Prácticamente por casualidad leí la carta que Shaw escribió a Wells cuando Charlotte, la esposa de Shaw, murió. Una nota de los antologadores (Frank y Anita Kermode) advierte al lector que la conmoción que sentirá al leerla, al tratarse de una carta de Shaw, se atenuará si tiene en cuenta que, cuando la esposa de Wells murió, Shaw trató el asunto sin tacto precisamente con Wells, su viejo amigo y contrincante.
Más bien, lo que no es común es que una carta de esta naturaleza conmueve al lector si no conoce los detalles de su contexto, así que, como yo la leí y me conmoví antes de leer la nota de advertencia, deduzco que la carta de Shaw es conmovedora en sí, independientemente de que las circunstancias le hubieran dado a Shaw la oportunidad de escribirla de forma conmovedora para disculpar su torpeza, en ocasión de la viudez de su amigo Wells, veinte años atrás.
Quiero decir que yo misma no imaginaba capaz a Shaw, dado el desarrollo de su ironía, de admitir como lo hace en la carta que él no se creía capaz de conmoverse ante la muerte de su mujer al grado en que se conmovió. Observa en las últimas horas de ella una transformación curiosa y memorable. A medida que se acercaba el final de su plazo de vida, Charlotte recuperaba alegría, perdía todo tipo de perturbaciones y, lo más extraordinario, se quitaba de encima los años, ``como prendas de vestir'', hasta morir ``joven, e increíblemente bella''.
Bueno, se sabe que Shaw ha sido de los más nutridos y lúcidos escritores de cartas, y que, sin necesitar de este subgénero para comunicarse ni, mucho menos, para hacer de él su fuerte en la literatura, dominó lo que se espera de los autores del género epistolar, un estilo familiar y espontáneo aunque sin descuidar la inteligencia ni la transmisión de algo esencial que comunicar. No conozco a profundidad la biografía de Shaw; pero he visto fotografías de una de sus últimas casas, y la impresión que me dejaron es que Shaw era un hombre casero, familiarizado con la cotidianeidad de una casa y sus rituales particulares largamente, placenteramente compartidos con su cónyuge. El murió a los 94, apenas 7 años después de Charlotte, ignoro si rejuvenecido y alegre y despreocupado como él la vio a ella muerta.
Pero las cartas que he estado leyendo con toda intención y propósito son las que Flaubert escribió a su amante Louise Colet, específicamente las comprendidas entre los años en los que él creaba y escribía Madame Bovary. Y son las cartas que me han estado intrigando, quizás, una vez más, porque tampoco puedo ufanarme de conocer a profundidad la biografía de Flaubert. Sé, cómo no, que él vivía en ese tiempo en Croisset, con su madre, mientras Louise, poeta y figura activa en el medio intelectual, vivía en París, a suficiente distancia el uno del otro para que sus encuentros fueran justificadamente difíciles y escasos.
Las cartas de las que hablo me intrigan por varias razones, pero si yo fuera Louise sencillamente me habrían desesperado. Aunque sin estar exentas de frases de amor y expresiones de deseo de ella, de Louise, lo que las constituye es la bitácora exhaustiva de las lamentaciones de un autor en extremo minucioso. Lo poco que adelanta a pesar del tiempo que dedica a su novela; lo inútil que le parece haber empleado tanto tiempo en algo que, al leerlo, le parece tan poca cosa; el grado de exasperación que lo lleva a escribir que padece mareos, opresiones, que querría ``vomitar sobre la mesa'', que todo le da asco: tal es la tortura que la elaboración de Madame Bovary significa para él.
Me parece que si el amor entre Louise y Flaubert estuviera de veras establecido, a la primera carta cargada de semejante dolor y desasosiego, Louise habría abandonado París y su fiesta para por lo menos consolar a Flaubert. Pero entonces, ¿a quién le habría escrito ese tipo de cartas flaubert? Otros autores más bien han consignado sus crisis en las páginas de un Diario. Sin embargo, por lo que se ve, Flaubert lo que necesitaba era lo que Louise podía darle, estar lejos de él, y lamentarse con él, sí; pero de igual modo a distancia.
Quiero decir que, así como me apasiona leer en dichas cartas que Flaubert dudaba de su propio valor; que se daba de topes contra la pared en busca de qué decir, cuando sentía que el hilo de su narración se rompía; que sabía que debía ``privarse de todo si quería hacer algo''; que se afligía de que su madre lo considerara ``huraño y malévolo'', me angustia y me desalienta su capacidad para no haber amado a una mujer hasta encontrarse a su lado mientras ella agonizara, verla perder las arrugas de la vejez, y cuando ella muriera, acercársele, ``verla, hablarle con todo cariño''.
Ese cariño sin límite que Flaubert experimentó, no me cabe duda, por Felicité, una criada, en Un corazón sencillo, al crear al personaje, al escribir su historia; un cariño ilimitado que, tampoco me cabe duda, lo habrá desquiciado al punto de dejarlo exhausto de veras, incapaz de veras de cuando mucho registrar los pormenores de su padecimiento en carta ninguna, a amante ninguna.