He recordado al contemplar en la tv las imágenes de la feria sevillana, aquellas tardes a la hora el crepúsculo salir de La Maestranza por la orilla del Guadalquivir. El río deriva sosegadamente y un silencio húmedo se desprende de sus aguas. El añil del horizonte palidece, nubes violentas, nacaradas, manchadas de rojo, de verde y malva, adornan con fantásticas bambalinas la muda agonía del sol. Al final el color púrpura triunfa de los demás.
En la misma forma que Curro Romero triunfa sobre los demás con su toreo clásico, límpido, ardiente, de capote triangular lleno de aire andaluz que se abría como las alas de una mariposa, sobre el cristal de la arena sevillana, dejando a los lejos una soñolienta canción, imprecisa, vaga, una tonadilla que hablaba de lo melancólico, en una ritmo arrastrado, olor que le salía de las entrañas, natural, muy natural.
Tan natural que las imágenes captadas por la tv lo muestran al torear por pases naturales con la espada vertical, cayendo uniforme a las piernas. El toro se hundía en la franela silenciosa y al reaparecer tenía fosforescencias de azabache, después de mecerlo a ritmo de cuna. Generador de una tergiversación de sensaciones que se fraguaban en conmociones.
En el toreo actual la vida ficticia, las faenas ficticias, se suponen al toreo clásico mezclándose a él y llegamos a no distinguir claramente lo tramposo de lo auténtico, lo débil de la consciencia, tan mudable, tan frágil, tan poco segura de sí misma, cambia sin cesar. En Sevilla ha llegado Curro ha dar lecciones de los clásico en el toreo, desmitificando la vulgaridad del pegapapismo en faenas interminables en la que hay que cuidar a un toro inválido, no forzándolo en el toreo en redondo.
La lección de Curro fructificó en dos de los prometedores toreros Morante de la Puebla y El Juli, y en el veterano Emilio Muñoz, que dejaron en el ruedo a Enrique Ponce y José Tomás pegando derechazos. Tanto Morante como El Juli replicaron al maestro con un toreo grave, valeroso, que, adormeció, enervó, exaltó al público sevillano al captarles el secreto tempestuoso, cálido, infinitamente expresivo del toreo profundo.
Ambos El Juli y Morante realizan un toreo triste, pese a su corta edad en que arrastran una laxitud. Esa laxitud que deja en la piel las pasiones profundas, la melancolía de algo íntimo, muy cercano, muy negro, que se oculta y aparece. Esa melancolía que percibieron en el inimitable Curro pero a la que imprimieron su sello personal y resultaron triunfadores en serio, no "de orejitas". El Juli pagó el precio de su valor auténtico con una cornada. Los cabales estamos de plácemes.