Viajo de nuevo, desde hace más de un mes. En París exhiben un documental sobre Eichmann. Hacemos la cola bajo la lluvia una amiga y yo, atrás de nosotras una señora muy elegante; me gustan sus aretes de ámbar y plata. Varias muchachas conversan animadamente, mientras cae la lluvia. De repente, mi amiga dice: ``¡Mira quien viene, Mario Vargas Llosa!''. Se acerca y se coloca al lado de la señora de los aretes de ámbar, pasa un momento, sigue la lluvia, aunque estamos resguardados bajo el toldo del restorán que queda al lado del cine en la plaza Saint Germain. La señora elegante, la esposa de Vargas Llosa, dice en voz alta, ¡allí está Jorge! -esto es Jorge Edwards-, y nosotras calladas, hasta que mi amiga explica que conoce a Juanita García Robles, peruana, hermana del pintor De Szyszlo, esposa del primer mexicano que recibió el Nobel de la Paz, y trabajadora importante en los diálogos para la Paz en Chiapas. También yo me presento, nos conocimos antes en México y luego nos hemos visto en otros lugares, en algún congreso, durante mi estancia como agregada cultural en Londres... Conversamos y por fin entramos al cine.
Vemos Eichmann, un especialista, documental con guión de Rony Brauman, nacido en Jerusalén, disidente, profesor en la Universidad de París, ex presidente de la ONG Médicos sin Fronteras, autor de varios libros sobre cuestiones éticas y las políticas de la acción humanitaria, además coproductor de La voz del silencio, en France-Culture. El director es Eyal Sivan, nacido en Haifa e instalado en Francia desde 1985; sus películas hablan de las poblaciones palestinas desplazadas y de la instrumentación de la memoria en Israel y la desobediencia civil. Los autores del filme trabajaron con los archivos filmados del proceso de Adolf Eichmann, el teniente coronel de la SS, ex jefe de la oficina IV-B-4 de la Seguridad Interior del Tercer Reich, capturado en Buenos Aires por los servicios secretos de Israel en 1960, juzgado en Jerusalén en 1961, y finalmente ahorcado. Se trata del ``especialista'' de la cuestión judía, encargado de expulsar a los judíos de Europa, así como de los polacos, eslovenos y gitanos hacia los campos de concentración y exterminio. Este burócrata modelo, experto en emigración, cumplió fiel y ejemplarmente su labor como jefe de la llamada ``solución final del problema judío''.
El punto de partida de este libro es el reportaje que la célebre autora de Los orígenes del totalitarismo, Hanna Arendt, hizo para The New Yorker, después publicado con el título de Eichmann en Jerusalén, informe sobre la banalidad del mal, volumen muy controvertido.
Un largo trabajo de varios años para desenredar literalmente los millares de metros mal archivados y conservados de un proceso comprado por Spielberg y luego abandonado. Los autores de la película dicen en su libro Elogio de la desobediencia: ``El perfil que se esboza a lo largo de las 32 sesiones durante las cuales Eichmann responde sucesivamente a las preguntas de su abogado, del procurador de la Corte no es la de un perverso sádico, o un serial killer (sic) antisemita'', sino la de un hombre mediocre, hecho para obedecer, perfectamente metódico y eficaz, quien cuando contesta a las preguntas que le hacen, se pone respetuosamente de pie, piensa con detenimiento cada una de sus respuestas y las expresa como si se tratara de un informe minucioso, elaborado con cuidado detrás de los gruesos cristales de sus lentes, al tiempo que subraya que lo único que hizo fue obedecer ciegamente las órdenes que se le dieron, es decir, cumplir con su misión de burócrata nazi ejemplar. Su lógica de empleado modelo pretende distanciar cualquier culpabilidad bajo el pretexto de un juramento inapelable de obediencia.
El horror del holocausto se pone de relieve con mayor eficacia gracias a la sobriedad del testimonio y a la sabia organización del material que exhibe distanciando los datos más espantosos, a la manera de esa instalación de Baltansky que en el Museo del Judaísmo de París inscribe simplemente sobre un muro, como si fueran los nombres de las calles, los de los deportados que antes de serlo habían vivido en el Marais, el barrio judío de la ciudad.
Como reiteran los autores del libro y la película: ``Eichmann era un hombre ordinario y sin embargo este hecho no implica que siendo todos Eichmann en potencia, todos seríamos culpables. Confundir esa culpabilidad potencial con una falta o un crimen reales es descalificar de entrada la posibilidad misma de la justicia. Si todo el mundo es criminal, nadie lo es en realidad y es eso lo que Eichmann trataba de demostrar''.
``Hablando moralmente -añade Hanna Arendt- es casi tan malo sentirse culpable cuando no se ha hecho nada malo, como sentirse inocente cuando se es culpable.''
Pasan varios días. En Madrid asisto al homenaje a Octavio Paz que la Casa de América organiza por medio de la fundación Loewe. Entre los ponentes estánn Ullán, Gimferrer, Argullol, Krauze, Vargas Llosa. Nos saludamos y éste me dice: ``¿Qué te pareció el filme? ¿No crees que era de una gran sobriedad? ¿Y Eichmann, con esa mirada opaca detrás de sus gruesos anteojos?'' Me pregunto luego: ¿cómo compaginar las posiciones que tanto Edwards, como Vargas Llosa, sostienen frente a Pinochet con el ejercicio reiterado de la memoria y el deseo de preservarla, tal y cómo se manifiesta en esta extraordinaria película?