaba la prenda en el sillón. ``Muchas mujeres inglesas la usan. Te la puedes poner sobre cualquier trapo viejo.'' Pero lo que quería saber, lo que se moría por saber, era qué se sentía sentarse a platicar con los amigos del marido. ¿Qué se sentía beber alcohol? ¿Cómo era sentarse, y beber, y hablar, con los amigos del marido?
No lográbamos avanzar con Dryden. A sus maestros les interesaba la métrica, el contenido del poema era lo de menos. Nos instalábamos en la mesa del comedor, pulida por la sirvienta con un producto cuyo aroma a lavanda carcomía el interior de mi nariz; yo volteaba, olfateando, mientras marcaba los acentos con los dedos. Jamila, envuelta sutilmente en Joy, deslizaba hacia mí una delicada ficha de envidia y, con sus uñas pintadas, colocaba encima otra, de lástima. Las mujeres sauditas aseguran que sus hermanas de occidente han sido víctimas de un engaño. Están convencidas de que los hombres las han seducido con promesas de libertad, para esclavizarlas en las oficinas y las fábricas y alejarlas de la seguridad de sus hogares. Su verdadero dominio les ha sido arrebatado, y con él, el respeto y la protección a las que su sexo las acredita. Su honor ha sido vendido; sus cuerpos son propiedad común. La liberación, dicen, es un credo para tontos.
Su amiga S'na comenzó a asistir a nuestras sesiones. No me costaba nada enseñarle a dos. También tomaba el curso pero no estaba casada, lo cual establecía una diferencia. Tenía alrededor de veinte años, pero se veía más joven que Jamila. A mi vecina, el matrimonio le había dado status, y la maternidad, poder de mando. Dentro de sus límites, era una mujer libre. S'na vestía con mayor sobriedad; usaba vestidos al tobillo, aún debajo de su abaya. Tenía cara bonita y piel alimonada; era tan maleable, dada su educación y carácter, que su cuerpo, alto y delgado, parecía doblarse y columpiarse por doquier, como si careciera de articulaciones. Cuando desdobló la tela para quitarse el velo, sus brazos eran como de agua. Transcurrieron varios días antes de que su voz dejara de ser un susurro. Sentadas una al lado de la otra, su mirada vagaba, sus manitas de ratón se movían y contraían nerviosamente y, si le hacía una pregunta, temblaba. Además del Dryden, tenía otra tarea, Huckleberry Finn. ``El año pasado'', comentó, ``leímos El negro del Narcissus de Joseph Conrad y no entendí nada''.
Había otra sala en casa de Jamila, un cuarto sofocante y caótico, con grandes y cómodos cojines en el suelo y los juguetes del bebé tirados por todos lados. Jamila pasaba ahí las mañanas con sus amigas, que eran llevadas por sus choferes. Pero cuando yo llegaba, mientras la sirvienta me abría la puerta, ella corría para recibirme en la sala principal y sentarme en una silla. Le insinué que preferiría estudiar en el cuarto de los cojines, pero ella se limitó a sonreír. Se vestía hasta las once o las doce; tenía un repertorio de vestidos de noche ligeros y batas de casa sedosas, que se arremolinaban detrás de ella cuando entraba con el café. Pasaba buena parte de la mañana al teléfono, riendo con sus amigas, y el resto del tiempo veía televisión.
En el reino, la televisión se reduce básicamente a ``La oración desde La Meca'', ``El Islam en perspectiva'' y ``Una lectura del sagrado Corán''. Por la tarde hay caricaturas para los niños y los hombres que regresan del trabajo, pero en las mañanas hay telenovelas egipcias. La pantalla es ocupada por mujeres de grandes senos, que miran hacia el cielo y se retuercen las manos; Mater dolorosas lidiando con docenas de predicamentos domésticos con los que todas las espectadoras se identifican. A veces, Jamila fingía estudiar. Llegué a ver su antología de poesía inglesa aventada sobre uno de los cojines; las delgadas hojas revoloteando con el aire acondicionado: ``El entierro de Sir John Moore'', ``Fiebre de mar'' y ``Navegando hacia Bizancio''. Jamila me preguntaba: ``¿De qué hablan tú y tu esposo cuando están solos?''
Mientras conversábamos y analizábamos los versos, la sirvienta malasia (¿o de Malasia?) de Jamila, deambulaba por la casa. La exportación de sirvientas es una industria importante para las poblaciones islámicas más pobres del mundo. A veces, Jamila abandonaba el Dryden para lanzar una diatriba contra las limitaciones de la muchacha: no acudía cuando era llamada y, aparentemente, no entendía nada de árabe ni las palabras inglesas más sencillas. Su nombre era imposible de pronunciar y se resistía a que Jamila la llamara de forma más sencilla. ``Es una doméstica'', me decía Jamila, ``sólo la quiero para la casa. Para el lavado y planchado, la limpieza, los cuidados del bebé y la cocina. No quiero que salga a chismear y traiga ladrones a la casa''. Las sirvientas son las presas legales de los maridos. Con frecuencia terminan huyendo o suicidándose. Las autoridades de Sri Lanka (según el Saudi Gazzete), las obligan a tomar cursos de artes marciales antes de entrar a servir en las casas del medio oriente. ``Espero que no estén estudiando a Shelley'', me dijo mi vecina paquistaní; ``era un inmoral''.
