Las autoridades universitarias han asegurado que la UNAM no es la Compañía de Luz y que el nuevo reglamento de pagos no forma parte del paquete de condiciones que el FMI o el Banco Mundial le han impuesto a México para otorgarle nuevos préstamos. Han asegurado también que el momento que han escogido para sus reformas no está relacionado para nada con el calendario de la política nacional (es decir, interpretamos nosotros, que un gran movimiento de protesta en el DF, las provocaciones que se pueden generar en ese invernadero y las eventuales confrontaciones con la policía, etcétera, no podrán ser lastres para el jefe del Gobierno de la Ciudad ni para sus aspiraciones presidenciales).
Han asegurado, en fin, que el asunto es exclusivamente interno: que los estudios cuestan en cualquier parte del mundo, que los estudiantes deben pagar y que no es justo que con los impuestos de la gran masa de los mexicanos, que es pobre, se financien los estudios de muchos alumnos de familias acomodadas. Además, según esos argumentos, las cuotas ya no subirán (a lo mucho se actualizarán), y quien quiera ser exentado del pago sólo tiene que decirlo.
Realmente este conflicto no acaba de tener lógica: las autoridades aceptan que con el nuevo reglamento de pagos se ahorrará, cuando ya rija para todos los alumnos, algún 3 por ciento del presupuesto universitario (que es de 7 mil 500 millones en 1999). Que un ahorro mayor implicaría aumentar nuevamente cuotas o desaparecer las becas, y eso expulsaría a los alumnos de menores recursos (y se han declarado opuestas a una tal elitización).
Uno se pregunta entonces: ¿Por tan pocos ahorros vale la pena un conflicto que amenaza con alcanzar dimensiones inmanejables? Es obvio que las economías internas no están siendo el leyt motiv de la actual reforma. Me explico: supongamos que en el año que corre la UNAM reciba por cuotas estudiantiles algunos 20 millones de pesos (alrededor de 10 mil alumnos aceptarían pagar). Comparemos esto con lo que la UNAM ha gastado en desplegados en periódicos desde el 12 de febrero, en que fue anunciado el nuevo Reglamento de Pagos: Reforma once planas; La Jornada, 22; Excélsior, 17; El Financiero, 17; Unomásuno, 12 (por deducción: 20 planas en el resto de la prensa) = 99 planas a un promedio de 50 mil pesos plana = 4 millones 950 mil. Otro tanto habría que agregar en publicidad en radio y televisión (cálculo al que nos ha sido imposible tener acceso). Sólo por la publicidad de su reglamento y de sus ideas las autoridades habrían consumido la mitad de las cuotas que se proponen recabar en este año). Pero lo que resulta ridículo es que la UNAM ha declarado perder 50 millones de pesos por cada día de huelga: calculemos que las banderas rojinegras duren sólo 15 días = 750 millones perdidos (algo así como lo que se habrá recabado con las cuotas de los próximos tres años. Es obvio que la racionalidad contable no está conduciendo este descabellado proceso de huelga, y para apoyar aún más esta idea baste comparar las modestas sumas anteriores con los demenciales montos del Fobrapoa o del rescate carretero.
Entonces, quienes han promovido las cuotas están escondiendo motivos mucho más profundos. Pensamos que el momento político de la sucesión es delicado y que el conflicto puede tomar los caminos de la provocación, pero estamos seguros de que ningún sector de la universidad y menos las autoridades arriesgarían de esa manera a nuestra casa de estudios. Sin embargo, no estamos seguros de que el mismo compromiso exista en torno a la concepción de universidad que cada quien busca para los años que vienen. Repasadas las inconsistencias presupuestales comienza a quedar claro para los universitarios que detrás del reglamento de las cuotas viene una reforma integral de la educación superior en nuestro país: nueva estructura de las licenciaturas, nuevo Estatuto del Personal Académico, etcétera.
La idea de la universidad de excelencia sigue imperando en la cabeza de los científicos, y es superior y más poderosa que la de la justicia educativa, pero lo que agrava las cosas es que se corresponde como anillo al dedo con la ética excluyente del neoliberalismo. Repensemos las cosas: discutamos, con todas las cartas sobre la mesa, lo que está detrás del ilógico Reglamento de Pagos. El consenso comienza a ser que se derogue ese reglamento, que se levante la huelga y que abramos un diálogo sereno sobre la universidad que queremos, en un momento menos convulsionado.