Por la vía de la acción directa, se vuelve a mostrar a la Universidad Nacional como una institución incapaz de reformarse a sí misma. Este es el panorama que hoy ofrece el conflicto universitario en torno al Reglamento General de Pagos, acordado por el Consejo Universitario hace unas semanas.
En el resto de la sociedad también detectamos una incapacidad, pero para hacerse cargo de la complejidad y la importancia que tiene la universidad pública para México. Aquí privan la interpretación policiaca del conflicto, o el desprecio abierto por la universidad.
En la Cámara de Diputados han brillado la ignorancia y la premura para amarrar navajas, descalificar a la UNAM y sus autoridades o aprovechar el viaje para mandar al cadalso la mera idea de universidad pública y de masas. Una reflexión de fondo con vista al futuro no ha habido, a pesar de que, más tarde o más temprano, será en el Congreso y no en el campus donde tendrá que dirimirse no este conflicto, tan carente de coordenadas racionales, sino toda la cuestión universitaria que las reformas constitucionales anteriores no pudieron resolver.
Es el país el que tiene que plantearse el asunto de la educación pública que aquí sí, y sin necesidad de incurrir en los sofismas de los malos abogados del movimiento anticuotas, cubre todo el espectro educativo, del nivel preescolar al superior y de la investigación científica. No toca a los universitarios solamente, ni a los científicos que se esfuerzan en los pocos centros de excelencia con que contamos, la mayoría de ellos en la UNAM, abordar y dar salida a la problemática enredada que hoy, por desgracia, se resume en el huelga sí o no, o en el no rotundo a las cuotas.
Nuestras universidades públicas no forman hoy un sistema nacional digno de tal nombre, ni el Estado se ha abocado con seriedad a promoverlo, mucho menos a evaluar y planear el desarrollo de los que, por definición, serían sus elementos constitutivos: las universidades y los centros de investigación.
De esta manera, todo queda al amparo de una negociación ``en corto'' entre cada universidad y los funcionarios respectivos del gobierno federal o estatal: los subsecretarios o directores de educación superior o finanzas o, en el extremo, los encargados del orden público.
De vez en vez, gracias a las gestiones de la ANUIES, los rectores se reúnen con el Presidente pero el diálogo no va lejos. Así ha sido y será, mientras la sociedad y el Estado no asuman una responsabilidad de la que no han querido ocuparse nunca. La universidad, lo han dicho y actuado nuestros gobernantes, mientras más lejos mejor.
El tema de las cuotas nos remite a difíciles cuestiones sobre la equidad, pero ha sido impuesto por la penuria fiscal de México y no por alguna agencia internacional. Para la UNAM, el tema es de extrema urgencia porque se ha quedado sola y, en el nuevo contexto de la democracia, se ha debilitado mucho en su capacidad para cabildear y lograr recursos financieros del Estado: las otras universidades sí cobran cuotas y poco falta para que reclamen otra forma de distribución de los dineros federales, descubran nuevos aliados en diputados y senadores de todos los partidos y pongan a la UNAM en la picota. Esta es, triste pero dura, la realidad política en la que se mueve nuestra máxima casa de estudios.
El aislamiento de la UNAM ha sido progresivo y bien orquestado. Y no ha terminado. De todo ha habido, pueriles campañas empresariales, insidia palaciega, barbarie burocrática: ``solicito contador, economista o bioquímico; si es de la UNAM ni se moleste''; ``lo que gastan en la UNAM no tiene fin, tampoco su arrogancia. Lo mejor sería cerrarla. Lo que no se haría con un presupuesto como ese''; ``las universidades públicas sirven, en el mejor de los casos, de estacionamiento para las capas medias y medias bajas, mientras topan con la triste pero irremediable realidad del desempleo. Si son públicas, ¿por qué tienen que dar becas a sus estudiantes de escasos recursos?''. Si fuese posible inscribir la discusión sobre la universidades en una agenda nacional del desarrollo y la equidad, podría abordarse el tema de hoy de otra manera. Podría, incluso, replantearse el de la gratuidad de la educación superior, pero sin olvidar lo que suele olvidarse: si ha de ser gratuita es indispensable que la sociedad que la financia tenga absoluta claridad y precisión sobre a quién se subsidia y por qué, los requisitos y el obligado carácter universal del derecho a aspirar a ese privilegio, es decir, casi todo lo que se quiere negar en el pliego de los que se oponen sin más a la elevación de las cuotas.