MAR DE HISTORIAS
La mujer que nunca existió
n Cristina Pacheco n
Esta casa es de mi abuela. Aceptó que viniéramos a vivir con ella hace muchos años, a raíz de que nació mi hermana Carmelina. Creímos que permaneceríamos aquí mientras mi madre se recuperaba de un parto muy difícil y nos acomodamos en la recámara pegada al corral. Pero después, por uno u otro motivos, nos fuimos quedando y no sólo eso, sino que invertimos el orden: mi abuela, por ser solita, se mudó a la pieza que ocupábamos en un principio y nosotros invadimos las demás.
Quien no conozca estos hechos y venga a visitarnos, pensará que las cosas sucedieron al revés, sobre todo si entra en el cuarto de mi abuela: está lleno de cajas y bolsas. Su contenido y destino están registrados en etiquetas: "Vestidos buenos:para Taide", "Suéteres sin estrenar: para mi ahijada Abigaíl", "Zapatos bajos: para Emita la enfermera", "Manteles deshilados: para la iglesia de Santa Brígida", "Cosas de tocador: para el asilo de madres solteras", "Ropa de cama: para el Hospital del Niño".
Entre las cajas y las bolsas de plástico abundan los paquetitos. Contienen rosarios, cuellos de encaje, reliquias, flores de cera, retazos. En este lote hay un envoltorio destinado a mí: guarda las trenzas que mi abuela se cortó, por exigencia de mi abuelo, desde que empezaron a correr las amonestaciones para su boda. Verlo me entristece más que mirar la caja donde está doblada la sábana que será la mortaja de mi abuela.
II
Mi abuela empezó a bordar y a hacer los deshilados de la sábana un día después de que, sin señales visibles de enfermedad, decidió quedarse acostada en su cama. El hecho, por insólito, nos alarmó: "ƑLe traemos un médico?". "No lo necesito. Mejor tráiganme cuatro metros de popelina, diez madejas de hilo Vela, agujas y un gancho; quiero bordar mi última sábana antes de que llegue mi muerte".
Le suplicamos que no hablara así y le aseguramos que viviría mil años. Nuestras palabras cobraron el efecto contrario al deseado: el rostro de la abuela se descompuso y con los ojos llenos de lágrimas nos preguntó: "ƑPor qué me desean ese mal?" No supimos qué responderle y corrimos a abrazarla como se hace con un viajero que está a punto de partir y al que sabemos que nunca volveremos a ver.
Mi abuela se entregó con enorme entusiasmo a su tarea. Desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permanecía bordando junto a la ventana. Tuve la impresión de que ansiaba atrapar, con los ires y venires de su aguja, toda la luz de los que consideraba sus últimos días entre nosotros. Al paso del tiempo fueron apareciendo en el embozo de la sábana flores y frutos preciosos.
Concluida su tarea la abuela nos la mostró. Luego que escuchó nuestros elogios llevó la sábana a la iglesia para que el padre Sóstenes se la bendijera y al fin la guardó en una caja ųcomo si en vez de una mortaja se tratara del vestido de novia que no tuvoų que depositó en una silla, a los pies de su cama: "Así ni siquiera tendrán que tomarse la molestia de buscarla".
Después de meses de trabajar, mi abuela no se tomó ningún descanso. Apenas terminó el bordado dedicó algunas de sus noches de insomnio a sacar todas sus pertenencias y a distribuirlas sobre los muebles y hasta en el piso. Cuando todo estuvo a la vista me mandó llamar y me pidió que escribiera las etiquetas que, juntas, son su testamento: "No quiero que en esta familia suceda lo que en otras: que apenas entierran al difunto comienzan a pelearse por la herencia".
III
La naturalidad y sabiduría con que mi abuela hizo los preparativos para su muerte despojaron a lo inevitable de su naturaleza macabra. La caja con la sábana se volvió un objeto más entre los muchos que hay en la casa y asunto de curiosidad para nuestros vecinos, hasta que ocurrió algo a lo que al principio no le concedimos ninguna importancia.
Hace tres domingos una desconocida se atrevió a asomarse por la ventana y a decirle a su hijo: "Cuentan que la viejita que vive aquí bordó la sábana con que desea que la envuelvan el día que se muera". El preguntó por la edad de mi abuela. "No sé, pero se ve que la señora es muy grande".