``Puedes venir a mi casa'', me dijo S'na, susurrando, como siempre. ``Pero no para estudiar, para platicar.'' Su mirada descendió hasta mis piernas. ``¿Alguna vez usas falda larga? Creo que sería lo mejor.'' Pero nunca fui. Les oponía resistencia. ``Deberías maquillarte más'', me aconsejaba Jamila, ``te verías más bonita''. Me regaló un ópalo azul con una cadena delgada de oro. Me hacían sentir inexperta, no amada, una esclava doméstica. Vi cómo Jamila se arreglaba para una fiesta, con un vestido modesto de gasa gris y perlas en el cabello. Cuando cayó el precio del petróleo y el puesto de mi marido peligraba debido a los recortes, Jamila me llamó por teléfono: ``Estoy segura de que podemos hacer algo al respecto. Cuéntanos, mi esposo lo arregla.'' Me mostré reservada y cortés. Mientras, mis ojos se llenaban de lágrimas (¿de humillación?). Sentí que me estaba convirtiendo en un peor ser humano; en una beneficiaria de favores.
Los periódicos aseguran que el delito no existe en Arabia Saudita. Tampoco la corrupción. Todas las mujeres son castas y las familias, felices. Los empleados hindúes de la oficina tienen otra versión. En un ruinoso edificio de departamentos, frente al puerto, una ``nacional del tercer mundo'' es encontrada violada y ahorcada en su cama; sus hijos, decapitados en la cocina. El sistema está agrietándose por dentro. Jamila me describe las grietas en voz baja y emocionada. ``Hay mujeres malas que van a comprar alhajas al mercado internacional Jeddah, y se dejan tocar por los hombres. Sacan sus manos, con las uñas pintadas de rojo, de la abaya, y éstos les ponen pulseras.''
Los centros comerciales son patrullados por vigilantes armados con bastones; son los delegados del ``Comité para la propagación de la virtud y la eliminación del vicio''. ``Algunas mujeres'', dice Jamila, ``van a las tiendas con su número de teléfono anotado en un papel y lo entregan a todo hombre que se acerque. Después, se llaman y comienzan una relación, con la intención de engañar a sus padres y casarse.''
El crimen no existe, pero sí el castigo. Las mujeres son lapidadas hasta la muerte y las amputaciones se ejecutan los viernes, después de las oraciones. Pero de esto no se podía hablar. Al final de aquel interesante año, comencé a experimentar una creciente sensación de opresión. Ya no deseaba pasar las mañanas con mis amigas musulmanas. Rentamos un chalet en un conjunto habitacional para expatriados y, unos meses después, dejamos la ciudad, para instalarnos en una de las ``aldeas'' de la compañía, que era como una urbanización inglesa. Se estaba en el extranjero sólo en el sentido más estricto del término; el calor y los enfadosos ataques de nostalgia eran los únicos indicadores. Sabía que las excursiones al departamento de mi vecina habían sido significativas. Me brindó una amistad que yo no pude aceptar; había sido la oportunidad para tender un puente y yo me negué a tomarla; era ella quien debía nadar hacia mi lado. Mis valores estaban cambiando. Antes, viajaba preguntándome qué podía obtener de la experiencia y qué tenía para ofrecer. Qué podía enseñar y qué aprender. Veía al mundo como una suerte de programa de intercambio para mis ideales; pero el mundo merece algo mejor. Una cultura ajena no tiene por qué ser automáticamente respetada; en ocasiones, hay que hacerle el cumplido de odiarla.
Durante mis últimos meses en Al-Hamra, me sentía sofocada y anhelaba con desesperación un espacio abierto. Cuando emprendía mi viaje escaleras arriba, llegaba hasta la azotea, sin detenerme en el departamento de Jamila. El viento caliente, como de calefacción, desarreglaba mi ropa y las bolsas del supermercado Al Safeway volaban por encima de mi cabeza, enredándose en las antenas de televisión. Al fondo, la ciudad, sumergida en una neblina de polvo, era como una red, donde las construcciones, las torres de perforación y las grúas surcando los cielos semejaban cicatrices. Hacia la izquierda, una franja gris, la carretera costera, flanqueada por kilómetros de postes de luz, arqueados como el costillar de algún animal gigantesco, ya extinto. Mas allá, otra franja gris, sin luces, que yo miraba esperanzada, pensando en los meses tachados en el calendario y sabiendo que era el mar abierto.