Carlos Martínez García
La violencia como religión El asalto armado de la semana pasada en una preparatoria de Colorado, que dejó un saldo de 13 muertos y varios heridos, no es un hecho aislado ni se puede atribuir solamente a dos estudiantes desequilibrados en busca de venganza contra los que no eran como ellos (blancos, racistas y miembros de un club que exalta la violencia y la eliminación de los diferentes por medio de la fiesta de las balas).

La matanza de Littleton es un capítulo más de una ya larga cadena de episodios similares en escuelas secundarias y de bachillerato en Estados Unidos. El desencadenamiento de estos ataques nos lleva a preguntarnos sobre las características socio culturales de la nación en que se han realizado. Pero, me parece, sería una reflexión incompleta si sólo restringimos la irrupción del fenómeno a ese país. Por todo el mundo hay grupos que predican y practican los crímenes de odio contra quienes consideran inferiores, un peligro a la tradición cultural o meros objetos para practicar el tiro blanco. Estos grupos difunden sus creencias por los diversos medios que la sociedad cibernética pone a su alcance. En la difusión de lo que creen, los núcleos violentos se comportan como los feligreses de asociación religiosa integristas: tienen un acendrado sentido mesianista, buscan conversos, son autoritarios y verticalistas en su organización interior y están dispuestos a inmolarse en el cumplimiento de lo que consideran es la misión del grupo y/o personal. Son enemigos de la pluralidad y la tolerancia, buscan a toda costa la supremacía de su tribu.

Sería un error mecanicista afirmar que la responsabilidad de la conducta violenta en extremo, como la de los estudiantes asesinos y suicidas Dylan Glebold y Eric Harris, la tienen los medios que saturan su programación de series en las que intensas ráfagas de armas automáticas dejan decenas de muertos en pocos segundos. Los espectadores de este tipo de programas televisivos, juegos de computadora o cintas de video no son sujetos inermes que asimilan sin ton ni son lo que ven y escuchan. Más bien se trata de personas preparadas por su ambiente familiar, escolar y social en general para internalizar determinado tipo de mensajes. Por otra parte, hay que decirlo, un entorno cultural racista no necesariamente hace a todos sus habitantes defensores a ultranza de su identidad étnica, pero sí predispone a la mayoría para rendirle culto al origen racial propio. Si a esto le agregamos la posibilidad de tener acceso fácil a todo un arsenal para eliminar a los enemigos, a quienes se considera subhumanos, entonces el resultado es el asesinato a mansalva como el de Colorado.

El límite hacia la violencia cotidiana es muy elástico. El acostumbrarse a mucha violencia light es un abono perfecto para que siente sus reales entre nosotros la violencia dura. Tal vez permitimos la representación de la violencia en los medios porque previamente hemos dejado que ella se cotidianice en nuestras relaciones personales y sociales. A su vez los medios son el altar perfecto para difundir en gran escala las atrocidades virtuales y reales que tienen lugar en algún sitio de Internet o en Kosovo. Raúl Trejo Delarbre da cuenta del debate entre los especialistas acerca de si la televisión es detonante o espejo de la violencia en la sociedad (en El mundo de la violencia, Adolfo Sánchez Vázquez, editor, UNAM-FCE, 1998), y dice que si bien es una exageración culpar a los medios de las conductas hiper agresivas de su consumidores por otra parte en el "proceso de propagación de imágenes (violentas), no son precisamente inocentes". Individuos previamente sensibilizados hacia la violencia, que crecen mirando escenas en las que se presenta el acto de matar como un juego tienen pocas reservas mentales para evitar jugar a matar. Klebold y Harris tienen tras de sí una larga fila de autores intelectuales.

Como todo culto que rinde pleitesía al atrincheramiento cognoscitivo, los seguidores de la violencia que busca aniquilar a quienes le son incómodos por razón de etnia, color, religión o ideología niegan a los diversos capacidad de interlocución. Son absolutamente maniqueos, para ellos sus creencias tienen categoría de verdad revelada que no necesita ser explicada a los demás. Lo preocupante es que discursos como los que sedujeron a Dylan y Eric estén encontrando una importante receptividad entre niños y adolescentes. No será inculpando a los que hacen llamados a enrolarse en las filas del hedonismo violento (recordemos que los asesinos de Denver se reían mientras disparaban a sus compañeros de escuela) como podremos cerrarle el paso a este culto. Tanto los verdugos como las víctimas nos apelan, nos llaman a reflexionar sobre el espíritu de los tiempos que colectivamente hemos construido. Esa reflexión debe comprometernos a participar en la construcción personal y colectiva de espacios de civilidad.