Entonces me di cuenta de que ignoraba la fecha de nacimiento de mi abuela. Supuse que mi hermano Federico la sabría y se la pregunté cuando llegó con su familia a comer. "Ni idea. Puede que Carmelina sepa". Al final resultó que todos ignorábamos algo tan importante y decidimos interrogar a mamá grande cuando estaba tomándose el tequila que tiene para quitarse la tos: "Eso sí que no lo sé". Consideramos la respuesta como una prueba más de su coquetería e insistimos: "En serio: díganos en qué año nació, al fin que no se lo vamos a decir a nadie".
La abuela respondió contándonos un capítulo de su vida: "No me acuerdo cuándo nací y mi mamacita, que en paz descanse, tampoco se acordaba. Ella nada más sabía que fui la última de sus dieciocho hijos y que me puso el nombre de Reyes porque aparecí en el mundo un 6 de enero y ya no se le ocurrió ningún otro".
Entonces le pedimos que nos mostrara su acta de nacimiento: "No tengo. En el santuario donde me bautizaron hubo un incendio muy grande. No se salvaron ni siquiera los santitos, menos iban a salvarse los libros". Permanecimos en silencio hasta que al fin habló Joaquín: "Pero seguramente guarda el papel de cuando la presentaron en el registro civil".
La abuela soltó una carcajada. "Nunca lo he tenido. Como mi mamacita quedó muy débil después de que nací, le pidió a mi papá que me llevara al Registro Civil. Don Tacho ųasí quiso mi padre que lo llamáramos siempreų iba tan contento que en todas las casas entraba para darme a conocer. Cada amigo le ofrecía una copita de algo, así que cuando llegó conmigo al Registro Civil estaba tan tomado que le negaron el servicio. Volvió otras veces, pero siempre sucedió lo mismo hasta que al fin se enojó y no quiso regresar. Cuando ya estaba yo más grandecita y mi madre le decía: 'Tacho, no hemos registrado a esta niña', me acuerdo que él contestaba: 'Mañana vamos'. Antes llegó la muerte de don Tacho que ese día. Luego mi madre nos trajo a México. A poco de que llegamos conocí a su abuelo. Cuando decidimos casarnos fuimos a ver a un padre que era paisano de Atotonilco, que no me pidió papeles ni nada porque me conocía desde chica".
La satisfacción de mi abuela desapareció cuando oyó a mi hermano Federico explicarle que sin esos papeles no podremos enterrarla: "Es como si usted no existiera porque no hay ninguna constancia de que nació: y el que no nace no puede morirse". Mi abuela rechazó el argumento: "Pero si estoy aquí Ƒqué no me ven? Para mejor prueba de que sí vine al mundo allí están mis hijos y ustedes, que son mis nietos".
Todos reímos. Mi abuela también, pero no ha vuelto a hacerlo. Primero se concentró en recordar los nombres de los paisanos que po- drían servir como testigos de su nacimiento. Fuimos a Atotonilco a preguntar por ellos y lo único que encontramos fueron sus lápidas en el panteón civil.
Entonces mi hermano Federico y yo fuimos al Registro Civil de aquí para solicitar ayuda. Una empleada nos sugirió que hiciéramos todo lo posible para que mi abuela recuerde cosas ųprecios, telas, ceremonias, nombres de panes, platillos, lugaresų que permitan ubicarla, más o menos, en algún año de este siglo.
Desde que le pedimos su cooperación, mi abuela pasa todo el tiempo en su cuarto, exprimiéndose la cabeza ųcomo ella diceų para encontrar los indicios que nos conduzcan hacia la fecha de su nacimiento. Todos nos damos cuenta de que sus esfuerzos son inútiles y dolorosos hasta las lágrimas.
Nos ha lastimado tanto verla sufrir que este domingo, de común acuerdo, todos le pedimos que desistiera de la búsqueda. Mi abuela no aceptó porque, según nos dijo, los informes que busca están en algún rincón de su memoria, envueltos como sus pertenencias, y que cada uno tiene una etiqueta: lo malo es que ella nunca aprendió a leer.