n El Foro Sol fue territorio libre y soberano


Metallica en concierto: paroxismo en masa, riff y el mejor heavy metal

n Cinco horas de decibel en mezcla letal, explosiva, con hormona

Pablo Espinosa n Fue glorioso.

La noche del 30 de abril, el Foro Sol se convirtió en territorio libre y soberano del paroxismo en masa, del reino del decibel bien modulado, de la sencilla técnica del riff, velocidad y escupitajo, de la cima a que ha llegado un género musical en el que sus ejecutantes, al igual que los tiburones, no se andan con mamadas: señoras y señores, con ustedes, el mejor, el más importante, el más exquisito de los grupos de heavy metal en el tercer planeta del sistema solar: Metallica.

Todo inició a las 18:52, ocho minutos antes de lo anunciado. Fueron cinco horas de metal y moderfoquers, pues no hay músico de heavy metal que no escupa metalica2 mientras le tunde a la guitarra en gesto idéntico a cual si en trance de rascarse sus désos estuviera, y al final del riff grita, encima del furor de los chavos que lo aclaman: šmother fuckers!

Cinco horas de decibel en mezcla letal, explosiva, con hormona. Una jornada incendiada con las secreciones vastas de 50 mil personas en su gran mayoría en edad adolescente pero todos en realidad en edad de merecer, pues lo visto, oído y vivido desde que el sol ardía hasta la medianoche con la luna llena es de esas experiencias que solamente a los jóvenes de espíritu les es dado disfrutar como los dioses.

Los cacerolazos y el sonido llanero de Monster Magnet, el primero de los dos grupos abridores, pasó sin pena ni gloria. Su breve tránsito en escena sólo sirvió para subir la temperatura interior, adrenalínica, de los miles de chavos que buscaban sus lugares en atuendos clónicos: hoy la onda es venir vestido de fan de Metallica: mezclilla azul, T-Shirt obligatoriamente negra. El que no brinque es Buki, era la consigna, pues no hay peor ofensa para un roquer que inventarle oscuras pasiones tíbiri.

A las 19:47 apareció en escena el segundo de los grupos abridores: Pantera, convertido, con los años, en todo un grupazo metalero. Sus seguidores, fieles adoradores del metal, del rock durísimo, les tendieron tal logística de recibimiento que fue en ese instante, en que sonaban apenas los primeros acordes panterísimos, cuando estalló la masa, los 50 mil sistemas hormonales, en un pandemonium de antología.

Fue en verdad alucinante la escena, observada desde una de las gradas laterales próximas al escenario: formadas las filas como estaban con sus respectivas sillas de plástico, éstas empezaron a aparecer, como uno de esos efectos especiales de las películas de ídems, sobre las cabezas de los chavos y, en formación serpenteante y colorida, fueron pasadas de mano en mano, a velocidad pasmosa, sobre el tapete oscuro de cabezas. Primero fueron las sillas doradas, las más caras (800 pesos el boleto) y como reacción en cadena fueron luego las rojas, las azules, todas avanzando ominosamente como la lava de un volcán que acababa de hacer erupción.

Y no era para menos, la apuesta de Pantera había puesto a circular a velocidades sónicas la adolescente adrenalina. Había hecho combustión la ígnea hormona. El impulso de los chavos, idéntico a cuando la ropa estorba, los llevó no sólo a despojarse de las sillas: un tropel de bisontes inundó la grama y los de localidades más baratas pasaron a ser dueños de territorios codiciados: un tropismo en busca del proscenio.

Entre la polvareda levantada, el estruendo decibélico, las arremetidas de metal y el griterío coreando las rolísimas pantéricas, todo quedaba listo para el clímax de la noche, no sin antes pasar por un intermedio peligroso: el demasiado tiempo entre grupo y grupo convierte las travesuras adolescentes en juegos peligrosos, pues de las mentadas de madre de los de arriba contra los de abajo (jo-di-dos, jo-di-dos, contra: no-van-a-ver-ni-madres, no-van-a-ver-ni-madres) al intercambio de proyectiles (las sillas, previamente destazadas) hay el trecho de varios descalabrados, soponcios, además de los desmayos de quienes no tienen la resistencia de gladiador que amerita el asistir a estos conciertos.

Eran las 21:05 cuando una oleada de placer empezó a recorrer, para no parar hasta la medianoche, los cuerpos sudados, las gargantas casi afónicas, los temblores apenas perceptibles en los cuerpos singulares pero evidentes tales estremecimientos en la masa entera, sumergida en tanto, tantísimo placer: la música grandiosa de Metallica.

En escena, las lycras entalladas, la camiseta blanca, el carisma monumental del baterista Lars Ulrich, insuperable bataquero. Ante el clamor eufórico de 50 mil que se pellizcaban para probar que no era sueño, los riffs, las ideas, la imaginación al poder enarbolado por James Hetfield, a bordo de varias Gibson Explores, artefactos fascinantes, como espléndidos los bajos Wal, de 5 y 4 cuerdas de maese Jason Newsted, quien los hacía chirriar cual si fueran bazookas en manos de don Arnoldo Schwarzeneger. Al frente de los stratoscaster, de los solos alucinatorios de requinto, de las voces de soprano intergaláctica que hace estallar desde las gargantillas de sus espléndidas guitarras, el maestro Kirk Hammet completa un monumento apabullante: Metallica, en vivo y en delirio.

Cantan las guitarras, delira la bataca, corea la masa. Extasis.

La pieza inicial es de su más reciente disco, Garage Inc., pero habrán de sonar, durante más de dos gloriosas horas, los momentos más intensos de Killƀem All, Ride the Lightining, And Justice for All, Load, sus álbumes más preciados.

Para probar que sonó lo mejor de Metallica antenoche, basta mencionar solamente las que no tocaron: Seek and destroy, The Unforgiven y Fade to Black. Hubo momentos cercanos a lo sublime, como las armonías sonando suaves en guitarras mientras en las pantallas gigantescas el perfil de Hetfield dialoga con la luna, llena.

He aquí un prodigio: el glorioso retorno de Metallica.