La Jornada domingo 25 de abril de 1999

Elena Poniatowska
Buenos Aires, gracias por la cortesía*

Hay una lección de Jorge Luis Borges que quisiera recordar, difundir y honrar de manera especial: la de su caballerosidad. En los setenta, en una rueda de prensa en el hotel Camino Real, reporteros de todos los periódicos lo interrogaban en forma impertinente, casi ametrallándolo, pero él nunca se puso de mal humor, trataba a cada quien con deliberada finura. A su lado, María Kodama ponía a veces la mano sobre su brazo para repetirle alguna pregunta o hacerle un comentario, y guardaba el mismo hermetismo oriental que afinaba sus rasgos. Al lado de Borges, sobre la mesa, se enfriaba una tasa de té que parecía agua sucia y que jamás llevó a sus labios.

Irreflexivamente entré al coro de preguntas e inquirí:

-Y usted, ¿por qué recibió un premio de manos de Pinochet?

Digo irreflexivamente, hoy sé que lo hice en forma agresiva, porque deseaba ser parte del gremio. Sólo me hacía eco de otras voces airadas que juzgaban políticamente a Borges, quien con su Oda a Vietnam apoyó la nefasta intervención estadunidense. María Kodama inclinó entonces su cabeza hacia él y puso su leve mano sobre las dos manos apoyadas a su vez en la empuñadura del bastón. Borges respondió algo acerca de que las dictaduras fascistas eran tan malas como las comunistas, y proseguí con la voz cada vez más aguda.

-¿Y por qué acepta tantas entrevistas? ¿Y por qué aparece usted en público? ¿Cuántas veces se lo piden? ¿Por qué?

Entonces Borges me dio una lección que jamás he de olvidar. Dijo separando las sílabas muy distintamente:

-Por cor-te-sía.

Me avergoncé de mí misma. A partir de ese momento, además de leerlo, me di cuenta que Borges iba mucho más allá de las ideologías, y que tildarlo de reaccionario era simplista porque sus respuestas eran ante todo las de un hombre de letras.

Unos años antes había aceptado permanecer durante dos horas o más escuchando mis preguntas sin saber siquiera quien era yo, salvo que no podía aportarle absolutamente nada y jamás me preguntó por mi ideología, credo, estatura, nivel académico o autoridad moral para interrogarlo.

En diciembre de 1976, hace 23 años, Jorge Luis Borges vino a México, tuve el honor de entrevistarlo y me dio esta lección que hoy les relato. Muchos años antes la experimentó otro amigo. Apenas descendió del avión en el aeropuerto de Ezeiza, fue a visitar la Biblioteca Nacional, que entonces albergaba más de 700 mil volúmenes. El mexicano no podía creer el prodigio de dicha biblioteca. Antes de internarse por sus pasillos, Borges fue a su encuentro:

-Me han dicho que sos mexicano. ¿Es eso cierto?

-Si -contestó mi amigo sorprendido por el inusitado recibimiento.

-¡Ah, los mexicanos! -suspiró el director de la biblioteca apoyándose en su bastón. ¡Tan cultos, tan ingeniosos, tan sencillos...!

Además de atenderlo, Borges lo trató con la cortesía que siempre fue la savia de sus venas, el árbol de la vida que lo alimentó.

Hoy, ustedes me corren otra cortesía inmerecida y aleccionadora, la gracia de un tratamiento en el que campea la atención y el respeto, esa atención y ese respeto que Borges supo darles a los mexicanos, no sólo a Alfonso Reyes que fue el amigo entrañable a quien citaba e incluía frecuentemente en su conversación, sino al tumulto de periodistas, a quienes Borges siempre consideró como personas aisladas, individuales, dignas de la mayor consideración, a pesar de su inexperiencia en las letras o su incapacidad para dialogar con él y estar a su altura.

Hoy, en 1999, año en que Jorge Luis Borges habría cumplido cien años, la Feria Internacional de Buenos Aires, El Libro del Autor al Lector que también cumple 25 años ha tenido a bien invitarme: Hoy, por fin, conozco Buenos Aires, la ciudad más visitada del continente. Algo sabía de ella por los muchos argentinos que vivieron en México: Noé Jitrik y Tununa Mercado, Arnaldo Orfila Reynal, Máximo Simpson, Graciela Carminati, Pedro Orgambide, Cacho Constantini, Mempo Giardinelli, Alejandro Katz, Elvio Vitali, y las mujeres que admiro y quiero: Laura Bonaparte, Lilia Walsh, Marta, la esposa de Haroldo Conti, y varias de las madres y las abuelas de la Plaza de Mayo, como Nora de Cortinas, cuyos pañuelos blancos -símbolos de su entrega y tenacidad- son un ejemplo para América Latina en su lucha en contra de la desaparición y la tortura. Tango mucho que agradecer -principalmente a Luis Gregorich, responsable del otorgamiento de esta presea-, mucho que aprender, mucho que leer, mucho que recordar, pero la lección más duradera, la de mayor envergadura, seguirá siendo la de Jorge Luis Borges en la conferencia de prensa en México, la de su rostro expuesto, devastado por una multitud de miradas, la de su voz abriéndose paso y asilándose a la mitad del coro para asegurarme que si accedía a responder a tantas preguntas y a atender a tantísimos requerimientos era por cor-te-sía, la misma que ustedes demuestran al concederme el honor con el que hoy me abruman.

*Palabras pronunciadas durante la entrega de las llaves de la ciudad de Buenos Aires, el 20 de abril. Como un hecho insólito, en el acto se presentaron a rendirle también homenaje las madres de Plaza de Mayo, que a su vez le hicieron entrega de otra presea: un pañuelo blanco cuya leyenda dice ``¿qué pasó con nuestros hijos detenidos-desaparecidos? Madres de Plaza de Mayo, Línea Fundadora, Argentina''. Todos los jueves las madres de Plaza de Mayo siguen reuniéndose frente a la Casa Rosada llevando en la cabeza un pañuelo blanco. Después de una entrevista privada con el gobernador Fernando de la Rua y ante el embajador de México, Genovevo Figueroa Zamudio, el vicegobernador del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Enrique Olivera, y otras autoridades del gobierno argentino, Elena Poniatowska dio las gracias.