El largo periodo de absoluta hegemonía priísta sobre el Estado hizo prosperar la idea de que sólo los cuadros procedentes del partido oficial sabían gobernar. A dicha capacidad, en verdad un arte, se le llamó, con apretada modestia ``oficio'' político. No era fácil poseer el tal oficio. Para acceder a los grados superiores, los aspirantes debían someterse a un largo, a veces penoso, aprendizaje antes de graduarse como ``maestros'', pero en la cúspide de sus carreras la hoja de servicios de los altos funcionarios resultaba ser un verdadero compendio de destrezas utilizables bajo las más diversas circunstancias lo mismo en la administración que en la arena pública.
La regla de oro para la formación integral de aquellos políticos del cretácico priísta era la absoluta subordinación burocrática y la más ciega lealtad al Presidente de la República. Hoy, quebrantada la norma que daba sentido al sistema en su conjunto, los políticos priístas andan a la deriva, como perdidos, es decir, sin ``oficio''.
Véanse si no las pifias cometidas en los últimos días por dos de los principales jerarcas del oficialismo. La primera tiene que ver con el destape de Miguel Alemán como aspirante a la candidatura priísta, nada menos. ¿Cómo se le ocurre al presidente del PRI, el mismo que anda en busca de unas reglas capaces de convertir la división en unidad y el desasosiego en confianza democrática, decir que Alemán, hasta entonces fuera de la jugada, estaba arriba en las encuestas? ¿Cuáles encuestas, mi buen, preguntaron al unísono los demás precandidatos? De este modo, el presidente que llegó al PRI anunciando el fin de los candados para acto seguido tragarse sus palabras, ahora debe reconocer que no hay tales encuestas y colorín colorado, aunque queda por saberse si no fue un plan con maña para ``posicionar'' al gobernador de Veracruz en la carrera presidencial.
Más infortunada y torpe resultó la declaración del secretario Labastida en torno al conflicto universitario, cuando dijo que sus órganos ``de inteligencia'' ya tenían ubicados a los grupos políticos involucrados en el movimiento estudiantil. El tema es grave, pues demuestra hasta qué punto sobrevive la vieja cultura, pero no el ``oficio'' del que hacían gala los viejos políticos. Es obvio que en boca del secretario de Gobernación esas palabras amenazadoras son absolutamente irresponsables.
Luego de lo dicho, Labastida estaba obligado a señalar a quienes, según su punto de vista, están incurriendo en actitudes ilícitas y proceder conforme a derecho o a desdecirse públicamente. No debería hacerse campaña con el asunto de la supuesta o real presencia de los partidos nacionales en los asuntos que sólo le competen a la UNAM, si a la vez no se aclaran con propiedad cuáles de tales actos son ilícitos. Si lo son, la autoridad no tiene más alternativa que aplicar la ley. Si no es así, incurre en una grave irresponsabilidad que, por cierto, se escuda en una hipocresía generalizada, consistente en hacer como si, de veras, la Universidad estuviera fuera de la República o, mejor, como si ella misma fuera una República autónoma.
La falta de oficio en este caso va más allá de las obvias torpezas circunstanciales. Pero en ambos, éstas revelan la incapacidad de asumir en serio y a fondo el cambio inmenso ya ocurrido en la sociedad mexicana de fines de siglo. No es la hora de la simulación burocrática ni tampoco del silencio protector. El nuevo oficio político tiene que reivindicar otros valores, un poco más racionales, un poco más democráticos. El aprendizaje empieza y será muy largo.